Sunday, December 25, 2005

Historias de amor

En 1956, este mismo día, 25 de diciembre, murió Robert Walser y le tomaron una fotografía a su cadáver tendido sobre la nieve. Uno de los libros que me gustaría leer en esta semana que tengo de vacaciones es Historias de amor, de Robert Walser, una pequeña compilación que no estuvo en sus manos, pero que sacó hace poco Siruela. Por alguna razón, no me parece de mal gusto que el libro lleve la fotografía de su cadáver en la portada.
Me gustaría decir que estuve pensando en esto mientras intentaba desaparecer mientras veía el Sena, al atardecer. Que escribí varios poemas y que algunos de ellos los aventé al agua y otros los escondí en la Biblia de mi anónima habitación. Que en las playas construidas en algunas de las partes del Sena, a pesar del frío y con un acto de valentía y exhibicionismo, varios homosexuales se tendían en tangas a merced de los últimos rayos del Sol. Pero probablemente ahora París esté nublado y tal vez haya lluvia, no lo sé. Me hubiera gustado haber pasado algunos de mis días de vacaciones ahí, visitando museos para, una de dos, descubrir que estaban cerrados o advertir cómo las personas se detenían un momento ante una obra de arte, hacía una pose de estar interesados y, sin más, caminar a la siguiente obra de arte. Todos con cara de que lo disfrutan enormemente. También me hubiera gustado comer en un restaurante japonés, ser el único cliente, dejar que los meseros me invitaran a su mesa después de un rato, al descubrir que nadie me acompañaría en mi cena de navidad.
¿Qué es lo que más recuerdo de Lejos de Veracruz? La frase Rey del mambo y al mayor de los hermanos Tenorio que pasaba mucho tiempo en su casa con pos de escritor, escribiendo sobre viajes que nunca realizó, enfundado en una bata roja, fumando una pipa. Tal vez debería fumar una pipa. Prender una chimenea. Salir a pasear con mi perra, envuelto en mis pensamientos.
¿Qué es lo que más recuerdo de You shall know our velocity? La velocidad. El brinco que hacen los personajes de un árbol a otro árbol. La boda en Cuernavaca. El museo de memorias que está oculto bajo una verde colina. Las apresuradas compras antes de partir. Tal vez debería volver a hacer un viaje en compañía de mis amigos.
Tengo sed.

Friday, December 23, 2005

París, mismo día.

En la planta baja del edificio en el que se encuentra el hotel hay un pequeño restorán japonés del cual suben olores y ruidos de cocina que se me antojan muy acogedores. Debo subir una escalera de la calle para llegar a la "recepción" (un escritorio con un señor amarillento que lleva en una libreta un registro de las personas que entran, salen y qué habitación ocupan), así que cada que entro y salgo del hotel, paso por el restorán. Siempre imagino que la persona que está parada afuera (un japonés canoso que habla un buen inglés y un buen francés y seguramente masca el español), me va a invitar a pasar. Tal vez cene ahí esta navidad.

París, otro día.

Por supuesto, mi amiga sabía muy bien que no estaba en mi caracter hacer cosas motivado por un fuerte espíritu de aventura. Así que no está en mi caracter irme de Roma a París en el tren nocturno y gastarme, definitivamente, los ahorros que destinaría para El Inquilino. Así que no tomaría el tren nocturno ni conseguiría cama porque, como era de esperarse, el tren estaría atiborrado con turistas como yo y buenas y sensibles personas que quieren llegar a París para navidad. De ser así, por supuesto, sería un suplicio. En algún momento de la noche, que pasaría en un pasillo entre dos mochileros que ocuparían todo el espacio disponible con sus sleeping bags extendidos, entraría la policía de customs con sus perros y sus laptops y me pedirían mi pasaporte --que, seguramente, no encontraría porque estaría hasta abajo de mi mochila, una jodida mochila que habría de haber organizado en ningún momento por estar corriendo de un lado a otro. Estas cosas, de haber estado en mi caracter tomar el tren nocturno Roma-París, sucederían más o menos cuando estuviéramos cruzando los alpinos.
De ser un joven emprendedor, una persona que sale al mundo y no se queda encerrado en su cuarto en Roma, pasaría horas medio dormido en el tren hasta que el sol entrara como una explosión puesta en pausa por los ventanales de los pasillos y buscaría, probablemente, un asiento libre en otro de los compartimientos donde terminaría, de nuevo, You shall know our velocity. Conocería a un australiano que se llamara Dirk. Le preguntaría, estúpidamente, si conoce a Diana Palaversich, una australiana lectora de Bolaño y amiga de Villareal, un amigo; pero, por supuesto, a menudo olvido que Australia, la isla, también es un continente. Así que Dirk me vería un poco con cara de "No, después de todo Australia es un país enorme". Así que cambiaríamos de tema, si yo estuviera ahí, y le preguntaría sobre la sobrepoblación de liebres. Y le contaría sobre la sobrepoblación de tejones en China (Xian Yang) que intentaron solucionar criando ¡águilas! Así que eso, irremediablemente, nos llevaría a Dirk y a mí, al problema de la sobrepoblación de águilas que tienen ahora algunos pobres chinos. Reiríamos horrores. Y Dirk estaría visitando a su novia en París. Y guardaríamos silencio. Y luego comeríamos algo, el sándwich de queso frío más caro del universo, en el bagón-comedor.
De animarme, me hubiera despedido de Dirk, casi sin querer, en la estación y caminaría hacia Mont Martre donde vería un bonito amanecer. Luego buscaría un hotel que se acomodara a mis precios en el barrio latino y me obligaría a preocuparme hasta más tarde por cambiar mi boleto y por hablarle a mis padres y explicarles porqué no estaría en México para Navidad. Mis padres se enojarían, me gritarían o se sentirían muy desilusionados y esperarían que estuviera de vuelta para año nuevo. Seguramente eso harían. Así que, sabiendo esto, la preocupación por hablarles no sería demasiada y me dispondría a buscar el nuevo libro de Houellebecq en alguna de las librerías de Saint Germaine (la de Taschen aún no estaría abierta), pero no lo encontrarías, así que compraría uno de sus libros de poemas (La sense du combat), que, por supuesto, no entendería y seguramente tendría que regalárselo a alguien.
¿Vería el Sena? Sí. ¿Me emocionaría? Un poco. ¿Me sentiría parte de una novela? No hasta dar con la calle Veneu. ¿Cómo sería este sentimiento? Ligero, pasajero, vano.

Lista

Algunas cosas que llevo en mi mochila:

1. Pasaporte.
2. Cinco ñoñísimas mudas de ropa interior térmica.
3. Tres boxers.
4. Pantalón de mezclilla.
5. Pants.
6. Tres playeras.
7. Camisa.
8. Dos libros que ya leí.
9. Una barra de granola a medio comer.
10. Diccionario Italiano español, que no abrí.
11. Diccionario Francés Español, que no he abierto.
12. Guía turística de París.
13. Medallita de San Francisco de Asís.
14. Recibos.
15. Travellers Check (en realidad no los llevo en la mochila, sino en una especie de bolsita).
16. Reloj.
17. Tarjeta telefónica para llamadas internacionales que no he conseguido utilizar.
18. Un deseo ardiente por pasar penurias literarias.
19. Pedazo de boleto de Eurail.
20. Boleto de avión que aún debo cambiar.

Wednesday, December 21, 2005

Assisi-Roma, cuarto día.

Anoche decidí que no había nada realmente a lo que tuviera que regresar en Roma, a no ser mi anónima y desocupada habitación de la Villa Tinorio, así que decidí tomar una habitación muy barata en un hotel que se llama Dei Priori, aquí en Asís. El hotel está en un edificio que, con sus constantes remodelaciones, ha conseguido estar en pie desde 1400. Los nacimientos iluminan la mayoría de las calles y hace mucho, mucho frío. Pero, por alguna razón, no me parece tanto como en Roma. Traigo mi único abrigo, ropa interior térmica (cinco mudas en total), y varias capas de playeras --un solo suéter. La mejor época para visitar, entiendo, es en verano así que no hay demasiados turistas. Debo decir que, también a diferencia de Roma, Assisi es un lugar muy alegre y espiritual.
Ayer, después de comer en la estación me subí a un camión que trajo a unas cuantas personas al pueblo. Se paró en tres ocasiones distintas antes de llegar a Assisi --al final sólo quedó una pareja de japoneses, o de chinos (no sé distinguirlos, es terrible pero cierto), y cuatro chicos sudamericanos. En realidad, un chico y tres niñas a quienes preferí no dirigirles la palabra. Como equipaje llevaban pequeñas maletas cuadradas, de esas que parece tienen todas las aeromozas y pilotos, esas que, por alguna razón, exasperan cuando las vemos rodar por los aeropuertos. Exactamente cómo rodarían las rueditas subiendo por la gran puerta medieval que da entrada al pueblo y a través de las calles empedradas, lo ignoro. Visité muchas iglesias, comprendí más o menos por qué se puede ser santo aquí y vi a Dios. No lleva barbas blancas ni batas largas, es más bien como una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. No es un Dios sangrante ni crucificado. Es más bien como una mente que engendra la palabra y persevera en la unión. Me compré una pequeña medallita con la imagen del santo.
Cuando conseguí la habitación subí de inmediato y abrí una ventana y dejé que el frío me pegara en la cara. Abajo, un grupo de frailes (franciscanos) tenían a varios muchachos sentados en un círculo. Distinguí entre ellos a los sudamericanos. Estaban jugando algo, era como encantados, no sé, el caso es que tenían que correr alrededor del círculo y volver a su lugar antes que otra persona lo ocupara. Parecía divertido y debí haber bajado, pero me sentía muy cansado. Y algo triste. No sé por qué. Extraño a Mariana. No había televisión en mi cuarto.
¿Qué estoy haciendo aquí?, me pregunté por la noche, acostado. "Estás buscando de qué escribir", me dije con una voz que no era la mía, "crees que el único tema que vale la pena no es el amor ni la muerte, sino el viaje o la persecución". Y después me callé un rato. Y me agregué: "Estás buscando a Dios". Pero Dios es aquel a quien la mente sólo conoce en la ignorancia, me dije, la tiniebla que permanece en el alma después de toda luz, un amor que en cuanto más se posee más se esconde, el único que vive del pensamiento de sí mismo. Y dormí tranquilo.
Hoy el sol entró como un grito y vi un cardenal rojo en la ventana. Casi no me la creía. De las treinta y cuatro habitaciones, de los cuatro pisos del pequeño hotelucho, el cardenal había decidido posarse en mi ventana. Tal vez lo mandaron poner ex-profeso. Cuando estaba listo para salir, supe que la única razón o explicación de mi viaje y que se está comiendo todos mis ahorros y que probablemente me enemiste con mi familia durante varios meses, es que una amiga me dijo que no tenía un espíritu aventurero.
En el tren de vuelta a Roma, decidí que mañana tomaré un tren a París. Toma como día y medio, es más barato que el avión y me alejará de una vez por todas de esta jodida ciudad. Aunque tal vez debería tomarlo por la noche, así dormiría al menos la mitad del trayecto. Tendré que cambiar mi boleto de avión para el regreso a México. A nadie le importa, en estos cuatro días nadie me ha escrito preguntando por mí.
O bueno, sí, un amigo me dejó un mensaje aquí. Creo que fue Julián. Opina que debo ir a Nápoles a visitar al Dr. Pasavento. Según yo el Dr. Pasavento estaba en la Patagonia. No lo sé. Yo iré a París y visitaré, entre otras cosas, la Rue Vanue.

Tuesday, December 20, 2005

Asis!, tercer dia.

Acabo de comer una pizza en el pequenio Dominos Pizza de la estacion y he tomado el camioncito que lleva a Assisi, o como se escriba. He estado buscando un teclado en el que hayan enies y acentos, como en el del hotel de Roma, pero no hay nada. Por tanto, no escribire demasiado sino hasta en la noche ya que regrese a la ciudad. En el tren, un viaje de una hora y un cachito, termine finalmente Lejos de Veracruz por segunda vez. Tambien: revise mi correo y parece que a nadie le importa que me haya ido tan de improviso de la ciudad. A ver que encuentro a mi regreso.

Monday, December 19, 2005

Roma, segundo día.

Sigo en el hotel. Supuestamente mañana miércoles no va a llover y estará muy despejado. Pero puta madre, pinche frío. Y lo peor: no me pude ir a Asís. Toma sólo una hora en tren (en la línea que va de Roma a Ancana), pero no conseguí boletos sino hasta mañana. Seguramente si hubiera ido a la estación lo habría hecho, pero estuvo lloviendo todo el día y no me desperté hasta pasadas las dos de la tarde. De todas formas, un español muy amable que atiende en la recepción de aquí (o que al menos habla con acento de español), me registró para uno de los trenes que salen mañana por la mañana --sale uno cada hora. Me explicó que la semana pasada se terminó la recolección de la oliva en Asís y que durante esta semana se celebra algo que se llama "el buen samaritano de la carretera", pero no me explicó en que consistían las festividades. El pueblo estará prácticamente muerto hasta el día 24 con las liturgias solemnes, los conciertos de música navideña y los nacimientos que se ponen en todo el pueblo (para entonces ya estaré de vuelta en México).
Desayuné, almorcé: Un huevo duro. Un jugo de naranja. Un café (muy bueno). No había prácticamente nadie más en el comedor, lo cual se me hizo muy raro. Los camareros me veían como si tuviera la peste.
Ahora no tengo sueño, es cerca de la medianoche y tengo ganas de salir. Toda la tarde me la pasé en el cuarto de hotel buscando, sin éxito, pornografía en los canales del hotel. Por alguna extraña razón, y a diferencia de otras ciudades de Europa, en Roma no hay pornografía en la televisión abierta. Leí un poco de You Shall Know Our Velocity pero pronto lo dejé porque me llené de envidia. Ni ganas me dieron de abrir el Vila-Matas, así que fui a la ventana donde vi pasar las motonetas en la lluvia durante un rato. "Me hubiera traído Una novelita Lumpen de Bolaño", me dije. Pero seguramente tampoco la hubiera leído. Me acordé de que el día en que fui a casa de mi novia para despedirme (¡apenas hace tres días!), me dijo, casi como una confesión, que cuando se sentía triste iba a Gandhi a comprarse un libro. Bromeamos sobre el tipo de libros que uno compra cuando está triste. La última vez se llevó Crimen y castigo y La náusea. Se me va a acabar el tiempo de la tarjeta prepagada --tienes que pagar unos cuatro euros por una tarjeta de veinte minutos en la recepción. Mañana, Asís.

Sunday, December 18, 2005

Roma, primer día

En uno de los primeros años de primaria, recordé en el avión a Roma, uno de nuestros profesores nos enseñó cómo escribir números romanos. Comenzó con el I, luego con el II y luego con el III. Parecía sencillo, así que cuando nos preguntó si alguien sabía cómo escribir el número cuatro en números romanos, yo me aventuré y dije, "Yo sé", me levanté de mi pupitre, tomé el gis que me extendía y escribí en el pizarrón:
IIII
Otro compañero se levantó después de que me regresaran a mi asiento y escribió en el pizarrón:
IV
Y el profesor lo felicitó porque su padre le había enseñado algo que yo no sabía. Es uno de los primeros recuerdos que tengo en los que me siento tonto. Y en eso pensaba cuando, por otro lado, en el vuelo trasatlántico, veía cómo una chica despertaba a un chico para preguntarle si se acordaba de ella. Unas horas antes ambos habían platicado largo y tendido sobre la vida y del porqué iban a Europa. No escuché mucho porque estaba haciendo como que leía (retomé You shall know our velocity!, el único libro, junto a Lejos de Veracruz, que tomé en las prisas para el viaje), pero parecía que se entendían bien. Era ese momento en el vuelo en que todo mundo está muy despierto y la luz entra por las ventanas y las bebidas se están repartiendo. Pero horas más tarde, cuando todo mundo está dormido y las persianas abajo, es comprensible que el chico le haga gestos a la chica, gestos muy amables pero que quieren decir: No, no me acuerdo de tí, por favor déjame dormir. Ay, todo empieza y termina tan rápido.
Llegué al aeropuerto de Roma como a las cuatro de la tarde en un estado similar al del sonambulismo. Tal vez por eso decidí tomar un taxi pirata en lugar de los que te ofrecen ahí afuera, en el aeropuerto, lo cual contribuyó enormemente a que me estafaran y me cobraran demasiados euros sólo para que me llevaran al hotel Villa Tinorio (donde estoy ahora, en el "centro de negocios" --un cubículo con fax, conexión inalámbrica y varios teléfonos). El hotel está a unas cuadras del Coliseo, según vi más o menos en el trayecto. El taxista tenía tapado el taximetro con una cajita de cartón que no quitó sino hasta que llegamos. Esa tarde, dormí un chingo y cuando bajé a cenar ya habían cerrado el comedor. Tuve que salir hace como media hora buscando un súper donde me compré unas como papas fritas que no sabían a nada y una coca cola. Me caga Roma. No sé qué hago aquí. Es todo sucio y hostil y caótico. Es como si estuvieras visitando el DF por primera vez desde provincia. Entiendo que la gente no llega a caudales sino hasta finales de la próxima semana (para entonces ya no voy a estar). Hace un frío del carajo. ¿Ganas de ir al Vaticano? Ninguna. ¿Por qué? Porque ya lo conozco. ¿Coliseo? Tampoco. ¿Necesidad de haber conseguido un hotel barato y céntrico? Inexistente. ¿Me la estoy pasando bien? Más o menos. Mañana iré a Asis, he decidido.

¡Divertidísima lista!

Partes de mi cuerpo que preferiría perder antes de perder mi estómago:

1. Mi brazo izquierdo.
2. Mi pierna derecha.
3. Mi brazo derecho.
4. Mi pierna izquierda.
5. Mis dedos.
6. Mi pelo.

Partes de mi cuerpo que preferiría perder antes de perder mi capacidad de escribir:
1. Mi pelo.

Partes del cuerpo de mi vecino que le arrancó uno de sus pacientes durante una de sus consultas psiquiátricas:
1. Sus ojos.

Saturday, December 17, 2005

King Kong, reseña.

La versión de Jackson de King Kong es una buena película, deberían ir a verla. Yo la vi en uno de los cines de la cadena Cinépolis, al norte de la ciudad de México. En realidad, fuera de la ciudad de México, en una de esas ciudades dormitorio que están llenas los sábados. La sala, por supuesto, estaba casi a su capacidad máxima y me costó trabajo encontrar lugar, pues no buscaba lugar sólo para mí sino para la persona que me acompañaba. Temimos que nos tocara hasta adelante, donde seguramente terminaríamos con un dolor de cuello o donde, de haber sido un show de animales acuáticos entrenados, como el de Shamú en Waterworld, nos hubieran mojado. Pero no era un show de animales acuáticos entrenados, era una película y duraba bastante, y sabíamos esto, así que era necesario que encontráramos un buen lugar para disfrutarla y como habíamos entrado más o menos tarde (en parte por mi culpa y mi manía de comprar, tenga o no tenga sed, un refresco a la entrada del cine), era una tarea difícil. Finalmente, en el flanco extremo de la sala dimos con unos asientos. A la derecha, de frente a la pantalla, daban con un muro. A la izquierda, a una pareja que estaban muy acaramelados. Ella, que vestía de blanco y era gordísima, tenía sus pies postrados sobre las butacas. "Estás muy lejos de casa Guillermo", me dije a mis adentros. Temí por un momento que no llevara los zapatos puestos. Procuré no fijarme y preguntarle, sin titubear, si estaban apartando los lugares sobre los que había puesto sus patotas. No, no los estaban apartando. Bajó las piernas y nos sentamos a tiempo para ver cómo iniciaba todo.
Las personas que estaban sentadas inmediatamente detrás de nosotros no pararon de hablar durante toda la película. Mi acompañante olía muy bien. El descansabrazos estorbaba.

Tuesday, December 13, 2005

Pizza

Hoy inyectaron a Refu porque desde hace tiempo una pequeña infección le ha llenado el hocico de granos. Cuando nadie me ve, le doy besos en la boca a Refu. Permito que me lama y la lamo a cambio. Sin embargo, a mí no me ha pasado ninguna infección. Lo lógico sería pensar que yo le he pasado la infección; pero la verdad es que he estado mintiendo. En esto, más o menos, estaba pensando mientras calentaba un trozo de pizza y observaba a Refu a través de la puerta de la cocina. Siempre que hay pizza en casa Refu aparece a través de la puerta y me observa como el perro de La cosa, completamente inmóvil, como si supiera algo, como si un ser vivo, extraterrestre y hostil viviera en su interior.
A veces, cuando pido una pizza demasiado grande y estoy solo en casa y tiro los trozos que no me comí pues calentarlos después, para cenar o desayunar, me da flojera; cuando pasan estas cosas, decía, Refu quita la tapa del basurero, abre la caja y se da un pequeño festín. Es muy hábil mi perra. Tal vez no debería comer pizza, tal vez le haga daño, pero lo hace y ya no puede parar. Discutí al respecto con Sandra, la chica que nos ayuda en la casa a cambio de un pequeño, pequeñísimo sueldo --sin prestaciones, pero con techo y comida-- y a Sandra le dio mucha risa. No sé por qué.

Monday, December 12, 2005

Desesperación

Águilas, águilas, águilas.

Thursday, December 08, 2005

El paseo

Anoche estacioné el auto sobre el empedrado, junto al parque y caminé hacia la librería, al otro lado de la calle. Escuché mis pasos y noté que mis zapatos rechinaban. Imaginé, por un momento, que tenía una prótesis, una pata de palo y caminé con esa idea en la cabeza, entre los árboles del parque, caligráficos contra el cielo de noche. Muy bonito, pensé, caminas y piensas en literatura, pensé. Al llegar a la librería no encontré los libros que buscaba pero compré otro par de libros. Vale la pena mencionar Guardianes de la intimidad, una traducción de un libro de Eggers que ya leí (no lo compré para mí) y Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz. Lo empecé anoche, en la cama.

Monday, December 05, 2005

El tamaño sí importa

Entre más pequeñas son las actualizaciones que hago a mi bitácora electrónica más comentarios me dejan los amigos que me dejan comentarios. En ocasiones, incluso, recibo comentarios de personas que no conozco. Kafka, Walser y probablemente Musil, ante este describimiento comenzarían a escribir textos inacabables, densos y deliberadamente aburridos.

Sunday, December 04, 2005

Lumpen

Estuve pensando en varias cosas mientras se cargaba el programa que me permite escribir aquí. Intenté recordar qué era aquello que quería escribir. Pensé primero en cómo cada vez escribo menos y sólo me dedico a escribir aquí, en mi bitácora electrónica, o en mi diario, que tiende a aburrirme. Cuando tiende a aburrirme, dejo de escribir en él. Pasa uno o dos días sin que escriba, ahí; lo cual está bien, pues consigo escribir algo acá. También pensé en cómo insisto en llamar a esto bitácora electrónica en lugar de blog, lo cual, en realidad, sólo hago para hacerme el interesante. Cuando escribo aquí o en mi diario siento como si escribiera con ambas manos (de hecho, lo hago, pero creo que la gente que lee esto sabe lo que quiero decir; quiero decir que escribo con dos voces distintas, como si utilizara mi mano derecha y mi mano siniestra, igual que el autor de Peter Pan). Me creo mucho porque escribo, la verdad cada vez me someto a esa idea que leí en el periódico el otro día, una idea de Houellebecq o que Houellebecq también comparte; que uno necesita creerse un buen escritir para avanzar, pues no es suficiente con ser admirado. De hecho, uno en realidad desearía no ser admirado. Recuerdo que una chica que me rompió el corazón (¡oh!, lloré tanto y caminé por la playa mientras me desgarraba las vestiduras, y encontré a Dios, y perdió a Dios, y volví a encontrar a Dios después del drama), en lugar de decirme que me quería, decía que me admiraba. No tuve el valor de decirle que era otra cosa la que yo quería. Sabía que, cuando me lo dijo, si hubiera abierto la boca sería sólo para llorar (¡oh! ¡La humanidad! ¡La separación y el vacío! ¡Nada tiene sentido!). La otra cosa que recordé mientras el programa se cargaba, que en realidad es una persona, es a Pablo Soler y cómo él considera mejor escribir a mano que a máquina; o a máquina que a computadora. Entiendo sus razones. Mario Bellatin, por otro lado, opina que es mejor escribir a máquina (o a computadora, da igual), que a mano; lo cual, también lo comprendo. Al respecto, un recuerdo: estoy en Venecia y todo huele muy mal porque es verano y hay agua estancada en algún lugar de la ciudad. Camino por el puente de la academia y veo a un chico recargado contra una mochila que parece estar llena de muchas cosas y veo, también, que escribe en un pequeño cuaderno, muy bello el cuaderno, el tipo de cuaderno en el que uno gustaría estrenarse como poeta. Y debajo de sus anotaciones, veo que sigue con el dibujo de un edificio que está al otro lado del canal. Es un buen dibujo, en tinta.
Total, que me gustaría escribir en un cuaderno. Pero no lo hago.
También me gustaría leer sólo libros gordos, como lo hace Soler, pues los chicos siempre me dejan con ganas de más (un poco como la vida cotidiana); pero no tengo los ánimos para sentarme a leer, no sé, La montaña mágica que, por cierto, dejé en la página cuya primera línea, al menos en mi edición, dice: "Un perro --dijo entre dientes Gaenser-- no querría más tiempo vivir así". Me paré para revisarlo.

Friday, December 02, 2005

Sobre desaparecer

Lo más difícil de escribir, opino, es creer que uno es un buen escritor. No hay manera de avanzar sin esta pequeña mentira. Zagal, mi jefe y mentor en más sentidos de los que estamos orgullosos en reconocer, recuerda que durante un vuelo una persona que se dedicaba a vender terrenos y que estaba sentada a su derecha se asomó a ver lo que escribía y le preguntó: ¿Es usted escritor? Esta pregunta traía ese tonito, esa especie de admiración disfrazada de incredulidad. A Zagal le dio un poco de vergüenza decir que sí, pues después de unos momentos, en su cabeza, reconoció que escribía y que, lógicamente, había publicado alguno que otro libro. Tengo la extraña fortuna de no verme en la posición, a menudo, en la que debo contestar a lo que me dedico. Usualmente, digo que estudié filosofía. Esto desconcierta suficientemente a las personas como para que no insistan. Sin embargo, no todo mundo es tan impresionable, así que cuando insisten me veo obligado a decir que me gusta escribir y que a eso me quiero dedicar. También hablo sobre mis labores como asistente de un catedrático y procuro terminar hablando sobre lo que hace mi jefe, Zagal, para ganarse la vida. Y así, poco a poco desaparezco y no tengo que poner la labor de escritor en un pedestal. Ultimamente he estado pensando en Walser y los anónimos medievales y en Kafka y en extraña manera en que, sin poder controlarlo, frunzo el ceño mientras escribo.

Lo positivo es positivo

Estaba en San Francisco en la caja de un Barnes and Noble comprando un libro sobre Chris Ware y su arte cuando recordé, primero, que en una de las novelas de Ware, la única que he leído, se le llamaba a este tipo de librerías como Barnes and Ignoble, entonces empecé a sonreír, primero, por esto y, segundo, porque la otra cosa que iba a comprar era la última película de Wes Anderson. Y esto, pues, me poníade buenas. También llevaba un par de discos de Elliot Smith, una colección del mejor humor de McSweeneys, la peor novela de Nick Hornby (How to be good) y las ganas de comprarme el memoir titulado Oh The Glory Of It All! que tuve que comprar varios meses después. Ay, el dinero.
El chico de la caja, un tipo similar a mí en algunos aspectos y distinto en otros, me preguntó si me había gustado la película de Wes Anderson. Sí, le dije. A mí no tanto, me dijo sin que le preguntara. Pero, continuó, creo que tiene un estupendo gusto musical. Yo también creía esto, pero no se lo dije porque el opinar sobre casi cualquier cosa en casi cualquier espacio no es una de las cosas que compartíamos, este muchacho y yo.
Más tarde, esa noche y de vuelta en el hotel, abrí una de las revistas que había comprado en otra librería de San Francisco, una extraña librería que había sido decorada como si fuera el interior de un barco pirata. La revista traía una entrevista con Karen O, la cantante de los Yeah yeah yeahs! En algún momento dado la entrevistada opinaba que los blogs estaban plagados de un entusiasmo y una extraña necesidad por ser el primero en hablar sobre algo. Todo se volvía reseñable, aquí, en las bitácoras electrónicas. Desde entonces procuré hablar cada vez menos sobre los últimos libros que había leído, la última película o la última novedad. Es difícil. La entrevistaba la vocalista de Sleater Keane, quienes abrieron el año pasado a Pearl Jam. Y pues muy bien, anoche vi de nuevo la película de Wes Anderson con Mariana, en una de las salas de televisión más oscuras que existen, y mientras hacíamos esto, me puse a pensar en la música de las películas de Anderson, en esa canción de los Zombies que ponen cuando se muere el supuesto hijo de Zissou y después en Pearl Jam a quienes volveré a ver porque soy un animal de costumbres e iré en compañía de mis amigos y de Mariana, a quien, por otro lado, esto de Pearl Jam no le entusiasma demasiado, ¿pero qué se le va a hacer? Nada por supuesto, porque todas estas cosas son cosas buenas y agradables y que nos harán mejores personas o al menos adormecerán el peor de nuestros lados y lo mantendrán latente, bombeando pequeñas dosis de malicia, la suficiente como para no amargarnos la vida y la suficiente como para que nuestra bondad no parezca una especie de resignación sino un movimiento positivo, ascendente y que congela al acto.