Monday, November 29, 2004

En Acapulco uno piensa en:

Pensar que tu vida en ocasiones se asemeja a una película y que merece una banda sonora y que probablemente tendría un buen fin de semana en taquilla es algo propio del siglo XXI, ya no conocemos las contradicciones de los pensadores de la modernidad, del siglo XIX, hemos perdido esa visión de conjunto y poco a poco nuestras ironías y agudezas se refieren a lo estrictamente inmediato. Por esa razón cuando abro los ojos en un Mercedes que va a ciento sesenta kilómetros por hora sobre distintos asentamientos de una carretera donde reptan esporádicamente iguanas, me siento vivo y parte de algo que es a la vez melodramático y emocionante; la sensación de que el momento en que abro los ojos y confundo el reflejo de los controles del panel sobre las ventanas con las estrellas (porque es de noche) es demasiado cinematográfica para no evitar sonreír satisfecho.
La vida de los veinteañeros en realidad es mucho menos emocionante de lo que creen, decía Dave Eggers.
Esas visiones enormes y desérticas donde corremos a través de espacios abiertos y desolados sólo son paliativos. Correr cuesta abajo o pedalear cuesta abajo o sumergirse en el mar entrada la noche o esperar un atardecer naranja y morado es algo que podría aburrir a cualquiera, a la larga.
Me duele el pecho.
Y la espalda también. El dolor de la espalda es un ardor constante (por no haber usado protección solar), el del pecho es muscular y espero que se pase pronto. El de la espalda se explica fácilmente: todas esas horas que permanecimos dentro del agua con la espalda al sol y la vista en dirección al horizonte, la alberca estaba construída de manera que brindara esa ilusión donde, desde un punto específico, el mar no es sino la extensión de la piscina. El borde estaba alineado al horizonte y era ahí donde permanecí recargado, en la baba, durante horas, platicando sobre lo mismo una y otra vez.
Temas para discutir en la alberca: 1. Niñas. 2. Comida. 3. Escatología. 4. El tiempo pasado. 5. Esperanzas. 6. El Dasein Heideggeriano. 7. Más niñas.
Beber en Acapulco, desear en Acapulco, idear el fin del mundo en la playa, reír tirados al sol, durante un fin de semana.
Y también: ver pájaros negros bajar y levantar con sus picos pequeñas conchas de playa y beber del borde de la piscina. Parecen cuervos pero no son cuervos. Quizá hayan sido urracas. En el cielo un par de águilas revolotean una detrás de otra. "¿Son zopilotes?", pregunto. "No, aquí no hay zopilotes", me contesta. Y más tarde escuchar a un padre decirle a su hijo: "Hace rato, antes de nos viéramos, vi una cosa muy curiosa; un águila correteando a una paloma, ya le estaba dando alcance, volaban en círculos", aquí el padre hace pantomimia y representa el revoloteo en pánico de la paloma, "me fui antes de que la alcanzara". El hijo se ríe y yo escucho y pienso en mi amiga.
Antes de salir rumbo a Acapulco, hace cuatro días, la visité y le pedí un video que me iba a prestar. Platicamos unos minutos en la puerta. Le dije, al despedirme: "Te quiero", y ella sonrió sorprendida y pensé que se iba a quedar callada asi que di unos pasos atrás hacia mi coche cuando me contestó: "Yo también", y volvió a sonreír, como yo, una sonrisa ilusa a la que se añadió: "Te cuidas", y "Te portas mal", y "Fumas mariguana" y otras cosas que sabía que no iba a ser. No está en mi carácter.
Una semana antes le juré que en el fraccionamiento donde vivo hay águilas. Me creyó pero cuando subimos al tejado con unos binoculares y estuvimos mucho tiempo revisando árbol tras árbo, pareció decepcionada. Mis vecinos tenían una fiesta y podíamos escuchar gritos y risas. Creo que estaban viendo el fútbol. Espíamos la cocina un momeno, con los binoculares, y luego espíamos los niños que jugaban en el fraccionamiento y luego me preguntó si con esos binoculares espiaba a mi vecina, cosa que ella ya sabía, y también hablamos sobre cómo los hombres prefieren suicidarse con un balazo o tirándose de tejados, mientras que las mujeres, estadísticamente al menos, prefieren cortarse las venas o tomar alguna sustancia. Ninguno de los dos tenía ganas de hacer algo así. Ni siquiera escuchamos el chillido de los aguiluchos, no sé qué pasó, pero hablamos en cambio sobre las ventajas de tener unos binoculares con visión nocturna, en el que se incrementa la poca luz que se refleje de la luz o las estrellas, esa luz muerta resucitada en colores verdes y poderosos y oscilantes blancos, rodeado todo de una estática fosforecente y un poco fantasmagórica.
"Me gustan los tejados de las casas", me dijo, antes de bajar. La luz de noviembre, naranja y pesada, se estaba poniendo. Nos queremos. Somos amigos y somos parte de la vida del otro y nos queremos y vamos a morir y algunas estrellas ya no existen y la sociedad es una mierda y a veces me siento dentro de una película y veo películas, pornográficas, muchas, y pienso en águilas y visión nocturna y todas las herramientas biológicas que carecemos y necesitamos y nos queremos.

Sunday, November 28, 2004

Ahora

Tengo un malestar estomacal, para variar. Tengo la barbilla cubierta de pelos, son míos. Siento la cara arder y los movimientos peristálticos. Algo en el trópico no me va del todo bien. Sin embargo, me adapto.
Hoy la luna me dio algo en qué pensar. Regresábamos de Acapulco, Adolfo, su padre, Rodrigo y yo. En el auto, antes de cerrar los ojos y dormir vi que el cielo adquiría colores pasteles, azules y rosas. En una ocasión leí una metáfora que describía a la perfección ese tipo de cielo, el tipo de cielo atravesado por hebras de nubes, y cuando se lo dije a mi amiga Adriana se quejó de lo cursi. La metáfora es: "El cielo era como una explosión puesta en pausa". Por supuesto, la metáfora no es mía. Y no veo lo cursi. Quizá el cielo en sí y hablar sobre él sea cursi. Las metáforas son cursis, supongo. Todo es metáfora, decía Nietzsche; el lenguaje está plagado de ellas. Ha salido la luna, por ejemplo. Se ha puesto el sol. Una palabra es una metáfora, una representación, un tropo; el lenguaje no es sino una herramienta biológica. Dios no existe, sólo es un concepto. Todo es juego, el sentido se pierde en el horizonte. Oh, Nietzsche a veces era un poco bobo.
Cuando volví a abrir los ojos el cielo estaba estrellado y la luna estaba enorme, el velocímetro iba a ciento sesenta kilómetros por hora y se podía sentir el movimiento de los amortiguadores sobre los irregulares asentamientos de la Autopista del Sol. Nos estábamos moviendo. Cada vez que el auto amortiguaba lo resentía en mi estómago. Dos pepto bismoles tienen sus límites ante la irremediable contundencia de la diarrea. Sin embargo, el hombre hace lo que puede, se adapta, crea palabras. Nietzsche, Nietzsche, bigotitos Nietzsche. La misma luna que se recortaba detrás de cerros cubiertos de plantas había alumbrado a todos los muertos que están en la Historia. A todos. La misma luz de las estrellas ya había pasado por aquí. Esa luz salió hace años, millones de años, de esas estrellas. Probablemente alguna de ellas ya se haya extinguido pero aún vemos la luz que desprendió alguna vez y que ha tardado en viajar hasta nuestros ojos.
En lo que me puso a pensar la luna fue en una secretaria que en una ocasión me entrevistó. Yo buscaba un trabajo como profesor de inglés y que al final no obtuve por pereza. Mientras la secretaria imprimía un formulario revisé su cubículo. Con una tachuela había adherido una fotografía de la luna (la misma luna, siempre) a la pared de su cubículo desmontable. Le pregunté si la había tomado ella. No, un amigo, me contestó. Tiene equipo especial para tomar fotografías nocturnas, me explicó. Me pregunté si tenía esa fotografía ahí porque la había tomado su amigo o porque era una fotografía de la luna. No se lo pregunté a ella.
Mucho después de que hayamos muerto, esa luna estará ahí, como lo estuvo mucho antes de que estuviéramos aquí. Y eso, pues, supongo que no añade nada a mi vida en forma alguna. Creo que sólo tengo hambre y no diarrea.
Voy a checar ahora.

Friday, November 19, 2004

Seré sincero: le temo a los poetas. A la carne de cañón que son los poetas. A esas criaturas desesperadas y valientes que son los poetas. Dispuestos a quemar un poco más que su parte maldita, dispuestos a quemarse, de hecho, por su parte maldita. A esos son los poetas a los que les temo, a los que les da igual si son leídos o no son leídos por los mismos poetas desesperados. Les temo como a las serpientes que se tragan a sí mismas, a Moebius, a la sensación de infinito que uno tiene cuando se para entre dos espejos.
Una de esas poetas nos estaba hablando, a nosotros, que no somos tan desesperados, cuando se fue la luz en el lugar donde platicábamos y escuchábamos su voz desesperada. Siguió hablando, en la oscuridad durante un rato y la escuchamos sin verle la cara, y después escuchamos la voz masculina, la voz de bigotes de un compañero suyo (y los imaginé a ambos acostándose más tarde, en la buhardilla de alguno de los dos, o en la banca de un parque) y después la de otro de los poetas que fueron a presentarnos su revista.
Eso de andar con los ojos abiertos en el abismo es una cosa, que qué cosa.
Un poco como el pequeño opúsculo de Nietzsche, su Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, escrito que no publicó en vida porque entonces aún creía, más o menos, en Wagner y en Schopenhauer y en el romanticismo alemán (pero diablos, lo escribió).
Cuando volvó la luz los poetas siguieron hablando y sentí que iba a morir.
Realmente sentí que iba a morir, no estoy haciendo un trobo o una metáfora o una analogía en cualquiera de sus variantes; sentí un dolor físico e intenso que subía de mi brazo izquierdo a mi pecho; deseé que fuera mi pectoral y no mi corazón y comencé a sobarme el pecho (no sin ignorar el placer que esto producía, también, a la vez que el dolor se esparcía, sobre mi moreno pezón). Y entonces imaginé cómo sería caer sobre el entarimado del salón donde los poetas hablaban, ignorantes de mi imaginación, cómo sería el primer grito de sorpresa, o en su defecto, mi primer grito de auxilio. La verdad es que con estas personas, estos escritores o aspirantes a escritores o a aspirantes a la vida de escritores o de bigotudos o de hombres y mujeres (y señoras, sobretodo señoras) temerosos, no me llevo demasiado bien. Por un lado es la timidez, y por otro, veamos, ¿qué es precisamente? Oh, no lo sé; digamos que es la timidez y sólo la timidez. Entonces: generalmente no les hablo, eso está claro, y estoy sintiendo ese dolor intenso en el pecho, bien, y temo que de un momento a otro, sobretodo si no pasa el dolor, tendré que pedirle ayuda a alguien. Y no me atrevo. El temor animal es fuerte, sí, pero era más grande ese temor a pedirle a una de esas personas, de esas almas bellas, que me ayudaran.
Llamarían a una ambulancia mientras yo lucharía por no tragarme la lengua.
A alguien se le ocurriría ponerme su cinturón en la boca o su billetera, porque lo vieron en una película o simplemente por sentido común.
Y sería el centro del universo.
La poeta y sus amigos desesperados verían todo desde fuera, ajenos y pensando en cómo lo relatarían más tarde.
El dolor era casi insoportable, pero poco a poco me fui dando cuenta de que era muscular. Me sobé y sobé y fue menguando. Pero antes de que desapareciera me pregunté: ¿Quieres morir, joven? Y sentí miedo. Iba a morir, posiblemente, en ese precismo momento. Y luego: bueno, es normal tener miedo, pensé. Y luego: No vas a dejar a nadie llorando, es decir, a nadie realmente importante. Y también: es una lástima que nunca hayas tenido novia. Y también: ¿realmente? No, no realmente. No es tan grave. Nada es grave. Sólo es un temor animal, de separación, de moléculas que se disgregan, de carne.
Pero: la muerte debería ser algo frío, ¿no es cierto? Y esto es caliente, pletórico, lleno de sangre vive, de músculos que vibran. Quizá haya distintos tipos de muerte. Tibias, frías, heladas, ardientes. Un machetazo en la cabeza debe ser una de las muertes más candentes que hay.
El otro día soñé que la tierra se sumergía y que las aguas de los mares cubrían todo. El resto de la humanidad, los pocos, eran mexicanos todos y vivían en una cueva submarina donde aún había una enorme bolsa de aire. Y era una cantina. De vez en cuando se abrían unas compuertas para dejar entrar algo de agua (no sé precisamente para qué), pero no por mucho tiempo, pues además del agua se temía que entraran unos tiburones. El sueño estaba fragmentado o lo recuerdo fragmentado. El caso es que en otra parte del sueño (en otra escena) yo nadaba con un delfín al que de vez en cuando cacheteaba, como hago cuando estoy borracho. El delfín se enojaba y me mostraba sus dientes y entonces me daba cuenta de que no era un delfín, era otra cosa.
Creo que debo hacer más ejercicio y salir más de mi casa. Aún me duele el pecho.

Tuesday, November 16, 2004

Gotham Book Mart

Entre las cosas por las que noto el progresivo envejecimiento de mi padre está su olor. Su olor es distinto al de hace algunos años. Entonces, no lo notaba. Ahora un aire, no del todo desagradable pero que ya es algo presente, lo acompaña a todos lados. Al nacer todos nos hinchamos y comenzamos a apestar. Recuerdo el olor agrio de mi adolescencia, de mi pubertad, cuando me di cuenta, de que algo estaba cambiando (y que no pude constatar del todo hasta que mis hermanas me apodaron "El apestoso" y, con mayor impacto, cuando me comenzó a crecer pelo en las axilas y los testículos).
He estado todo el día aquí, sentado frente a mi escritorio. Interrumpí esto en dos ocasiones. La primera para comer y hace unos momentos que bajé para servirme una coca cola. Me gusta mucho la coca cola. Estoy trabajando en mi tesis. Hace unos minutos encendí mi computadora para distraerme un rato de George Steiner. Terminé su libro Errata, su autobiografía intelectual. En el penúltimo capítulo relata algunos de los viajes que ha hecho y recuerda con particular atención sus visitas a la librería Gotham Book Mart de Nueva York, en la calle 47.
Hace unos años, dos a lo más, mi psicoanalista me recomendó que visitara esa librería. Sabía que tenía planeado ir a Nueva York. Unos días después le dije que ya no iría más a la consulta. Él me preguntó porqué se lo decía así, enojado. Yo no había notado que yo estuviera enojado. Por un momento pensé que él estaba enojado y que se estaba proyectando, pero después recordé que era un profesional y que probablemente tenía razón. Le dije, de cualquier manera, que no estaba enojado. Ultimamente he estado jugando con la idea de volver.
Me duele la cabeza, ahora.
Cuando finalmente visité Nueva York olvidé a mi psicoanalista y lo que me había dicho. Una compañera de la carrera (porque entonces aún estaba en la carrera) me pidió que le consiguiera un libro de Hanna Arendt. Lo iba a usar para su tesis. Lo busqué en un Barnes and Noble y no lo encontré. La persona que me atendió me dijo, en inglés: "De todos los libros por los que han preguntado hoy, creo que ese es el mejor". "No es para mí", le contesté.
Y después me dijo: "Ah, creo que deberías de guardar ese secreto".
"One must be honest, one must be true of heart", le dije, citando a Eggers, pero con un tono con el que procuraba darle a entender que era broma, que en el fondo me daba igual y que si le dije, en efecto, que el libro no era para mí sólo se debió a que tuve un desliz. Afuera del horrendo Barnes and Noble la noche caía sobre Nueva York. Había mucho tráfico. Me dijo, entonces, que buscara en una librería que quedaba cerca y se fue a atender a otra persona. Bajé al sótano del Barnes & Noble y busqué otro libro que otra persona me había encargado. Un libro de Beckett. Lo vi. Lo tomé. Vi el precio. Me pareció elevado y lo devolví a su lugar. Regresando a México le dije a aquella persona que no lo había encontrado. Y después, arrepentido, le dije que sí lo había encontrado pero que estaba demasiado caro. Y añadí: "Estaba en una colección de cuentos, muchos de los cuales ya habías leído". Mi amigo no estaba enojado ni nada.
Al salir de la librería caminé un rato y comencé a sentir frío. Me perdí y entré a una calle donde habían muchas joyerías, todas estaban cerradas. Y entonces, recordé a mi psicoanalista y lo que me había dicho sobre la librería de viejo. Estaba en un barrio donde los judíos venden joyas, en una calle escoltada por dos enormes diamantes (dos farolas con forma de diamantes). "Muy padre", me dijo.
Caminé un rato y encontré la librería. Me emocioné porque había dado con ella por accidente. Entré y vi pilas de libros, amontonadas unas sobre otras. Sólo había un par de mujeres, negras y gordas, atendiendo la caja y un hombre grande forrado en un abrigo negro. Estaban platicando entre sí, riendo. Pregunté por el libro. No lo tenían. La señorita que me atendió se soltó a hablar sobre el libro y primeras ediciones. La escuché con atención y puse cara de "ni hablar". Volverían a tenerlo en un par de semanas. Yo ya no estaría en Nueva York, para entonces. Estuve husmeando un rato por la librería, en las paredes había fotografías de escritores, Joyce, Ezra Pound, T.S. Eliot y muchos que no reconocí. Algunas estaban firmadas. Robar un libro en Nueva York, como un desesperado. Correr por la calle fría de un barrio de joyeros, mientras dos gordas te persiguen, no es una buena idea. "No lo hagas", pensé. Y no lo hice. Además, una de las dependientes había tomado mi mochila al entrar (llevaba una mochila con muchos libros que compré en Brooklyn, y que había cargado todo el día; un libro no los valía; estaba agotado).
La librería Gotham Book Market es bonita. El tipo de librería que uno ve en las películas, donde bibliófilos buscan durante horas esperando encontrar un tesoro, como si fueran un personaje en una película de Polanski. El tipo de librerías que habitan el inconsciente colectivo, diría Bellatin. Grandes, colores ocres, polvo, anaqueles, libros pesados y nada de humedad.
En I. de Stephen Dixon (uno de los libros que llevaba en mi mochila, esa noche, y que aún no había leído) se habla sobre un escritor famoso, real, y una fiesta que tuvo lugar en aquella librería. Un coctel. Copas de vino tinto sobre columnas tambaleantes de libros. Un mal lugar para llevar a cabo un coctel, escribía Dixon. Y cuando lo leí, me emocioné, como me emocioné hoy, cuando leí en el libro de Steiner la referencia. Fue tanta mi emoción, tan estudiantil, que subrayé el texto y luego me sentí satisfecho y un poco tonto. Estar tanto tiempo en casa me hace mal y siento que no avanzo en mi tesis.

Saturday, November 13, 2004

Un poco de optimismo

Mi padre cumplió sesenta años el día de hoy. Desayunamos juntos. Mi madre no lo felicitó por la mañana y cuando mi padre se lo echó en cara más tarde, mi madre se lo reprochó. Mi madre a menudo se queja de aparecer como una mala persona en nuestros relatos y anécdotas. Como familia, tenemos relatos y anécdotas.
Desayuné un huevo revuelto con salmón y un bagel con queso filadelfia. Mi padre pidió unos huevos revueltos con queso y rajas y frijoles que no se comió porque no le gustaron. Yo había olvidado que era su cumpleaños, también. Cuando vi a mi hermana felicitarlo con un abrazo, la emulé. Y después nos sentamos en un restaurante, solos, y comimos más o menos en silencio. Creo que estaba preocupado por algunos asuntos de trabajo. Una amiga alguna vez me dijo que me parecía a mi padre. No sé si fue una crítica o un halago o un comentario que dijo sólo porque habíamos pasado mucho tiempo en silencio.
Ha comenzado a envejecer, mi padre. A menudo me dice: "Envejecemos", como si fuera un personaje en una novela francesa contemporánea.
Mis hermanas y mi madre no nos acompañaron durante la mañana. Una de mis hermanas está a punto de casarse y unas amigas de mi madre decidieron hacerle una despedida de soltera. Hay muchas mujeres en mi vida. Vivo en un mundo feminino, de cohesión. Mi mente es masculina, separa.
Anoche bebí con un amigo y hablamos sobre el amor que nos falta. También vi a mi amiga y le hablé sobre lo mismo. Ella, por otro lado, está enamorada de su novio y es feliz. Cada vez que su novio y yo nos saludamos nos miramos a los ojos y nos tratamos con cortesía. Mis dos hermanas están enamoradas también. A veces sufren. Mi madre tiene amor en su vida. Mi padre está viejo.
Yo leo y escribo y me regodeo en el sentimiento de tener la razón.
También: a veces lloro por las noches.
Y esto: soy un obseso del sexo.
Y esto: le temo a la soledad.
Y esto: me río de mí mismo y de mi temor a la soledad y la importancia que le doy al sexo.
Pero: sigo temiendo.
Lo que debes hacer, me dijo mi amiga, es dejar de buscar. Cada vez que puedo, la toco. Es una fuerza muy grande la que me mueve, casi una necesidad, cuando estoy con ella, a tocarla. Es un sentimiento suave y agradable, placentero, pacífico y conciliador. Sus sonrisas envueltas en niebla, también lo son. Evidentemente aún no estoy listo para dejar de buscar. Me imagino que se necesita una especie de desesperación, de desesperanza, de anulación. Volverme una especie de zombie anodino.
Planeo escribir un cuento que lleve el título "La noche de los muertos vivientes", trataría sobre la resurrección de Jesucristo.
He soñado mucho últimamente. Me gustaría ir a fiestas.
Esto también se me pasará.
Hoy, después de desayunar con mi padre, fui a la peluquería y escuché una conversación entre un peluquero y uno de los clientes. Hablaron mucho tiempo sobre los Rolls Royce. Mientras hablaban yo procuraba poner atención a lo que decían porque más tarde, pensé, le hablaría a alguien sobre esta conversación. Yo nunca hablo con mis peluqueros. Procuro no discutir con personas que manejan instrumentos punzocortantes.
Amo.
Cultivo esperanzas.
Las riego con fracasos.
Me masturbo.
Mucho.

Sunday, November 07, 2004

Listas

A continuación una lista de algunas palabras cuyo significado fingía conocer y que no fue hasta hace poco que lo supe.

1. Chabola --choza, casa pequeña, "chabolismo".
2. Tropo --sinécdoque o metonimia (o metáfora) en cualquiera de sus variantes.
3. Bulo --noticia falsa propagada con un fin específico.
4. Erinia --pinzas.
5. Proscenio --escenario, o la parte frontal de un escenario.
6. Oleaginosas --es adjetivo, aceitosas podría decirse también.
7. Lipotimia --algo así como un desmayo, en todo caso, la pérdida del sentido y del movimiento repentino.
8. Lasitud --falta de fuerzas.
9. Pleitesía --sometimiento o una muestra reverencial de cortesía.
10. Pletórico, que es como me siento ahora y la mayor parte de las veces que me siento vivo.

Friday, November 05, 2004

Ciclismo

Hace tiempo cené con una amiga, con mi amiga, con la única amiga, en un restaurante japonés. Era un restaurante muy pintoresco, decorado con ilustraciones de personajes de manga japonés y en el baño, sí, con soft hentai muy provocativo. Cuando salimos del restaurante, dimos una vuelta en auto por el paseo Reforma y nos topamos con un hotel, un hotel muy bonito que se llama Emporio. ¿Viste ese hotel?, me preguntó. ¿Qué hotel?, le dije. Ese de allá, me dijo. No. No lo había visto, así que di una vuelta en u, prohibida, a toda velocidad. Si a ella le gustaba un hotel, habríamos de ir a ver ese hotel. Era de noche y estábamos riendo. En el fondo, quizá influido por películas de hollywood o libros malos de norteamericanos tontos, esperaba que nos fuéramos quedar ahí. Esperaba entrar y pedir una habitación, sostenerle la manos mientras subíamos a nuestra habitación, abrir la puerta y encender la luz. Pero, por supuesto, no ibamos a pasar la noche juntos, en el hotel Emporio, sólo nos estacionaríamos un momento fuera, lo veríamos, esos ventanales enormes, los candelabros y los muebles de madera, y concluiríamos, en efecto, que el hotel estaba bonito.
Es extraño, esto de mis esperanzas. A pesar de tenerlas, sé que no se realizarán.
Hoy, al menos medio año después, volví al hotel Emporio, pero muy temprano por la mañana. Recogí al profesor Volpi, el gran filósofo italiano, y lo llevé a la universidad Panamericana, donde trabajo y donde él daría una conferencia. ¿Sobre qué? No lo sé. En el auto platicamos un buen rato sobre Hegel --esa montaña que no puedes mover, dijo-- sobre Heidegger, Cioran --me contó algunos chismes curiosos sobre la inauntenticidad de Cioran, sobre su moral pequeño burguesa-- y Kundera, a quien pronto conocerá. La próxima semana, dijo. Sobre Kundera me dijo algo acerca de su francés inferior y esa extraña decisión de Kundera de escribir en francés. Me hizo pensar en Beckett. Le dije algo sobre Beckett y luego sobre Steiner y estuve a punto de preguntarle sobre Houellebecq.
Pero no lo hice.
A Volpi yo no lo conocía. Sólo de vista. Y es un gran tipo. Un buen tipo. Es gracioso, también. Hace poco conocí a otra persona que conoció a Houellebecq. "Es una diva", me dijo. Son personas, éstas. Y están en el mundo. Viven. Apestan, de vez en cuando. Sin embargo, todas me parecen lejanas, envueltas en una niebla.
Es extraño.
Rodrigo y yo estuvimos envueltos en una niebla. Pedaleamos un rato, era temprano por la mañana, y más adelante en el camino nos encontramos con el cadáver de una vaca. Apestaba y estaba hinchada. Detrás, donde debería estar su culo, había un agujero del tamaño de un balón de fútbol soccer. A Volpi, Franco Volpi, le interesaba saber si a mí me gustaba el soccer. Casi un deporte nacional, ¿no?, me preguntó, con su marcado acento. Sí, casi un deporte nacional, le contesté, comenzando a hablar como él. No sé por qué me pasa eso. No, le dije, a mí gustar el ciclismo de montaña.
"Oooooh, ciclismo de montaña. Deporrrrte muy completo, ¿no?"
"Deporte muy completo, sí."
Rodrigo, uno de mis grandes amigos ciclistas, también conoce de vista y oídas a Volpi. Lo imita a la perfección. Bajamos a toda velocidad por una vereda, rumbo a Cuernavaca, hace unas semanas, y con un perfecto acento germano-italiano, grita: "¡Shiopenagüer divisó el inconsio!" Escucho esto y el metal de nuestras bicicletas zumbando en el aire. Estamos vivos y estamos felices, casi no pensamos en la filosofía, mientras pedaleamos cuestabajo. Pensamos en nuestra mortalidad.
Estamos nerviosos, por supuesto.
En una de las bolsas de la mochila que llevo sobre la espalda, además de cámaras de neumático de respuesto, herramiento, granola y gatorade, llevo un pequeño librito. Se titula Sobre el sentimiento de inmortalidad en la juventud. Es mi talismán. Necesito un talismán. Porque temo.
Estamos solos en el bosque y yo no llevo guantes ni casco (los olvidé, estúpidamente, en la camioneta del amigo que nos hizo el favor de subirnos al Ajusco, nuestro punto de partida) así que temo, cada vez que me caigo, quebrame el craneo.
Mis manos, hacia el final del recorrido descendente de cuatro horas, están deshechas. Aún dos días después haría una pequeña mueca de dolor, cada vez que cerrara el puño.
Pero este no es el temor que nos asalta, no. Es otra cosa, está en el aire. Fue hace un par de semanas, tengan eso en cuenta. Y el día de muertos era próximo. A pesar de que no podíamos ver la luna a esa hora de la mañana, era como si estuviera ahí, llena y naranja, como las lunas de los últimos días de octubre. Era un ambiente lúgubre.
Hay una pintura, de Victor Calderón. O Miguel Calderón. Creo que es Miguel. La pintura representa a una banda de hermanos, montados sobre cuatrimotos, con el pecho desnudo y la cara cubierta con máscaras de Halloween. Son máscaras de gorilas y monstruos. La pintura, decía Calderón, estaba inspirada en una noticia que escuchó hace tiempo, de un grupo de hermanos que violaban a las mujeres y los hombres que se aventuraban a caminar demasiado dentro de los bosques del Ajusco.
Pues bien, eso está en mi cabeza mientras pedaleamos en el bosque.
Y otra cosa: un zombie con una sierra eléctrica, estoy casi seguro, aparecerá detrás del siguiente árbol.
De la siguiente curva.
En el siguiente valle.
En la siguiente colina.
Detrás de esa roca.
También vimos un gato negro, sentado a la mitad de una vereda. Antes de que llegáramos hasta él, se levantó y caminó hasta desaparecer entre la hierba. Sobre nuestras cabezas, metros arriba, había águilas volando. Parecían zopilotes. Pero no hay zopilotes en el Ajusco, ¿cierto? Oh. No lo sé. Parecían águilas.