Tuesday, September 28, 2004

Los Celos

Hay un cuento de Quim Monzó que se titula Los celos y que no tiene nada que ver con lo que contaré a continuación. Muy probablemente lo que relataré a continuación no tenga nada que ver con nada, ni con los celos ni con alguna gasolinera perdida en Veracruz. Quizá sea conveniente (¿para qué o para quién?) cambiar el título del presente texto.
Ay, pero no lo haré.
La pereza.
Exactamente qué es lo que uno desea de los demás, no lo sé. Pero siempre es algo. Me pregunto si habrá manera de vivir absolutamente solo, de ser una voz en la que no exista una referencia a otro, nunca. Un hombre en una cabaña, siemre imagino así la soledad, que mucho después de enfermarse de fiebre o de vomitar de tanto estar deprimido, finalmente, comience a contar algo, el paso del tiempo. Una voz en la oscuridad. Un hombre que no se sienta a escribir ni abre la boca para poderse escuchar, sólo una voz en la oscuridad. En su cabeza. Esta voz no es la de una persona que busca una computadora en un ciber café o en el centro de cómputo de su universidad, una computadora sola pero conectada a la red, no la busca ni se sienta junto a una chica que probablemente estudia derecho y odia a su insistente compañero que le pide ayuda en una tarea. Esta voz en la oscuridad no espía a lo lejos, estanterías más allá, a estudiantes de filosofía ni a mujeres con las que alguna vez ha hablado, pero ya no, porque es demasiado tímido. Quizá esa voz que imagino a veces escucha el pasar del viento, afuera de su cabaña en la montaña, el ulular de las lechuzas (cuando pienso en la soledad también imagino lechuzas; nunca águilas, extrañamente) y se siente lejos de todo, y se sabe lejos de todo, y comienza a temblar. Y este es el peor mal que sufre, ni un dolor de muelas, ni demasiada hambre, sólo un ligerísimo temor. No desea a una niña que salta hacia una computadora, así que no sufre por eso, ni desea tener una pareja, como las que tienen otras personas, en ese ciber café, o ese centro de cómputo de la universidad, no desea discutir Aristóteles ni las distintas categorías kantianas.

Ahora, me pregunto: Si esa voz solitaria estuviera ahí, en ese ciber café, o en esa universidad, y viera a una señorita vestida con una chamarra rosa, ¿se le acercaría? ¿Le preguntaría su nombre? ¿Le diría que hace unas semanas, antes de que ella entrara al primer semestre de filosofía, la vio comer en un restaurante de mariscos con su familia?

Sí, lo haría.

Esto es lo que haría. Cesaría actividades. Aunque fuera un correo electrónico a su hermana que está a punto de casarse, aunque fuera una actualización a su blog en internet, se detendría y se pararía y caminaría hasta ella. Se aclararía la garganta y no, eso no haría, no se aclararía la garganta, la garganta la tendría clara y su voz se escucharía clara y distinta. Le diría: "Hola, te he visto por aquí. Por la universidad. ¿Estás en primer semestre, verdad?" Y ella voltearía a verlo y le contestaría que sí, y le preguntaría su nombre. No. No se lo preguntaría. Porque ya lo sabría. Lo sabría porque hace unos días escuchó su nombre, en los pasillos de la facultad de filosofía. Así que ambos conocerían el nombre del otro. Y después, cuando le preguntara si quisiera algún día salir a tomar un café, ella lo vería y mediría por un momento y diría que sí, que con gusto. Y hablaría con verdad.

Pero esa voz no está aquí. Está en otra parte, en un bosque oscuro, y no sufre por las mujeres, ni escucha águilas.

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