Tuesday, August 20, 2013

Sobrios y despiertos

Una pregunta efectista: si un árbol cae en el bosque y nadie lo escucha, ¿importa?
Iniciar así me permite dos cosas: sugerir el estado de la literatura y la crítica actual (¿importan cuando nadie les presta atención?) y señalar uno de los vicios a los que se quiere orillar al pensamiento crítico, el efectismo.
Así que aquí estamos, en una lectura en público. No lo pasen por alto, es uno de los síntomas del clima que habitamos. Creo que todos podemos aceptar que el clima no es el óptimo y que preferiríamos otro, donde la literatura fuera culturalmente relevante y donde no se identificara a la crítica con pasiones tristes como la envidia o el odio. Basta dar un vistazo a los medios para percatarse de que no es así, que lo culturalmente relevante son las noticias indignantes, las películas entretenidas, la música idiota, las novelas de prosa legible y estructuras decimonónicas, los deportes espectaculares, las opiniones escandalosas, los llamados “líderes de opinión”, la corrección política, la democracia, la libertad, el capitalismo de rostro humano, etcétera. Un vistazo a los índices de lectura de nuestro país sirve también para entender que a nadie le interesa leer, mucho menos la literatura.
No creo que la situación sea precisamente escandalosa, sólo es un clima y no se dejará de escribir literatura (y con literatura quiero decir buena literatura) porque a la mayoría de nosotros nos cuesta menos trabajo entretenernos y distraernos que concentrarnos y leer, a solas, en casa, sentados en el escritorio, con dificultades, trabajosamente: como debe leerse.
Pero, de nuevo, aquí estamos, convencidos de que el deber no es ser inteligentes sino pensar, agregar algo al mundo, en la medida de nuestras capacidades. Hacemos nuestra parte: cumplimos con los deberes culturales, nos visitamos mutuamente, nos leemos, nos interesamos y nos disponemos a participar, quizá avergonzados de que ello, parece, es equivalente a dejar el espíritu crítico en casa (no llevaremos la contra, creemos que es lo mismo que insultar a una persona).
Hay, claro, un enfrentamiento entre la cultura popular y la literatura como disciplina. La literatura exige el disenso, ir en contra de la época; la cultura, en cambio, exige la participación, ser democráticos y abogar por el consenso, evitar los conflictos. Está claro también: evitar conflictos desde la cultura es imposible. ¿Es quizá ésta una de las contradicciones contemporáneas con las que debemos aprender a vivir?
Se ha señalado antes: asistir a un evento de este tipo es similar a visitar las tibias camas de los moribundos. En el mejor de los casos, el público asiste, interesado en esa frágil práctica que es la literatura, y pone atención a nuestros últimos estertores. Es la forma en que el público nos sostiene las húmedas y huesudas manos. Ocasionalmente el distinguido espectador reirá o murmurará en señal de encontrarse atento pero también notará que la persona que está en el estrado no está hecha para leer en público: su cuerpo lo traiciona. Lo asaltan las muletillas. Se pone nervioso. Carajo, su trabajo no es hablar en público: nunca ha sido elocuente, ¡por algo se dedica a escribir!
El clima en el que nos encontramos hace de las lecturas públicas, las giras literarias, las columnas de opinión, las presentaciones de libros, las fiesta de lanzamiento, los tristes debates y opiniones públicas, acciones que parecen inevitables, necesarias. Es parte de un ciclo promocional. Alguien se percató de algo: hace falta “crear conciencia”, publicitar y “crear comunidades” para que uno pueda dedicarse a esto. Por supuesto, es una confusión: se ve a la literatura cada vez menos como una disciplina artística y cada vez más como una profesión laboral. Hablamos de vocaciones y de la intención, del ideal, de vivir de esto. Si hubiera entrevistas de trabajo para ser escritores, gustosos haríamos citas, nos sentaríamos en salas de espera y cuidaríamos nuestras palabras con el objetivo de conseguir la plaza.
¿Qué esperamos de las lecturas realizadas en público? Más o menos lo mismo que de cualquier evento cultural: que sean interesantes, incluso entretenidas. Una buena lectura es una lectura graciosa. Quizá una buena lectura también sea provocativa. Pronto nos percatamos de que algunos miembros del público se ríen sin razón alguna. ¿Hemos tenido éxito? Lo extraño es que nadie vino a contar chistes sino a señalar una situación y resulta que todo esto es entretenido. ¿Por qué? Porque hemos decidido olvidar que el pensamiento y la lectura son actividades primordialmente aburridas, tediosas, complejas, que exigen atención. El escritor profesional, claro, no lo cree así: su trabajo es conectar con el público, hablar desde el alma, hacernos entender por qué se siente así. Su trabajo es crear obras entretenidas, costeables, excelentes productos. ¿Todo va a arder?, se pregunta el escritor profesional, bien, pues al menos haremos buena leña.
El escritor profesional está convencido de que es un desastre no ser culturalmente relevante. Por ello intenta serlo. Asiste a lecturas públicas, claro, pero también a presentar libros, a foros televisivos, se convence de que no importa escribir idioteces si eso le consigue una columna en un semanario; se convence también de que no importa escribir positivamente de una novela que no le parece importante, si eso significa poder participar sin mover demasiado las aguas. Para el escritor profesional no hay pensamiento crítico, sólo haters y trolls. El escritor profesional se convence también de que no habría por qué avergonzarse de autopromoverse hasta el cansancio. No sólo imparte talleres de narrativa, también participa en ellos, aunque en la mayoría de los casos parezcan terapias de grupo. El escritor profesional, en suma, cree que el público es una persona de buena posición a la que debe rendírsele pleitesía, cuando no lo es. Con el paso del tiempo comienza a preguntarse si no le convendría más dedicarse al cine o al Twitter, de tiempo completo. Comienza a sospechar que su género predilecto no es la novela sino el recibo de honorarios.
El escritor profesional tiene una formidable recepción crítica.
El escritor profesional es una joven promesa.
El escritor profesional es el chico malo de las letras.
El escritor profesional es polémico.
El escritor profesional tiene gran éxito, es divertido, carismático, cambia las reglas del juego, es transgresor, es franco, es un fenómeno que va más allá de su libro. Simpático, descarado, irónico, intenta por todos los medios romper con los clichés, está lleno de anécdotas, nos obliga a soltar carcajadas, nos pone de puntas con sus vueltas de tuerca, es rompedor, excesivo, su prosa es casi tuitera.
El escritor profesional es un payaso.
Hay un problema con los payasos. Todos ustedes conocen la anécdota kierkegaardiana: un payaso va y se presenta ante el público, le anuncia que el teatro se está incendiando. El público cree que es broma y no puede parar de reír, ¡es tan convincente, pareciera que el teatro realmente está en llamas!
El problema, en fin, con ser un payaso es que con el tiempo uno olvida que lo importante no es ser atractivo para las masas, sino anunciar el fuego. 
¿Qué perdemos ante lo entretenido, ante lo divertido? Lo aburrido y lo exigente, lo laborioso, que es mucho.

Ahora, para finalizar, otra anécdota de casas que arden, contada por el compositor Ernst Krenek, muy cercano al satírico vienés Karl Kraus: «En un momento en que reinaba gran agitación debido al bombardeo de Shanghái por parte de los japoneses, encontré a Karl Kraus sumido en uno de sus célebres “problemas de una coma”. Me dijo más o menos lo siguiente: “Ya sé que todo esto no tiene sentido cuando la casa arde. Pero mientras sea posible, tendré que hacerlo, pues si la gente que está obligada a ello hubiera prestado siempre atención a que las comas se encontraran en su sitio, Shanghái no estaría en llamas”».

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Un breve texto que leí en Cholula, como parte de la celebración del segundo aniversario de Lado B

Friday, August 09, 2013

Dos libros de Terry Eagleton


Para leer (bien o mal) un poema

No estamos ante un manual dirigido a estudiantes, como quiere hacernos creer, astutamente, Terry Eagleton (Salford, Reino Unido, 1943). Aunque amable y claro, el texto cuestiona la vigencia de ciertos modos de leer poesía, estableciendo vínculos de orden práctico con la política, entendida en su sentido amplio. Es verdad, los capítulos se hilvanan como los de un manual («hemos examinado algunas cuestiones teóricas sobre la naturaleza de la poesía»). Se muestran vicios de escuelas críticas como el formalismo ruso y de métodos como la lectura atenta del New Criticism, además de los límites materiales del análisis semiótico. Este modo de avanzar cobra pertinencia en la definición que Eagleton propone de la poesía; inicialmente aventura: es el lugar donde «las palabras sólo pueden concebirse en el orden en el que las encontramos» (recordando sus peculiares características formales) o un puente entre el «sobrio aunque bastante pacífico racionalismo» y el «número de seductoras aunque bastante peligrosas formas de irracionalismo» que han caracterizado la modernidad (recordando su dimensión política). Eagleton define al poema, finalmente, como «una declaración moral, verbalmente inventiva y ficcional en la que es el autor, y no el impresor o el procesador de textos, quien decide dónde terminan los versos». Aquí se condensa su propuesta: utiliza el término verbalmente inventivo en lugar de verbalmente autoconsciente, que sería más apropiado para una crítica que, desde la «fenomenalización del lenguaje» (Paul de Man), sólo atiende aspectos realmente formalizables, como la métrica o la rima, pero que pasa por alto los que apelan a la interpretación del lector (tono, modo, cadencia, gesto dramático...): los que hablan de "lo que somos". Aquello que, asegura Eagleton, los poemas se encargan de recordarnos. Eagleton sugiere así la posibilidad de un lector con la suficiente autoridad moral y cierto bagaje cultural para determinar por qué hay modos correctos e incorrectos de leer un poema.

Esta reseña de Cómo leer un poema de Terry Eagleton (la traducción de Akal es de 2010) apareció originalmente en La Tempestad 80.


La literatura como estrategia

Como ocurre en Cómo leer un poema (2007), el título El acontecimiento de la literatura (2012) podría confundirnos sobre sus intenciones, especialmente al presentar la categoría de acontecimiento, hoy asociada fundamentalmente a la obra de Alain Badiou. Para el filósofo francés se trata de la reconstrucción conceptual de un evento local e histórico, definido con relación –pero no casualmente– a un «paralaje acontecimental» (la clase obrera, por ejemplo). En este sentido, es distinto a un hecho, que no necesita de una visión retrospectiva para ser reconocido. La única ocasión en que Terry Eagleton menciona a Badiou en su nuevo libro, sin embargo, es para colocar su concepto en la tradición secularizada de la doctrina de la palabra creadora, sugiriendo que guarda un parecido con la magia, el sacramento, la fantasía decimonónica o el anhelo de Kenneth Burke por «un acto puramente creador, original y gratuito, que no contemple nada más allá de sí mismo», cosa que dista de la idea de la literatura de Eagleton, una actividad con pies firmes en la realidad.

El crítico británico se distancia de Badiou con una de sus estrategias típicas: rastrea analíticamente las tradiciones en las que se enmarcan conceptos que utilizamos con frecuencia (así vincula posiciones radicales de la posmodernidad con la filosofía voluntarias medieval de Ockham o Duns Escoto). Quizá debamos leer el título como una provocación conservadora. Pero entendamos aquí «conservador» como aquel que retoma y reinserta momentos de la tradición (oculta o no) para juzgar el presente, una figura similar a la del coleccionista en Benjamin, que, por ejemplo, vio en Karl Kraus a un recolector de citas que manifiesta «no el poder de preservar sino el de purificar, el de arrancar de su contexto, de destruir». (Eagleton ahonda en esa figura en Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria, de 1981). La pregunta sartreana «¿Qué es la literatura?» señala con mayor claridad las intenciones de este libro.

Comúnmente la cuestión se ha enmarcado en el debate entre nominalistas y realistas. Aunque la afinidad con los realistas y el escepticismo ante los nominalistas son claros, Eagleton no comete la torpeza de identificar la pregunta por la literatura con una cuestión ontológica («¿cuál es la esencia de la literatura?»). Aún así, se opone a un panorama teórico en el que los nominalistas (comúnmente liberales humanistas) han ganado  terreno. Es decir, los teóricos que, como Stanley Fish, no son capaces de ver una diferencia específica entre el lenguaje ordinario y el literario (Eagleton mete en este saco también al Rancière de La palabra muda, quizás apresuradamente). Opta entonces por reconocer, sencillamente, que «la literatura» sigue funcionando como categoría y que una persona común es capaz de reconocer rasgos entre las obras literarias sin tener que recurrir a la metafísica trascendental (en ese punto acude a la noción «aires de familia» del Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas). Posteriormente propone y explica escolásticamente una taxonomía provisional de estos parecidos de familia, a saber: lo ficcional, lo moral, lo lingüístico, lo no pragmático y lo normativo, que forman una compleja serie de redes que se superponen y entrecruzan. No son rasgos necesarios para la literatura y puede ocurrir que algún otro tipo de acto de la palabra (como un chiste) posea alguno de ellos. Tampoco son definiciones precisas, lo cual no significa que se esté dando pie a la indeterminación. Tal vez algunos vean en esta actitud una especie de agua tibia, pero Eagleton vuelve a probarse como crítico cauteloso y prudente.

Los momentos más deleitables de este libro se encuentran en su escolástica, es decir, en la catalogación de las posiciones a favor y en contra de un problema, de la que se desprenden las mejores y se evidencian las peores. Al abordar lo ficcional, Eagleton enumera sin piedad algunos de los disparates que se han escrito al respecto. Así, Gregory Currie recalca que una interferencia es razonable cuando cuenta con un alto grado de razonabilidad, y Margaret MacDonald nos anuncia presurosa que las novelas de Jane Austen existen. La actitud se repite cuando busca apoyar sus argumentos. El más importante en este libro es que la literatura y la crítica literaria son estrategias para responde a nuestras preguntas (al escribir, los autores plantean y superan un problema). También en este aspecto Eagleton continúa en la estela de Aristóteles, quien señaló que sólo formulamos preguntas que y apuntan a sus respuestas. Una tradición que el inglés ve también en el Jameson de La cárcel del lenguaje, en Althusser y Foucault –quienes señalan que las preguntas aceptables determinan respuestas plausibles–, así como en Nietzsche y Marx. Al ver a la literatura como una praxis aristotélica, una actividad que no depende de factores externos, como podrían ser un dudoso reconocimiento o las regalías obtenidas por publicar un título, Eagleton insiste en su auténtico valor moral: la autodeterminación (socavando otros aspectos como la capacidad imaginativa que, suponen los liberales, es la habilidad que da pie a la empatía, olvidando graciosamente que también se necesita imaginación para ser cruel).

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Esta reseña de El acontecimiento de la literatura se publicó en La Tempestad 91.