Tuesday, October 18, 2016

Los límites de la prosa

En su ensayo "¿En el nombre de qué?", Giorgio Agamben, a la sombra de Heidegger, observa que, a la falta de un Dios en cuyo nombre pueda afirmarse o defenderse el pensamiento, el poeta y el filósofo han decidido hablar en nombre de la lengua. Se evoca entonces a Hölderlin (insisto, aquí también Agamben se desenmascara como un estudiante devoto), a Canetti y a Celan como pensadores en toda forma. Es, me parece, una afirmación que esconde una estrategia: se sugiere que el filósofo (especialmente el continental) también puede ser un poeta, o bien un escritor en toda regla o, al menos, un estudiante en el sentido que Agamben le otorga en otro de sus ensayos, anterior, "Idea del estudio": «La última y más ejemplar encarnación del estudio en nuestra cultura no es el gran filólogo ni el santo doctor. Es, más bien, el estudiante, como aparece en algunas novelas de Franz Kafka o Robert Walser. Su prototipo es el estudiante de Herman Melville, que se sienta en una habitación de bóveda baja, "que en todo se parece a una tumba", con los codos apoyados en las rodillas y la frente entre las manos. Y su figura más extrema es Bartleby, el escribiente que ha dejado de escribir». Lo que une a estos estudiantes es la idea de que, incluso tras el fin de los tiempos, aún se puede estudiar (así como, a pesar de todo, aún se puede escribir poesía después de Auschwitz). Esto señala una tensión continua en la obra de Agamben ("Idea del estilo" se publicó en la colección de prosas Idea de la prosa, de 1985; "¿En el nombre de qué?", en cambio, apareció en El fuego y el relato, de 2014), que tiene otra versión o rostro, la que se establece entre la dupla clásica de la potencia y la acción, de la obra en preparación y su resultado final.



La oscilación entre estas dos esferas anima la colección de textos que se reúne en Idea de la prosa. Las hay de todo tipo: ideas sobre el arte (en la primera sección, donde aparecen nociones no sólo sobre la prosa, sino sobre la vocación, la musa, la materia, la censura), sobre la política (en la segunda sección, donde se va desde el poder o el comunismo hasta, significativamente, la felicidad) y sobre los límites del pensamiento (ideas sobre el nombre, el enigma, el silencio, el lenguaje, la muerte...). Pero merecen señalarse los umbrales entre los que se encuentran. El primero es una especie de parábola (que merece leerse a la luz de su ensayo posterior "Parábola y reino") en torno al esfuerzo de Damascio por resolver la cuestión de los primeros principios de la filosofía clásica: «Damascio alzó por un instante la mano y observó la tablilla en la que con rapidez iba anotando sus pensamientos y de improviso recordó el pasaje del libro sobre el alma donde el filósofo compara el intelecto en potencia con una tablilla en la cual nada hay escrito. ¿Cómo no lo había pensado antes? Esto era lo que día tras día en vano había intentado comprender, era esto lo que sin respiro había perseguido a la fugaz luz de aquel halo indiscernible, enceguecedor. El límite último que el pensamiento puede alcanzar no es un ser, ni un lugar ni una cosa, por libre de toda cualidad que esté, sino su propia potencia absoluta, la pura potencia de la representación misma: ¡la tablilla para escribir!». Esta parábola tiene su eco en otro ensayo posterior, "Del libro a la pantalla. Antes y después del libro", donde se vuelve a insistir en la poderosa idea de la potencia aristotélica esquivando elegantemente la vieja cuestión sobre el libro en la era digital, así como "Parábola y reino" hace eco del segundo umbral con el que cierra Idea de la prosa (también como comentador agudo de Aristóteles Agamben sigue la estela de Heidegger).



Aunque la potencia aristotélica se invoca continuamente, debe decirse que Agamben no es un esencialista. Lo que le interesa es la tensión que la doctrina aristotélica esconde -de ahí su ensayo "Sobre la dificultad de leer", sobre los libros ilegibles, armados a partir de bocetos, procesos y preparativos, a veces más interesantes y potentes que los absolutamente legibles-, las fricciones que resultan en el curso de la idea a la acción. A diferencia de lo que ocurre en Idea de la prosa, en El fuego y el relato hace eco de otros filósofos (como el Franco Berardi de La sublevación) y aparece (paradójicamente) de una forma más clara. Así, en "¿Qué es el acto de la creación?" se aleja de la metafísica aristotélica para retomar una hipótesis descartada por el estagirita: que lo esencial del hombre es carecer de esencia. Así, Agamben le cede el paso a una poética de lo inoperante: aparece el cuerpo (la material, la proverbial tabula rasa) como el límite concreto de la potencialidad, y la poesía como un caso ejemplar de ese límite en acto: «¿Qué es la poesía, sino una operación en el lenguaje que desactiva y vuelve inoperosas las funciones comunicativas e informativas para abrirlas a un nuevo, posible?». La insistencia de  Agamben en estas reflexiones resulta en una prosa que continuamente se asoma a claros en un bosque de ideas poco poéticas (llama la atención que su "Idea de la prosa" se defina negativamente, como aquello donde el emjambement es imposible). Pero con sus temas Agamben, como ocurre con los estudiantes apocalípticos, a fuerza de asociaciones y fricciones, ciertamente vuelve a ese lugar ignoto de la escritura que no es ni prosa ni poesía.


Esta reseña de Idea de la prosa y El fuego y el relato se publicó originalmente en la edición 112 de La Tempestad.

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