Monday, May 06, 2013

Un proyecto fantasmagórico






Entre 1952 y 1968 Mathias Goeritz emprendió en México un programa arquitectónico que cuestionaba el arte que estaba dirigido a un solo sentido (el “arte burocratizado”) y la arquitectura del Estilo Internacional. Abogó, así, por una “arquitectura emocional”, un proyecto para el cual adoptó distintas explicaciones teóricas, todas enmarcadas bajo la idea de una obra-de-arte-total (inicialmente Goeritz comprendió el término “emoción” como algo similar a lo que Edmund Burke comprendía por “asombro”; posteriormente la vería a partir de categorías religiosas totalizantes). Es a este periodo particular que Daniel Garza Usabiaga dedica su ensayo Mathias Goeritz y la arquitectura emocional. Una revisión crítica (1952-1968), pasando revista a obras como el Museo Experimental El Eco, la serie de los Mensajes y a La ruta de la amistad, así como a varios de los momentos problemáticos de la retórica de Goertiz.

Usabiaga dedica especial atención a las contradicciones estéticas en las que incurrió el arquitecto alemán. Ante los excesos de la razón ilustrada (con un talante preponderantemente romántico) Goeritz optó no por una crítica (y una arquitectura) de carácter espiritual (o emocional) que devino una obra tan reaccionaria como conservadora, incapaz de enfrentarse a su propio tiempo. “El recurso espiritual, en su caso”, señala Usabiaga, “no cuestiona ni busca cambiar los aspectos que determinan con mayor fuerza el estado de la sociedad, como sus formas de gobierno o su sistema de producción”, a diferencia de algunos de los autores a los que admiraba, como Hugo Ball y otros dadaístas. Así, por ejemplo, cuando emprendió la serie de Mensajes, piezas decorativas abstractas de superficies monocromáticas en las que utilizó láminas de oro, hizo referencias a la luminosidad que durante la Edad de Media estuvo vinculada con la espiritualidad y la virtud, siguiendo su programa de un “evangelio totalizante”, pasando por alto, sin embargo, el costado fetichista de un material como el oro. A su vez, Goeritz no pareció tener empacho en poner algunas de sus obras monumentales al servicio de la publicidad, como da testimonio su trabajo en las Torres de Satélite.

Su anhelo por este “evangelio totalizante” fue declarado abiertamente por Goeritz: “Me inclino a propagar la tremenda dictadura teocrática de algún nuevo faraón, al cual quisiera servir, esperando que me deje construir sus pirámides”.

Como señala Usabiaga en su apartado dedicado a La ruta de la amistad y las obras realizadas para las Olimpiadas del 68, no tardó en encontrar a este faraón en el PRI: “El diseño integral de la Olimpiada puede ser visto desde esta perspectiva como una forma de imagen espectacular que sirvió para ocultar, bajo un caleidoscopio de colores brillantes, la realidad del 68: un año convulso a nivel mundial, cuando los tanques tomaron el control de las calles de varias ciudades alrededor del planeta enfrentándose ante la unión de singularidades que rechazaban cualquier afiliación categórica mientras polemizaban a favor de la igualdad en distintos puntos del globo. Esta condición represiva llevó a que 1968 se instaurara como un año de represión, terror y muerte. En el caso de México se llegó a una matanza multitudinaria el 2 de octubre con tal de sostener el semblante de paz y amistad”. La obra-de-arte-total de Goeritz ocultó, durante este periodo, el estado real del mundo y de México.

Daniel Garza Usabiaga, Mathias Goeritz y la arquitectura emocional. Una revisión crítica (1952-1968), Vanilla planifolia, 2012, 369 pp.

(Esta reseña se publicó originalmente en el semanario Frente).

Como una canasta de mimbre

Esperaba sentado en el jardín de la escuela con la que sueño ocasionalmente. Esperaba algo cuando se me pedía que ayudara con el viejo que acababa de llegar, debíamos cargarlo, recostado sobre nuestros brazos, y pasearlo por las dieciocho casas que se encontraban en el jardín de la escuela. Depositaron al anciano sobre nuestros antebrazos de tal forma que iba acostado pero increíblemente incómodo, tanto que el hombre –larguirucho, cano y barbado– gemía dolorosamente. Podía escuchar cómo crujía su espalda. Desperté con un dolor en el lúmbago y ahora me inclino a pensar que el viejo era yo y que las dieciocho casas eran la mayoría de edad, que dejé hace tiempo atrás para enfrentarme a la lenta pero segura degradación de lo físico.