Thursday, August 27, 2015

Una vigilia sin esperanza


Un hombre sin nombre, un detective, sueña. Es una pesadilla. Ha bebido demasiada ginebra y láudano. En el sueño busca a una mujer a través de las laberínticas calles de los eeuu. Tras el recorrido imposible, agotado, la encuentra en una estación de tren. Se besan. No es agradable pues una multitud los observa y ríe. Tiene otro sueño. Está en una ciudad extraña y busca a un hombre al que odia. Lleva consigo un cuchillo. La hoja brilla en la oscuridad. Tiene la intención de matar a ese hombre. El hombre es pequeño, moreno y usa un sombrero enorme. Lo encuentra en una plaza, junto a un edificio. Una multitud los mira. Suenan campanas de una iglesia. Lo persigue hasta el techo del alto edificio, desde donde se arroja. Alcanza a tomarlo por la cabeza pero ambos caen, alegremente, mientras pelean. Ahí termina ese sueño pero la pesadilla no: el detective descubre al despertar que en su mano tiene el mango de un picahielos, roto. A su lado, el cuerpo de una mujer con el resto del picahielos enterrado en su pecho izquierdo. Está solo. La casa en silencio. La recorre. Nadie parece haber forzado la entrada y no faltan dinero ni joyas. La casa es de la mujer. La noche anterior habían discutido. Con un pañuelo borra las huellas del mango que tenía en su mano y de los muebles que probablemente tocó, así como del pomo de la puerta principal, cuando sale sin hacer ruido. Sinceramente no sabe si ha asesinado a la mujer pero sabe que no podrá resolver el caso, pues está en medio de un caso, sin la esperanza de que no haya sido así.
      El hombre sabe que debe enfrentarse a la esperanza de que no está implicado en el crimen.



Todo eso ocurre en “El decimoséptimo asesinato”, capítulo veintiuno de la novela que inauguró el género negro: Cosecha roja (1927) de Dashiell Hammett, uno de los pilares del noir como lo conocemos hoy (junto a la obra de Raymond Chandler, James Cain y Ross Macdonald). La novela de Hammett, sabemos ahora, representó una ruptura con el relato clásico policiaco (inaugurado por Poe, popularizado por Chesterton, Conan Doyle y Agatha Christie) que terminó por considerarse un modelo reaccionario y burgués, donde miembros de una clase acomodada y elitista se dedicaban a solucionar casos criminales que veían como meros pasatiempos intelectuales, a menudo a la distancia, desde la seguridad de un estudio o una biblioteca (el lugar común exigía que los culpables fueran mayordomos, ex presidiarios o parias; y la policía invariablemente resultaba inepta: todo debía dejarse en manos de los detectives privados o aficionados). El género, por insistencia, se volvió formulaico y la tradición inglesa se consideró agotada. De ahí la vigorizante y fresca aparición de los primeros relatos de Hammett, y otros autores norteamericanos, en Black Mask, a finales de la década de los veinte del siglo pasado, cuyas secuelas formales se aprecian a la fecha en la literatura negra (con sus frases telegráficas y su ritmo acelerado). No era raro que entonces se insultara el trabajo de los escritores del hard-boiled con lo que se consideraba un halago: «Es un maestro de la novela de detectives, sí, pero también es un gran escritor». ¿Ese tiempo ha quedado atrás? ¿No albergamos aún la duda sobre el valor inventivo de una obra que se desarrolla en un género tan codificado?
La novela negra, como apunta Mempo Giardinelli en su El género negro: orígenes y evolución de la literatura policial y su influencia en Latinoamérica (2013, una versión revisada de su título de 1984) ya no es desdeñada por el monstruo legitimador de la academia, donde «no había sido estudiada debidamente a pesar de ser una narrativa capaz de apasionar a millones de lectores en todo el mundo y de movilizar una enorme industria editorial». De la aprobación de otro monstruo legitimador, el mercado, no hace falta hablar (festivales dedicados al género se celebran en todo el mundo, las mesas de novedades y las librerías de aeropuerto están inundadas de novelas negras, y existen incontables series televisivas y filmes que son consumidas por el gran público). Incluso más allá de la parodia y el homenaje un espectador exigente no tendrá dificultad para encontrar obras de calidad. Cabe preguntarse: ¿es algo más el noir, entonces, que un género popular, de consumo masivo?
En una entrevista reciente, Ricardo Piglia, quien memorablemente dirigió, entre 1968 y 1976 (cuando se popularizó el neo-noir), la Serie Negra en Buenos Aires, sugirió que se trata de un género con cierto impulso utópico: «Es un artefacto imaginario que nos tranquiliza porque todo se arregla, la cuestión es que la realidad no es así. Si somos más realistas es preciso escribir una novela policial donde la resolución del conflicto sea menos nítida». Por supuesto, no es ésta una utopía arriesgada, de imaginación radical (como la que se encuentra en la ficción especulativa y de la que ha escrito Fredric Jameson) sino una especie de bálsamo ante la realidad, que de alguna forma desactiva una visión auténticamente crítica.



El realismo, se ha insistido, va de la mano del noir. Por ello, se argumenta también, los personajes heroicos son cada vez más escasos. Hammett, quien fue un activista anti-fascista, miembro del Partido Comunista y fue perseguido por el macartismo, imaginó en sus novelas a varios protagonistas heroicos (Sam Spade habría de convertirse en el más popular gracias a sus encarnaciones en el cine). En ello Hammett fue imitado por el melancólico Chandler, el creador del “detective-filósofo” Philip Marlowe: una de las reglas que se autoimpuso el californiano, educado en Inglaterra, dicta que «el criminal nunca puede ser el detective. Esta es una vieja regla. Por esta razón: el detective por tradición y definición es el buscador de la verdad. Y es una amplia garantía para el lector que el detective siempre esté en su lugar». Una regla anterior de Chandler –consignada en sus cuadernos de trabajo rescatados por Frank MacShane en 1976– reza que la novela «debe ser realista, tanto en los personajes, como en escenarios y atmósferas. Debe tratarse de gente real en un mundo real».


                                                                     Ladrón (1981, Michael Mann)


Hoy el ethos del neo-noir, atrapado a ratos entre la parodia, el homenaje y la nostalgia, ha mostrado que las convenciones del género se han degradado para mostrar una supuesta contradicción en esas dos reglas: en un mundo realista, se concluye patéticamente, no existen los héroes. De hecho, no existe posibilidad alguna de esclarecer el crimen, pues es sistémico, el rostro oscuro del proceso y la civilización. Así, es imposible que el lector no se sienta involucrado o desamparado ante lo que lee, como juez, parte y víctima: en un palabra, que se descubra implicado. De ahí que las narrativas oscuras sirvan como ilustraciones de sistemas cerrados donde es imposible obtener la ventaja del observador neutro (tan similar al detective privado a la Sherlock Holmes), uno de los ejes que se desprenden de la ontología orientada al objeto (como la ecología oscura de Timothy Morton, propia de la catástrofe ecológica en la que estamos implicados, en esta oh bella época, el Antropoceno; más al respecto en lt 99). El mundo, descubrimos de pronto, está poblado por hiperobjetos, como las redes tecnológicas, el monitoreo global y las conspiraciones imposibles de abarcar por un solo individuo, y que ahora pueblan parte del imaginario del noir contemporáneo (esa ¿evolución? temática se percibe, por ejemplo, en el amplio arco que va de la notable Ladrón, de 1981, pasando por la excelente Fuego contra fuego, de 1995, hasta la fallida Blackhat: amenaza en la red, de 2015, todas de Michael Mann). Se ha dado por sentado una extraña identificación entre el realismo y un régimen económico particular. Si como señaló el búlgaro Bogomil Rainov en La novela negra: arte y literatura (1978) «la historia del régimen capitalista es la historia del incremento gradual, pero invariable, de la delincuencia», el neo-noir ha concedido, como nos informa lapidariamente el lema promocional de la segunda temporada de True Detective, que tenemos el mundo que nos merecemos. Es este tono fatalista y en última instancia nihilista lo que distingue al hard-boiled que surgió en la década de los treinta del siglo pasado al que ahora nos ha acostumbrado la cultura popular.
Se trata de una degradación que despoja al género de sus inicios utópicos: un hombre despierta de un mal sueño para descubrir que el punto de vista se ha desplazado del interés por la verdad a la posición de la víctima. No hay duda, esperanza ni crítica alguna, sólo un amasijo de carne que responde a estímulos de dolor: un estupor perverso, nunca ingenuo. Es algo que ya había adelantado, alarmado, George Orwell. En su ensayo “Raffles and Miss Blandish”, donde revisó la “evolución” de la obra de E.W. Hornung –de presentar a Raffles, un caballero ladrón, a escribir novelas sensacionalistas “realistas”, donde se regodea en la violencia efectista, pornográfica– se ve obligado a preguntarse: ¿qué es el realismo? Es la doctrina, indica Orwell, que dicta que el poder y la fuerza tienen la razón. En el mismo ensayo, Orwell elabora una de las críticas que constantemente se le hacen al género, su función escapista. Sobre las novelas de crimen escritas durante tiempos de guerra, anotó: «Era, de hecho, una de las cosas que sirvió para salvar a la gente del aburrimiento de ser bombardeada […] se da por sentado que una bala imaginaria es más emocionante que una bala real».
Ante la tesis de que el noir contemporáneo no es un género reaccionario por ser verosímil y por apegarse a la representación de la historia del crimen, por no mostrar sino al mundo que conocemos y en el que vivimos, debe realizarse una pregunta: ¿no abogar sino por la estabilidad de ese mundo donde el crimen es la constante y sólo es posible la fantasía masculina de la reivindicación individual, no es, precisamente, contrarrevolucionario?

Este ensayo apareció originalmente en la edición 103 de La Tempestad.

Tuesday, August 25, 2015

Menipo entre nosotros



A sesenta años de su publicación original y a más de dos décadas de haber sido traducida a nuestra lengua es momento de volver a preguntarse por el lugar que ocupa Los reconocimientos, de William Gaddis (Nueva York 1922 -1988) en la literatura norteamericana. En la contratapa de la reedición de 2012, publicada por Dalkey Archive, leemos que Jonathan Franzen la considera «el texto prototípico de la ficción de posguerra» y la «primera gran crítica cultural que, incluso si Heller y Pynchon no la hubiesen leído al componer Trampa-22 y V., logró anticipar el espíritu de ambas».
Es un gesto simpático: citar a Franzen en lo que parece un elogio, si tenemos en cuenta que las citas están tomadas de su ensayo “Mr. Difficult” (o Sr. Difícil), subtitulado “William Gaddis y el problema de los libros difíciles de leer” (fue publicado el 30 de septiembre de 2002, en el New Yorker). En el ensayo Franzen explica por qué se ha desencantado de uno de sus héroes de juventud, obligándose a tomar una postura ante los dos modelos de relación existentes (de acuerdo con Franzen) entre una obra de literatura y su “audiencia”. Por un lado, explica el norteamericano, se encuentra el modelo de estatus en donde «el valor de una novela, incluso una novela mediocre, existe independientemente de cuantas personas son capaces de apreciarla». El otro modelo es contractual: «Escribir supone un balance entre la expresión personal y la comunicación con un grupo, sin importar si el grupo consiste en entusiastas de Finnegans Wake o fanáticos de Barbara Cartland. Todo escritor es ante todo un miembro de una comunidad de lectores, y el objetivo principal de la lectura y de escribir ficción es sostener un sentido de vinculación, de resistirse a la soledad existencial: una novela sólo merece la atención del lector siempre y cuando el autor pueda mantener su confianza». Creo que no le arruino a nadie la sorpresa de saber por qué modelo se decanta Franzen, miembro del club de lectura de Oprah y considerado el “gran novelista norteamericano” vivo por la revista Time, y cuyo penúltimo libro consiste en pararse sobre los hombros del satírico apocalíptico Karl Kraus.
Pero el ensayo de Franzen sí da cuenta de la importancia que tiene Gaddis y “su escuela” (no fue una escuela ni fue suya) en la literatura norteamericana actual (o, para ser más precisos, en su gran industria editorial) que parece haber reaccionado a esa literatura “difícil” (¿de vender?). La cuestión no es que la obra de Gaddis sea ilegible o incapaz de comunicar, sino que no busca representar la realidad del mundo mecanizado norteamericano, como ahora se acostumbra, sino satirizarlo. En este sentido la obra de Gaddis reinaugura un momento que tal vez comienza a desvanecerse en el mercado, donde se reivindica la sátira manipea, dirigida no a personas individuales, sino a formas de pensar, a enfermedades del intelecto (como ha señalado Steven Moore); un momento en el que la inteligencia aún se resistía a la prolongada decadencia de Occidente y al desencantamiento del mundo.
La pregunta por las influencias es compleja en el caso de Gaddis. Durante su primer ciclo de recepción los críticos insistieron en comparar la novela con el Ulises de James Joyce. No es difícil comprender por qué: como el Ulises, Los reconocimientos exige relecturas dada su riqueza de alusiones. Pero fue una comparación que durante mucho tiempo irritó a Gaddis (la mayoría de las menciones a Joyce en sus cartas –reunidas en The Letters of William Gaddis, editadas por Moore y publicadas en 2013– son para mostrar el extrañamiento del autor con la comparación). De una carta de Gaddis a Jeanne G. Howes (quien preparaba una tesis sobre Los reconocimientos) fechada el 8 de marzo de 1972: «Recuerdo una pieza muy ingeniosa de hace unos años, de una publicación de Wisconsin, donde se establecía con tal minucia la deuda de Los reconocimientos con el Ulises que comencé a dudar de mi firme recuerdo de nunca haberlo leído, aunque fue un problema que acosó al libro desde el inicio, supongo que debido a una cita en la contratapa donde se hacía la comparación y a la cual muchos reseñistas se aferraron con alegría».
Además, el reconocimiento de las influencias es una de las obsesiones que recorren a la obra de Gaddis. Temáticamente vuelven las variaciones, las obras derivativas, las copias, los plagios, los fraudes, etcétera. Formalmente, especialmente en el caso de Los reconocimientos, las alusiones eruditas y satíricas son constantes; la autofagocitación también es típica: como en Los reconocimientos, en Gótico carpintero (1985) una parodia de la novela gótica [ver lt 84], encontramos la canibalización de la vida del autor, encarnada en el Sr. McCandless, alter ego de Gaddis; en Su pasatiempo favorito, de 1995, se incorpora una obra de teatro sobre la Guerra Civil de los eeuu que Gaddis abandonó (en la desternillante novela su “protagonista” pelea derechos de autor: cree que una película hollywoodense se ha robado su argumento); la novela póstuma Àgape se paga, de 2002, es la reestructuración de un largo ensayo que Gaddis nunca terminó, sobre la historia de la pianola.
Los reconocimientos emula el modelo de la novela decimonónica. Así, la historia inicia contando cómo fue que el protagonista, Wyatt Gwyon llegó a la vida (aunque durante gran parte de la novela, Wyatt desaparece): con la historia de sus padres. Ya se presenta ahí el problema de la repetición (el cadáver de la esposa del reverendo Gwyon es enterrado en el monasterio franciscano de Nuestra Señora de la Otra Vez); el de la parodia  (al regresar a los eeuu, en lugar de una esposa el reverendo lleva un simio); así como el de la falsificación (Wyatt paga sus estudios vendiendo una copia de Los siete pecados capitales de El Bosco; posteriormente se dedica a falsificar obras maestras; su madre había muerto por la impericia de un polizón que se hacía pasar por un médico).
En el centro de la novela, una pregunta: ¿cómo lograr el reconocimiento en una cultura «incrustada de falsificaciones, información falsa y basura»? Cito a Steven Moore, quien señala en su artículo “Parallels, Not Series” que a esa misma tarea se enfrenta Oedipa, la protagonista de La subasta del lote 49, la novela breve de Thomas Pynchon de 1966. Las metáforas de los espejos, los dobles, incluso los triples, abundan, como ocurre también en V., la primera novela de Pynchon (cuando se publicó, varios críticos creyeron que había sido escrita por Gaddis, bajo seudónimo). Vale la pena leer el artículo de Moore (publicado en el número 11 de Pynchon Notes, de febrero de 1983, que puede leerse en línea) donde se muestra que si ambos autores llegaron a conclusiones similares sobre la decadencia de Occidente y a cómo tratarla desde la ficción se debe a que, como otros autores de la misma constelación (por mencionar pocos: John Barth, Don DeLillo, Donald Barthelme, ¿tal vez David Markson?), bebían de la misma tradición que sospecha de las bondades del progreso, la ética protestante o el éxito en un mundo finito.

Este texto, escrito a propósito de la publicación de Los reconocimientos en Sexto Piso, apareció en La Tempestad 103.