Después de comer subí a mi cuarto. Mi padre acostumbra tomar siestas ahí pues es el más oscuro y fresco cuarto de la casa. Estaba tendido en la cama, deseando, tal vez, conciliar pronto el sueño para poder regresar pronto al trabajo y, por ende, no ser molestado por nadie. Pero soy su hijo. Y como todos los hijos, he venido al mundo para hacer que su padre sufra. "Papá", le dije tomando una pluma, "te voy a pintar unos bigotes". Mi padre me vio con una ya familiar combinación de ternura, hastío y resignación: "No lo hagas". Pero soy su hijo. "¿Si me los pinto yo, te los puedo pintar?" Dudó un momento: "No. Bueno, sí". Ya me han engañado de esta forma antes. Mariana, en una ocasión, consiguió que me pintara, yo solito, unas barbas con pluma indeleble. Y luego ella se negó a hacerlo, como había prometido. Esto es así porque mi novia es más inteligente que yo. Mi padre, por otro lado, está cansado. Empecé a pintarme los bigotes. Mi padre comenzó a reírse. Porque, verán, todo esto es muy cómico. Luego le dije: "Te toca". Y se quedó muy quieto, sonriendo, tendido en mi cama mientras pasaba la pluma por su rostro, formando un bigote muy fino, aunque no tan distinguido como el de Dalí.
Mis hermanas también lo encontraron muy cómico.
Sospecho que en realidad la gran razón por la que mi padre se dejó pintar bigotes y mi novia no es que, sencillamente, los hombres se ven mejor con bigote que las mujeres. (Escucho a Rivera Garza gritar desde un rincón, con su "kit" de mujeres barbudas, no feministas, en alto). O tal vez porque cuando se lo propuse a mi novia íbamos en el auto y no había agua cerca (cuando me bajé al menos dos familias me vieron con cara de pobre niño tonto). A veces abro los ojos y veo el mundo en rededor mío y me lleno de una alegría que me infla e ilumina como si fuera un núcleo de fuego, un eterno sol naciente.