Miran al horizonte pensativos, con sus carnes colgantes, preguntándose si aún pueden hacer un poco más. Amargados. Alegres. Abandonados. Expectantes. Conscientes. Se reúnen en espacios seguros, aclimatizados o que ya conocen --a la perfección, el nombre del cantinero, el tiempo que tarda el platillo en llegar, las salidas de emergencia y el mejor momento para retirarse. La experiencia les brinda el aire de sabios pero ellos lo saben bien, el frío terror que se encuentra bajo sus carnes y que ha crecido desde que tenían veintiseís. Dieciséis. Veinticuatro. Cuando cobraron conciencia de su finitud y su incapacidad de crecer. Se llaman Estéban. Mauricio. Guillermo. Mamá Jué. Les ponen atención pero saben que ya no funcionan. Les brindan ayuda, porque están ahí. Se mueven elegantemente, con lentitud y desgracia, con el tiempo contado, una y otra vez, en las largas horas del baño. Duermen menos y pasean por las calles. Se pierden, a veces. Se molestan con las películas. Con lo nuevo. Con el frío, el ruido y el calor. Entran y salen de quirófanos, alegres y sorprendidos (siguen aquí). Se reconocen en los pasillos y en las plazas. Se bolean los zapatos mientras leen el periódico. Sostienen en sus hombros a todas esas cabezas jóvenes, que parecen estar agradecidas pero sobretodo se encuentran desesperadas, atentas a lo que viene, a la decepción.
Observo los canosos cráneos de Bill Murray y David Letterman en el televisor. Parecen contentos consigo mismos, exitosos, suprimiendo esa perversa combinación de estoicismo e ironía. Deberían darles algún uso, pienso, o destruirlos, a estos sabios ancianos, que se ríen con esos limpios dientes. Pero no esto. No así. No sonriendo, haciendo bromas sobre el Super Bowl.
3 comments:
Interesante... cierto... ahora soy menos optimista que antes...
Gallina. Prudente gallina.
Post a Comment