Tuesday, December 13, 2011

Miércoles

Lo que soñé la noche del martes fue que un amigo me perseguía por las callejuelas de un pueblo. El amigo en cuestión fue decisivo en mis años de preparatoria para que yo me decidiera a cursar la carrera de filosofía. En el sueño, mientras me perseguía, mi amigo, o mejor dicho, la representación de mi amigo, sonreía todo el tiempo y adoptaba una actitud con la que parecía decirme que me estaba tomando las cosas demasiado en serio -si bien se refería exclusivamente a aquello de "ser perseguido" por él. Quizá sólo quería hablar conmigo, en el sueño. Ahora que lo recuerdo, no había una razón real por la cual me sentía perseguido, es decir, no me sentía en peligro en el sueño. El único momento en que me sentí así fue cuando, tras cruzar varias callejuelas y subir por tejados, estuve a punto de caer (un barandal sobre el cual me apoyaba, cedía). Mi amigo me ayudaba.

Tuesday, December 06, 2011

Plataforma México: diciembre 2011



En el número más reciente de Plataforma México, de diciembre, mi columna. ¿Por qué me dieron un espacio para comentar cosas? ¡No lo sé! Es muy curioso. Ya pueden encontrar el número donde normalmente lo encuentran.



Compras navideñas: un rifle

Imaginemos la posibilidad de que en algún lugar de esta ciudad una madre –que, digamos, se llame Guillermina- le haga ver a su hijo –que, digamos, se llame Guillermo- que “ya no le dedica tiempo”. Esto sucederá en uno de esos fines de semana en los que Guillermo va a visitar a Guillermina a su casa, quien le pedirá: “ven, acompáñame, pasemos tiempo juntos”. Ahora bien, ¿cuál es la idea que esta madre tiene de pasar tiempo juntos? Ir a un centro comercial a comprar zapatos. En un escenario así (¡hipotético, insisto!), uno tendría que temer la extraña alineación de esta noción de pasar tiempo en familia (consumiendo) con la que tiene Calderón, presidente del empleo, cuando impulsa iniciativas como el Buen Fin, del pasado noviembre, a la que caracterizó como “valiosísima” pues es una “gran idea para promover el bienestar de las familias” (que tienen dinero para gastar, se entiende). Sin pizca alguna de ironía, Calderón añadió: “Es puente y hay que aprovecharlo para pasearse y consumir”.

Pasearse y consumir.

No quiero sonar injusto, en realidad esta madre seguramente tiene otros modos de pasar tiempo con su hijo –las sobremesas, las conversaciones peripatéticas- y, no sólo eso, “pasar tiempo juntos” aquí significa “necesitas otros zapatos pues los que ahora usas te hacen ver como un vago, sé que a ti no te importa pero alguien debe decirte estas cosas, y para eso estoy yo aquí, pues soy tu madre y te quiero como una madre quiere a su hijo”. De tal forma que, aprovechando que hará unas “compras navideñas” (era noviembre aún), Guillermo se verá obligado (es un decir, acompañó con gusto a su madre) a ir a un centro comercial.

Detesto los centros comerciales. Los odio. El principal placer que uno puede experimentar en un centro comercial, comprar cosas, me está negado. No tengo mucho dinero. Podría pedir dinero prestado, supongo. Pero no me gustan los créditos ni las deudas. El único objeto que me gusta comprar, he descubierto, es el libro. A menudo compro libros que no necesito, que no leeré.

Algunos pueden pasar horas comprando ropa o electrodomésticos, yo puedo malgastarlas consumiendo o pensando en consumir libros. Pero son pocos los centros comerciales que tienen librerías en su oferta. Así que el único placer real que experimento en un centro comercial es ver cómo se comporta la gente en ellos.

La gente se ve relativamente feliz en los centros comerciales, pero sobre todo distraída. Hay mucho con qué distraerse. La música, las ofertas. Todo el tiempo suena música en los centros comerciales. Un buen centro comercial tiene buena iluminación y consigue que su acústica diluya las voces de las multitudes. Sin serlo, estos centros comerciales evocan plazas públicas. Estos, claro, no son los que abundan en México. Escribe Witold Rybczynsky en City Life que en un centro comercial puede encontrarse “un nivel razonable de orden público; el derecho a no padecer comportamientos extravagantes, no ser asaltados o intimidados por adolescentes groseros, borrachos escandalosos o mendigos agresivos”. Pero cuando voy a comprar un par de zapatos comportamientos extravagantes es lo único que encuentro, vendedores groseros, personas que no se ceden el único asiento disponible, personas cansadas, borrachas de hiperconsumo. Y esto, señores, no está nada bien. Fin.