Un sol injusto irradia sobre la ciudad así que las piezas de cobre que representan animalitos y que han aparecido en la ventana de mi automóvil, mientras espero a que se ponga el siga, centellean. Un vendedor ambulante las puso ahí con la esperanza de que compre algunas. Cuestan diez pesos, cada una. Quizá me juzgó un comprador potencial por la cara que puse al ver los escorpiones que hizo --está bien hechos, son rojizos y sencillos. Bellos, quizá --¿o es que últimamente experimento una insaciable sed de belleza? Tal vez. Ahora cualquier taco se me hace cena. También hizo caracoles, tortugas y alguna otra cosa que no consigo identificar --estoy más preocupado en decir que no quiero ninguno sin ser grosero. ¿Quién querría un animalito de cobre?
"Cómpreme aunque sea uno. Mire, esta mariposa, para su esposa".
La mariposa también es rojiza y ahora descansa sobre uno de mis espejos laterales. Sonrío pues al instante se corrige: "...o para su novia". Quizá le parezca evidente que soy demasiado joven para tener esposa --cosa que no es del todo cierto. Podría tener esposa. ¿Habrá, rápidamente, visto mis manos, desnudas de anillo? ¿O habrá adivinado algo más, alguna falla inherente, acaso, y que explicaría que no, sería imposible que alguien quisiera estar a mi lado con tal compromiso? He estado deprimido.
Quizá sólo quería hacer su rima distintiva, la rima que le ha ganado el cariño de otros automovilistas, la rima con la que ha vendido mariposas, su, tal vez, producto estrella.
"No, de verdad no", le digo. Casi le estoy pidiendo perdón. Pero ignoro si lo hago porque quiero emular su tono de voz (también parece que me está intentando vender estos animalitos como si se estuviera disculpando) o porque realmente lamento no tener necesidad de ninguno de ellos.
El hombre sabe lo que hace. Sabe que nadie tiene necesidad de animalitos de alambre. Pero a la vez, debe saber que pocas de las cosas que se venden cubren ya una necesidad. Así que intenta crearme la necesidad. Pero ha fallado, insisto, pues apeló a la existencia de una novia, cuando en el fondo debió apelar a un "Yo sé que a usted le gustan los escorpiones". Insistmos más, respectivamente, hasta que decide retirarse. Nos damos las gracias y apenas comienza a alejarse de mi auto, puedo ver por el retrovisor a una anciana --apenas su cabeza, sus gafas de sol asomándose sobre el volante-- y a su mano, con la que hace el gesto universal de No, no, no, ni se acerque.
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