Thursday, May 05, 2005

Beckett

Ahora estoy en la oficina de mi jefe. No sé cómo fue que llegué aquí. Debí haber recibido ayuda. Y ahora que estoy en la oficina de mi jefe pienso en la sonrisa de Samuel atrapada en una fotografía que pegué en mi armario, a donde camino desnudo después de bañarme para revisarme, así, como que no quiere la cosa, frente al espejo de cuerpo completo que tengo ahí. Y cuando advierto la sonrisa de Samuel, que se parece tanto a la de un amigo, que se llama Julián, siento que algo no está bien, que es incómodo e incorrecto y retorcido que esté pensando en la sonrisa de Beckett y en la sonrisa de mi amigo Julián cuando estoy desnudo en mi armario, después de bañarme, el mismo sentimiento que sufro cuando, en ocasiones, después del trabajo o las clases en la Casa del Refugio del Poeta, llego a casa cansado y entro al baño que está cerca de la cochera y orino con la puerta abierta por la que entra, invariablemente, mi perra y me ve con sus enormes ojos café orinar. Y pienso, mientras orino y me reviso frente al espejo: Esto no puede estar bien. No sólo no puede estar bien sino que no está bien que sienta que no está bien moralmente, no puedo sentir culpabilidad ahora, ahora que pienso en mi amigo Julián y su sonrisa y ahora que veo que mi perra presta mucha atención a la manera en que orino. Y diré que después esto dejo de sentirlo y que deja de preocuparme, pero sólo lo diré para darle cierta tranquilidad a las personas que me conocen y a Julián, a quien seguramente no le agradará saber que a veces pienso en él cuando estoy desnudo, si bien no lo hago, de esto estoy seguro, en un sentido sexual. Claro que esto ya lo hará comenzar a dudar (esto de tener que afirmar que no pienso en él en un sentido sexual cuando estoy desnudo) particularmente desde aquél otro día en que le di una nalgada con unos cables, en mi casa, y me advirtió: Guillermo, no vuelvas a hacer eso, es lo más maricón que has hecho jamás en tu vida, o algo por el estilo, menos exagerado y con mayor comprensión pues sabía que estaba borracho. Es una gran fotografía esa, la de Beckett. Es la misma que salió en los calendarios que regaló o vendió la librería Gandhi en el 2001. Pero lo que más me gusta de esa fotografía no es el saber que el humor de Beckett superaba el absurdo y era, digamos, bondadoso, sino la manera en que el pelo de Beckett está parado, como si fuera una flama, como si cabeza estuviera ardiendo. A mí me gustaría tener el pelo así. Tal vez, cuando me vuelva a crecer, pueda moldearlo con un poco de mousse. Hace tiempo que no uso ningún tipo de fijapelo. Y no parece que Beckett lo haya utilizado. Eso es lo que me agrada, que naturalmente su pelo flote o se eleve como una flama. Julián fue la primera persona que conozco que leyera a Beckett no porque fuera una lectura obligada, ni porque dijera que le divertía y en realidad no lo hiciera pero como todo mundo decía que era divertido leer a Beckett comenzó a leerlo (así comencé a leerlo yo, había escuchado que era divertido y a mí no me pareció precisamente divertido, no hasta después de la tercera lectura; antes de eso me pareció perfecto, construido milimétricamente, y casi líquido; pero no precisamente divertido, si bien a veces, leyéndolo, me reía). A Julián le gustaba Beckett, o le gusta, porque lo hizo reír tal vez desde su primera lectura. La verdad es que no lo sé. Pero ahora sé que me gusta más leer a Beckett de alguna rara manera influido por las lecturas que hizo Julián de él. Beckett, digamos, es su Bolaño. Pero no puede ser su Bolaño porque Bolaño le gusta a su manera. Tal vez es su Eggers. Pero no, tampoco (ambos sabemos que Beckett es superior a Bolaño y a Eggers, y a Foster Wallace, pero no sé cómo es que podemos saber esto y seguir leyendo a estos otros con el mismo entusiasmo. Tal vez esto sea falso). Ya no me está gustando esto. Estaba más divertido cuando estaba desnudo frente al espejo de mi cuarto, hoy por la mañana, y que hacía calor y había desayunado un par de huevos y me sentía gordo y pesado porque casi nunca desayuno. Acaba de salir la jefa de mi jefe de la oficina. Entró para buscar un libro de ética, de Aristóteles. No había ninguno. Le dije: No hay ética en esta oficina. Pareció divertirle. Cuando venga tu jefe, me dijo, dile eso. Que no hay ética en esta oficina. Y cerró la oficina y la escuché repetir: no hay ética aquí, no hay ética aquí, casi como un mantra.

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