Leía hace rato esto, una conversación entre George Steiner y Christopher Tayler, para The Guardian, convenientemente titulada Il Postino. La conversación está salpicada de metáforas de correos: el crítico y experto en literatura comparada como un cartero, pero no uno que lleva siempre la carta al lugar preciso, sino al lugar al que -tiene la esperanza- se aprecie mejor. El cartero que no es necesariamente apreciado por los coleccionistas de timbres postales (donde, claro, los académicos son los filatélicos). A la entrevista llegué vía el blog de Iván Thays, donde leí otro fragmento de una entrevista más que apareció en el suplemento ADN cultura (y que no pude leer, el link anda defectuoso o mi computadora muy lenta). Allí, como leí en el fragmento que subió Thays, Steiner usa también una metáfora del mismo orden: "Durante toda mi vida", afirmó Steiner, "he procurado distinguir a los grandes creadores de nosotros (los críticos, los comentaristas, los profesores). No somos carteros (como recordaba Pushkin) que tienen la tarea de enviar una carta al lugar exacto. Nosotros interpretamos, anotamos, glosamos los textos de los grandes creadores: los necesitamos para existir, pero ellos no nos necesitan a nosotros". Ambas entrevistas se realizaron a partir de la aparición de su último libro, Los libros que no he escrito.
Tanta carta y tanta metáfora me hizo pensar en el temor que le tenía Kafka a las cartas. Temía las malas noticias que podrían traer pero sobre todo temía que las cartas que él mandaba no fueran fieles a lo que realmente quería decir. Una de las razones, por cierto, por las cuales, a pesar de la carta octava de Platón, no puede considerarse a la correspondencia como un género propio de la autobiografía: después de todo, al escribir una carta no nos retratamos propiamente sino que nos damos a conocer como suponemos el resto quiere conocernos. Aunque este último libro de Steiner se titula Los libros que no he escrito, con ese aire de lamento y disculpa por no conseguir del todo lo que pretendía (es, a su modo, una despedida) me impresiona el modo en su discurso en torno al libro se sintoniza con el tono de Errata, su autobiografía intelectual. Una forma de saldar cuentas, supongo, tan íntima como aquella. Aunque, sí, siendo una la visión supuestamente objetiva que exige la memoria -histórica- y la caricatura que también nos exigimos a nosotros mismos. Qué difícil debe ser envejecer.
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