"Un antigo cuento indio narra la historia de un hombre obligado a llevar a hombros, noche tras noche, a un cadáver, con sus labios muertos pero susurrantes pegados a la oreja, hasta que éste termine de contarle la historia de su vida pasada mucho tiempo atrás".
Más adelante, leo sobre los intentos de este cadáver por realizar estudios en torno al yo y lo que sacó de ellos:
"En todo caso, abandoné todo intento de entrar en mi yo interior. Todas esas experiencias con la amistad, los experimentos con el 'yo' de otros, los esfuerzos por dar o recibir amor, debía, pensaba yo, olvidarlas y renunciar a ellas para siempre. Hacía tiempo que había decidido la construcción de una especie de pequeño mundo aplanado en el que todo sería como en el de aquí; un pequeño mundo que podría estar encerrado con llave dentro de mi habitación".
El narrador de dicha autobiografía sigue así un buen rato, hablando sobre lo mucho que tiene que decir sobre lo poco que tiene que decir. He leído cosas así, antes. Incluso, se tiene que decir todo, he realizado experimentos similares, en menor o mayor escala -alejarse de personas a las que uno frecuente, volverlas a frecuentar, experimentar ser más sociable, más bueno, más amable, lo que se viene entendiendo por tal cosa en nuestra parte incólume y pura que confundimos con algo real. Siempre, por alguna razón, me impresionan y al rato terminan por parecerme un poco imposibles, por decirlo de algún modo, estas cosas, estos esfuerzos; imposibles, en suma, que alguien se esfuerce en escribir para asegurar que lo que quiere hacer es no seguir, guardar silencio. Esto es otro modo de decir (pero sólo lo sugiero) que el arte es una especie de religión o de enfermedad basada en una enorme (o diminuta pero persistente) sospecha.
Lo curioso de esto, creo, es que ahora se me ocurre que cuando pensé en el cadáver que escribe dicha autobiografía pensé en el descrito por Rodrigo Rey Rosa ("Hacía tiempo que yacía ahí, abajo, y su forma quieta era ya parte del paisaje del agua") en uno de sus cuentos, cuyo título no recuerdo. A la vez, pensé en Cárcel de árboles, también de Rey Rosa, en la que un doctor lee un cuaderno escrito por alguien que sólo piensa cuando escribe, ¡es incapaz de hacerlo sin redactar!, víctima de un cruel y extraño experimento, y en cómo, de acuerdo con Jesús García Gabaldón, un 1 de mayo de 1950 Krzyzanowski "sufre un infarto cerebral que le afecta a la capacidad del lenguaje. Puede escribir, pero no puede leer lo que escribe". En seguida, García Gabaldón, en su introducción citada en la entrada anterior, recoge la anotación del "también olvidado" poeta Gueorgui Shengueli, que dice: "Hoy, 28 de diciembre de 1950, ha muerto Sigismund Krzyzanowski, escritor fantástico, genio ignorado, de igual talento que Edgar Poe y Alexánder Grin".
No sé quién fue Alexánder Grin.
Más adelante, leo sobre los intentos de este cadáver por realizar estudios en torno al yo y lo que sacó de ellos:
"En todo caso, abandoné todo intento de entrar en mi yo interior. Todas esas experiencias con la amistad, los experimentos con el 'yo' de otros, los esfuerzos por dar o recibir amor, debía, pensaba yo, olvidarlas y renunciar a ellas para siempre. Hacía tiempo que había decidido la construcción de una especie de pequeño mundo aplanado en el que todo sería como en el de aquí; un pequeño mundo que podría estar encerrado con llave dentro de mi habitación".
El narrador de dicha autobiografía sigue así un buen rato, hablando sobre lo mucho que tiene que decir sobre lo poco que tiene que decir. He leído cosas así, antes. Incluso, se tiene que decir todo, he realizado experimentos similares, en menor o mayor escala -alejarse de personas a las que uno frecuente, volverlas a frecuentar, experimentar ser más sociable, más bueno, más amable, lo que se viene entendiendo por tal cosa en nuestra parte incólume y pura que confundimos con algo real. Siempre, por alguna razón, me impresionan y al rato terminan por parecerme un poco imposibles, por decirlo de algún modo, estas cosas, estos esfuerzos; imposibles, en suma, que alguien se esfuerce en escribir para asegurar que lo que quiere hacer es no seguir, guardar silencio. Esto es otro modo de decir (pero sólo lo sugiero) que el arte es una especie de religión o de enfermedad basada en una enorme (o diminuta pero persistente) sospecha.
Lo curioso de esto, creo, es que ahora se me ocurre que cuando pensé en el cadáver que escribe dicha autobiografía pensé en el descrito por Rodrigo Rey Rosa ("Hacía tiempo que yacía ahí, abajo, y su forma quieta era ya parte del paisaje del agua") en uno de sus cuentos, cuyo título no recuerdo. A la vez, pensé en Cárcel de árboles, también de Rey Rosa, en la que un doctor lee un cuaderno escrito por alguien que sólo piensa cuando escribe, ¡es incapaz de hacerlo sin redactar!, víctima de un cruel y extraño experimento, y en cómo, de acuerdo con Jesús García Gabaldón, un 1 de mayo de 1950 Krzyzanowski "sufre un infarto cerebral que le afecta a la capacidad del lenguaje. Puede escribir, pero no puede leer lo que escribe". En seguida, García Gabaldón, en su introducción citada en la entrada anterior, recoge la anotación del "también olvidado" poeta Gueorgui Shengueli, que dice: "Hoy, 28 de diciembre de 1950, ha muerto Sigismund Krzyzanowski, escritor fantástico, genio ignorado, de igual talento que Edgar Poe y Alexánder Grin".
No sé quién fue Alexánder Grin.
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