El avión desciende, a mi regreso de Oaxaca, para entrar a la Ciudad de México. Cuando comienzan las turbulencias pienso en el temblor de hace unos días y en la cantidad de veces que las turbulencias de un avión que desciende o cruza una nata de nubes o una bolsa de aire me recuerda un terremoto. Pienso, también, en 1985, esa mañana en la que mi padre estuvo atrapado durante unas horas en el elevador del edificio en el que trabaja. Las placas tectónicas se mueven, los ascensores se detienen. Cuando cruzamos las nubes, el resto de los pasajeros y yo, dejamos atrás -arriba- el enorme y helado cielo azul para constatar una ciudad negra salpicada de tintileantes luces que se acerca a nosotros. Recién despierto de una siesta de una hora y aunque lo hago para ver la luz del sol, abajo ya es de noche. Me olvido de la ocasión en que mi padre estuvo atrapado hasta el día siguiente cuando asciendo al sexto piso de la oficina, pero no de su edificio sino del edificio donde yo trabajo. Mismo edificio que vibra cada que pasa un camión de peso y dimensiones suficientes, abajo en la calle. Entro a la oficina, socializo, trabajo y me olvido de todo esto, o mejor dicho, lo pongo entre paréntesis, en la oscura magma que conforma mi pensamiento pero que se mantiene ahí, agazapada y en movimiento. Ahora se me ocurre que el modo en que vibra el edificio es similar al de la enorme ameba construida en el Museo del Niño. Ignoro si sigue ahí, de pie, sobre esos resortes que provocan ligeros pero percetibles movimientos y que debo haber experimentado cuando visité el museo, aquí en la ciudad, hace años.
Ayer o anteayer, en la oficina, leí la historia de un hombre que, trabajando hasta tarde durante un cierre del periódico en el que trabajaba, decidió dejar a su colega atrás para salir a fumar un cigarro. Cuando de regreso a la oficina se subió al elevador no tendría idea que tardaría cuarenta horas en salir de éste. La historia se titula Up and then down, de Nick Paumgarten y puede leerse en la versión en línea de The New Yorker, aquí. Debajo de esta entrada, el video de seguridad de las cuarenta horas que Nick perdió dentro de una caja de acero dentro de un edificio dentro de su mente dentro de poco probablemente ustedes olviden esto, quizá regresen a su rutina pero por favor: cada que se abra la puerta de un ascensor, piénsenlo dos veces. No entren con un libro en la mano, leyendo. Puede pasar que las puertas se abran y sólo esté el ducto, sin caja. Puede que entren y tarden en salir. Puede que no sea un elevador detrás del cual se encuentra el peligro que acompaña a casi todo lo cotidiano, sino el Metrobús, la esquina, su casa a solas por la noche.
En el gran texto de Paumgarten se habla de la colega de White, una mujer que, cuando su compañero desapareció repentinamente -dijo que saldría un momento- garabateó furiosa una nota de reclamo que pegó en el monitor de su computadora, sin saber que White no la vería sino hasta mucho después, inútilmente. Pensé en esa otra historia que no contó Paumgarten y pensé en Maricarmen, la chica a quien no conozco pero que trabaja en Monterrey y a quien sólo contacto vía MSN para tratar cuestiones de trabajo. Esta chica, que de algún modo es inexistente y existente para mí -la conozco y no, simultáneamente- me contaba hace unos días sobre la ocasión en que se quedó a trabajar hasta tarde, sola. "Sentí miedo", me dijo. Y pensé en ese cuento inconcluso, o no, que está incluido en la colección de textos inconclusos y conclusos de Roberto Bolaño, su póstumo El secreto del mal. El texto, creo recordar, se titula Crímenes y ahora me apresuro a terminar esto pues mientras lo redacto bajo una película en la que sale Naomi Watts, que no es The Shaft (cuyo trailer pueden ver acá) pero que igual tiene que ver con el modo en que uno no sabe cómo van a pasar las cosas, cuando pasan. Diario temo entrar a casa para descubrir que mi familia está muerta. Diario. Todos los jodidos días. Esto es lo cotidiano.
Ayer o anteayer, en la oficina, leí la historia de un hombre que, trabajando hasta tarde durante un cierre del periódico en el que trabajaba, decidió dejar a su colega atrás para salir a fumar un cigarro. Cuando de regreso a la oficina se subió al elevador no tendría idea que tardaría cuarenta horas en salir de éste. La historia se titula Up and then down, de Nick Paumgarten y puede leerse en la versión en línea de The New Yorker, aquí. Debajo de esta entrada, el video de seguridad de las cuarenta horas que Nick perdió dentro de una caja de acero dentro de un edificio dentro de su mente dentro de poco probablemente ustedes olviden esto, quizá regresen a su rutina pero por favor: cada que se abra la puerta de un ascensor, piénsenlo dos veces. No entren con un libro en la mano, leyendo. Puede pasar que las puertas se abran y sólo esté el ducto, sin caja. Puede que entren y tarden en salir. Puede que no sea un elevador detrás del cual se encuentra el peligro que acompaña a casi todo lo cotidiano, sino el Metrobús, la esquina, su casa a solas por la noche.
En el gran texto de Paumgarten se habla de la colega de White, una mujer que, cuando su compañero desapareció repentinamente -dijo que saldría un momento- garabateó furiosa una nota de reclamo que pegó en el monitor de su computadora, sin saber que White no la vería sino hasta mucho después, inútilmente. Pensé en esa otra historia que no contó Paumgarten y pensé en Maricarmen, la chica a quien no conozco pero que trabaja en Monterrey y a quien sólo contacto vía MSN para tratar cuestiones de trabajo. Esta chica, que de algún modo es inexistente y existente para mí -la conozco y no, simultáneamente- me contaba hace unos días sobre la ocasión en que se quedó a trabajar hasta tarde, sola. "Sentí miedo", me dijo. Y pensé en ese cuento inconcluso, o no, que está incluido en la colección de textos inconclusos y conclusos de Roberto Bolaño, su póstumo El secreto del mal. El texto, creo recordar, se titula Crímenes y ahora me apresuro a terminar esto pues mientras lo redacto bajo una película en la que sale Naomi Watts, que no es The Shaft (cuyo trailer pueden ver acá) pero que igual tiene que ver con el modo en que uno no sabe cómo van a pasar las cosas, cuando pasan. Diario temo entrar a casa para descubrir que mi familia está muerta. Diario. Todos los jodidos días. Esto es lo cotidiano.
4 comments:
¿Cómo te fue en Oaxaca?
creo que eso se llama estrés y lo provoca la ciudad.
yo pienso que la gente que camina frente a mí me sigue y tengo armas ocultas en mi casa. siempre pienso que cuando llegue ese atacante lucharé como si la vida me diera lo mismo.
Oaxaca: divertido.
Sofía, ¿qué tipo de lucha es esa?
la única que vale la pena, la lucha a muerte (y aquí puedes imaginarme haciendo un movimiento ninja) yyyyyyaaa!
Post a Comment