Hace unos días soñé con Benjamin Kunkel. Me topaba con él en la ciudad de México. Soñé despierto. Me acercaba a él --estaba caminando cerca del parque hundido-- y le decía que le conocía. No, no cerca del parque hundido, o bueno, sí, cerca pero no caminando sino sentado en el Sommeliere, escribiendo en un block de hojas amarillas. A su lado, un Libro del desasosiego muy usado, con muchas notas y post its saliendo de sus bordes, como un ramo abierto y paseado. Le decía entonces: "¿Es usted Benjamin Kunkel?", preguntándome si habría o no de agregar "autor de Indecision y fundador de N + 1". Nos entablaríamos entonces en una conversación a la que pronto añadiría que hacía tiempo leí un texto suyo sobre Pessoa en The Believer y que conocía a David Miklos, a quien él debió haber conocido no hace mucho tiempo, pero al final no lo hizo. "Vive por aquí cerca", estaría tentado a decir. Pero en mi sueño, en mi escenario imaginado, no estaría dispuesto a avanzar demasiado sobretodo porque (esto lo pensé o ideé en Valle de Bravo, leyendo una revista de literatura, escuchando a los Foo Fighters gritar desde el estéreo de un vecino) me distraería pronto con Lisboa, la idea de Lisboa.
Acabo de leer otra entrega en la serie de entregas que Philip Graham ha realizado para la página de McSweeneys sobre su estancia en Lisboa. En esta ocasión habla sobre un panel que se realizó en torno a la obra de Saramago, con la presencia de este autor. He leído poco a Saramago, sólo su Balsa de piedra. Tengo ganas de leer, ahora, su El año de la muerte de Ricardo Reis. Pero sobretodo de tener a Lisboa presente, al menos como un punto ciego al que siempre pueda referirme. Me encanta la memoria de Lisboa. Me encanta recordar que fue ahí donde me confundieron con un filipino --quizá porque a Mariana esto le causó gracia. Recordar la modorra que me curé en el cuarto, frente a una bella plaza cuyo nombre juré no olvidaría pero he olvidado, y cómo le grité a la camarera, quien insistía en entrar para tender una cama que no había sido destendida. Los paseos, los gatos negros en busca del sol, la suciedad, ese ambiente líquido que puede leerse en Pessoa y que parece tan literario pero que en el ahí y en el ahora era realmente molesto (aunque con el colchón de que uno, sabía, ignoro por qué, o más bien adivinaba que más adelante, en la memoria, el paseo sería un recurso recurrente, una agradable memoria, desprovista de los inconvenientes de la carne).
Los japoneses que me tomaron una fotografía. El autobús vecino cuya ventana estalló con una rama, rumbo a la playa. La perdida que me di rumbo a la playa. El pub con aires balleneros. El pescado con papas fritas, el vino blanco, el arroz en su caldo, los langostinos, los mosaicos que cubrían el piso (y la imagen de esclavos colocándolos), el cine con asientos numerados, el húngaro a quien no pude ayudar, las calles peligrosas que inocentemente transité, el Monasterio de los Jerónimos al que no entré porque estaba borracho y llegué tarde y ya habían cerrado, la imagen de un terremoto en 1755, la lengua de los portugueses, Pessoa, la limonada, el poco dinero, la obsesión con aislar momentos sólo por su carácter literario o hacer cosas estúpidas, como enterrar un libro en la arena, para poder contarlas.
Quiero volver.
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