Ayer, después de comer, caminaba por calles sin sombra rumbo a la universidad cuando vi cómo aterrizaba un helicóptero en el edificio de la comisión del agua --un edificio que hace un par de semanas estaba rodeado por campesinos desesperados, manifestándose-- pero ahora todo parecía en calma, al ver la falsa lentitud con la que el helicóptero descendía. Todo mundo estaba viendo el helicóptero. Vieron cómo aterrizó y cómo volvió a levantarse, después de llevarse, tal vez, a alguna persona cuyo tiempo vale mucho. El calor era insoportable. Junto a mí caminaba un hombre con el rostro completamente moreno, quemado y curtido. De vez en cuando se detenía para ver cómo giraban las aspas del helicóptero. "Cómo hace ruido", le dije. Me vio sin decir nada, sólo se rió. Pensé que no había entendido. A veces hago esto. Esto de hablarle a la gente extraña. No lo sabía entonces, pero unos minutos más tarde escucharía a un compañero de la maestría hablar del calor metafísico que se lee en El extranjero de Camus. Y yo pensaría que no podría estar más en lo cierto. Que si bien parece que no hay ni crimen ni castigo en esta novela, al menos lo hay en un sentido físico, un sol de justicia.
Mientras aún caminaba sobre Insurgentes, rumbo a la universidad, sudando por la espalda. Al cruzar un puente, llegué junto a otro hombre, un indigente recubierto de mugre y una chamarra demasiado gruesa para usarse con ese sol, quien bebía directamente de la boca de una botella de Salsa Valentina. No lo sabía entonces, pero al salir de la universidad regresaría por el mismo camino y vería tirada la botella sobre la banqueta, vacía excepto por las estrías de salsa que se hacen en sus bordes. Tendría ganas de gritar y a la vez de reconocer que estaba exagerándolo todo. No era terrible.
Los otros. Dios. En ocasiones los escucho. Con su terror y estupidez. Y me pregunto si es suficiente este terror y esta estupidez y esta insistencia en tratar de ser feliz a través de las maneras erróneas para envenenar mi propia experiencia de vida. Porque existen personas como Stephen Elliot (a quien siempre confundo con Tom Bissel). Estoy hablando de precisamente ahora, que leo uno de sus ensayos: The score, en la página de The Believer de este mes. Lo leo y me estremezco. Me percato de que cada vez hago más esto, de estremecerme, de moverme (realmente) cuando veo o leo algo que me impresiona en un sentido negativo. Pero Stephen Elliot, a pesar de ese infierno que describe en la tierra, es alguien que escribe, que dice algo al respecto y procura, creo, mejorar la situación al menos diagnosticándola. Por supuesto que no es suficiente. Pero Stephen Elliot, autor de uno de los libros más bellos sobre la crueldad humana, Happy Baby, dice cosas francamente terribles. Cosas que existen. Aquí. Ahora. Cosas que aunque aún están ahí, creo, no son suficientes para echarnos a perder el día. O a disfrutar el descenso de una máquina voladora, el alegre sonido de sus aspas, la tranquilidad de una tarde soleada.
3 comments:
Hay que tener más temor de odiar a los ordinaries. Es más reprochable, que estremecerse cuando lees a un nombre con apellidos y contraportada. Los grandes hombres pueden ser despreciables. patéticos. infames. todo se les perdona porque te permiten tener una opinión sobre ellos. A los pequeños anónimos nada se les perdona, porque nunca te sientes tranquilo después de juzgarlos. La cula denota el grado de lástima. Y cómo diablos no reprochar eso.
fe de erratas.."La CULPA denota el grado de lástima..." aunque ahora que lo veo, bien pudiera ser también "el CULO denota..."
nasty
Chistoso.
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