El personaje moderno del cual me ocupo ahora y al que llamaré Guillermo, pues es un nombre con el que me siento cómodo y familiarizado, puede ser visto saliendo de la oficina hacia la noche de la ciudad de México, encaminándose a su automóvil donde le aguardan el par de películas que debe regresar al Blockbuster y que dejó allí desde la mañana, cuando llegó a la oficina, con la intención de regresarlas aquella noche. Casi lo había olvidado, por supuesto, y cuando las ve, esperándolo en el compartimento sin compuerta diseñado para guardar distintas cosas -acaso cajas de DVD- en la puerta de su automóvil, no sólo recuerda que aún tiene ese pendiente sino que se sorprende también de su curiosa capacidad previsora; no es sólo el saberse capaz de adivinar que si las hubiera dejado en casa le hubiera costado mucho más trabajo tomar el auto, al salir de la oficina, encaminarse a casa y llevarlas lo que le sorprende, sino que esa previsión también llevaba oculta un pequeño placer: estando en el Blockbuster podrá, por qué no, rentar una nueva película. Esto, decide Guillermo ya que se encamina hacia el Blockbuster y se desliza en el tráfico y se somete a sesiones ligeramente idiotas de locutores en la radio, podría ser el cuento de nunca acabar: rentar, regresar, volver a rentar y piensa, aunque -debe decirse- momentáneamente, como este sistema todavía tiene la ilusión de libertad (uno puede dejar de rentar cuando quiera) a diferencia de otros sistemas de renta -sólo se le ocurre, en realidad, otro- como los ofrecidos en línea, como Netflix, quienes mandan, constantemente, películas, sin parar, siempre algo esperando en el reproductor de DVD. Ah, la invasión de nuestras pequeñas libertades.
Varios minutos y pensamientos más tarde, Guillermo se estaciona en el Blockbuster, se baja del automóvil, piensa en un posible secuestro -pues sabe, porque lo reconoció en la pantalla, que en ese mismo Blockbuster filmaron la escena del secuestro en Amores Perros- entra al establecimiento, deja las películas que iba a regresar y pasea en silencio y en solitario no por los anaqueles del centro del establecimiento -rara vez lo hace ya- y se dirige directamente a las secciones de estreno. Toma una película de Woody Allen que no había visto pues la quitaron muy rápido del cine y está a punto de gritarle a un par de idiotas -se descubre estresado- que gritan cuando hablan. Son gordas y hablan por teléfono, un solo teléfono, al mismo tiempo con alguien que está en altavoz. Y cuando gritan, cacareando entre ellas, una dice: "¡Todo el mundo me está escuchando, saludos a todo el Blockbuster!" Y Guillermo supone que, bueno, debería tomarse las cosas con más calma; ella con su autoconciencia y él con el estrés y sus recriminaciones excesivamente escrupulosas (de vez en cuando debería permitirse odiar a la gente sin verse en la necesidad de narrar algo para dejarlo pasar).