Friday, November 05, 2004

Ciclismo

Hace tiempo cené con una amiga, con mi amiga, con la única amiga, en un restaurante japonés. Era un restaurante muy pintoresco, decorado con ilustraciones de personajes de manga japonés y en el baño, sí, con soft hentai muy provocativo. Cuando salimos del restaurante, dimos una vuelta en auto por el paseo Reforma y nos topamos con un hotel, un hotel muy bonito que se llama Emporio. ¿Viste ese hotel?, me preguntó. ¿Qué hotel?, le dije. Ese de allá, me dijo. No. No lo había visto, así que di una vuelta en u, prohibida, a toda velocidad. Si a ella le gustaba un hotel, habríamos de ir a ver ese hotel. Era de noche y estábamos riendo. En el fondo, quizá influido por películas de hollywood o libros malos de norteamericanos tontos, esperaba que nos fuéramos quedar ahí. Esperaba entrar y pedir una habitación, sostenerle la manos mientras subíamos a nuestra habitación, abrir la puerta y encender la luz. Pero, por supuesto, no ibamos a pasar la noche juntos, en el hotel Emporio, sólo nos estacionaríamos un momento fuera, lo veríamos, esos ventanales enormes, los candelabros y los muebles de madera, y concluiríamos, en efecto, que el hotel estaba bonito.
Es extraño, esto de mis esperanzas. A pesar de tenerlas, sé que no se realizarán.
Hoy, al menos medio año después, volví al hotel Emporio, pero muy temprano por la mañana. Recogí al profesor Volpi, el gran filósofo italiano, y lo llevé a la universidad Panamericana, donde trabajo y donde él daría una conferencia. ¿Sobre qué? No lo sé. En el auto platicamos un buen rato sobre Hegel --esa montaña que no puedes mover, dijo-- sobre Heidegger, Cioran --me contó algunos chismes curiosos sobre la inauntenticidad de Cioran, sobre su moral pequeño burguesa-- y Kundera, a quien pronto conocerá. La próxima semana, dijo. Sobre Kundera me dijo algo acerca de su francés inferior y esa extraña decisión de Kundera de escribir en francés. Me hizo pensar en Beckett. Le dije algo sobre Beckett y luego sobre Steiner y estuve a punto de preguntarle sobre Houellebecq.
Pero no lo hice.
A Volpi yo no lo conocía. Sólo de vista. Y es un gran tipo. Un buen tipo. Es gracioso, también. Hace poco conocí a otra persona que conoció a Houellebecq. "Es una diva", me dijo. Son personas, éstas. Y están en el mundo. Viven. Apestan, de vez en cuando. Sin embargo, todas me parecen lejanas, envueltas en una niebla.
Es extraño.
Rodrigo y yo estuvimos envueltos en una niebla. Pedaleamos un rato, era temprano por la mañana, y más adelante en el camino nos encontramos con el cadáver de una vaca. Apestaba y estaba hinchada. Detrás, donde debería estar su culo, había un agujero del tamaño de un balón de fútbol soccer. A Volpi, Franco Volpi, le interesaba saber si a mí me gustaba el soccer. Casi un deporte nacional, ¿no?, me preguntó, con su marcado acento. Sí, casi un deporte nacional, le contesté, comenzando a hablar como él. No sé por qué me pasa eso. No, le dije, a mí gustar el ciclismo de montaña.
"Oooooh, ciclismo de montaña. Deporrrrte muy completo, ¿no?"
"Deporte muy completo, sí."
Rodrigo, uno de mis grandes amigos ciclistas, también conoce de vista y oídas a Volpi. Lo imita a la perfección. Bajamos a toda velocidad por una vereda, rumbo a Cuernavaca, hace unas semanas, y con un perfecto acento germano-italiano, grita: "¡Shiopenagüer divisó el inconsio!" Escucho esto y el metal de nuestras bicicletas zumbando en el aire. Estamos vivos y estamos felices, casi no pensamos en la filosofía, mientras pedaleamos cuestabajo. Pensamos en nuestra mortalidad.
Estamos nerviosos, por supuesto.
En una de las bolsas de la mochila que llevo sobre la espalda, además de cámaras de neumático de respuesto, herramiento, granola y gatorade, llevo un pequeño librito. Se titula Sobre el sentimiento de inmortalidad en la juventud. Es mi talismán. Necesito un talismán. Porque temo.
Estamos solos en el bosque y yo no llevo guantes ni casco (los olvidé, estúpidamente, en la camioneta del amigo que nos hizo el favor de subirnos al Ajusco, nuestro punto de partida) así que temo, cada vez que me caigo, quebrame el craneo.
Mis manos, hacia el final del recorrido descendente de cuatro horas, están deshechas. Aún dos días después haría una pequeña mueca de dolor, cada vez que cerrara el puño.
Pero este no es el temor que nos asalta, no. Es otra cosa, está en el aire. Fue hace un par de semanas, tengan eso en cuenta. Y el día de muertos era próximo. A pesar de que no podíamos ver la luna a esa hora de la mañana, era como si estuviera ahí, llena y naranja, como las lunas de los últimos días de octubre. Era un ambiente lúgubre.
Hay una pintura, de Victor Calderón. O Miguel Calderón. Creo que es Miguel. La pintura representa a una banda de hermanos, montados sobre cuatrimotos, con el pecho desnudo y la cara cubierta con máscaras de Halloween. Son máscaras de gorilas y monstruos. La pintura, decía Calderón, estaba inspirada en una noticia que escuchó hace tiempo, de un grupo de hermanos que violaban a las mujeres y los hombres que se aventuraban a caminar demasiado dentro de los bosques del Ajusco.
Pues bien, eso está en mi cabeza mientras pedaleamos en el bosque.
Y otra cosa: un zombie con una sierra eléctrica, estoy casi seguro, aparecerá detrás del siguiente árbol.
De la siguiente curva.
En el siguiente valle.
En la siguiente colina.
Detrás de esa roca.
También vimos un gato negro, sentado a la mitad de una vereda. Antes de que llegáramos hasta él, se levantó y caminó hasta desaparecer entre la hierba. Sobre nuestras cabezas, metros arriba, había águilas volando. Parecían zopilotes. Pero no hay zopilotes en el Ajusco, ¿cierto? Oh. No lo sé. Parecían águilas.

1 comment:

Anonymous said...

si, que miedo esa pintura, que además aparece en una peli de wes anderson...