Thursday, March 27, 2014

No eres un geek, eres un consumidor

Tengo que aclarar algo. Tendrán que disculpar la anécdota personal: hace poco, después de la última jornada de la semana, mi novia y yo terminamos en casa de unos amigos, donde estuve platicando sobre Grand Theft Auto (la edición más reciente, que no he jugado), el avance que se filtró de la nueva película de Godzilla (que dirigirá Gareth Edwars, quien estuvo a cargo de Monsters, de 2010), unos cuentos de ciencia ficción que escribió un amigo, algunas series de televisión y Y: The Last Man, el cómic de Brian K. Vaughan (2002-2008). Creo que fue una buena noche. Hubo alcohol, música y una buena conversación. Pero, lo que quiero aclarar, es que no soy un geek. Obviamente, he jugado videojuegos, leo cómics, veo películas de ciencia ficción, incluso de fantasía: pero no exclusivamente. Creo que estos productos culturales son atractivos y placenteros. No creo que sean grandes obras de arte pero sí buenos ejercicios narrativos. Sospecho, incluso, que se trata de una condición común: muchos miembros de la burguesía podríamos conceder, ocasionalmente, estar interesados en productos que bien podrían ser mercantilizados como geeks, o nerds, o ñoños (Game of Thrones, Black Mirror o cualquier película de zombis, por ejemplo). Pero casi nadie estaría dispuesto a reconocer que los intereses de dichas personas se reducen a estos productos: seguramente varios de los espectadores que asisten a las funciones donde se proyectan películas de superhéroes durante los veranos también practican deporte o muestran entusiasmo por la cocina o los automóviles o cualquier otra cosa que no puede ser catalogada como geek (aunque he visto mutaciones extrañas donde las personas se autodenominan “geeks de la cocina” o “foodies” y otras etiquetas poco útiles).

¿Qué es, entonces, lo geek? ¿Existen estas personas? ¿O se trata sólo de instancias en donde uno es y consume productos geeks? Hay, a todas luces, una confusión: la etiqueta funciona como un conducto, muchas veces venenoso, entre lo auténticamente geek y el mercado. Es venenoso porque estos productos de entretenimiento (incluyendo la tecnología relativamente barata, los llamados “gadgets”, que ahora se venden como aditamentos de un estilo de vida) terminan por volver inocentes o consumibles las creaciones que provienen de un ñoño (que, vamos, no es otra cosa que un tecnócrata: un tipo de científico, como un ingeniero en sistemas o un cierto tipo de académico; en fin, personas como el Unabomber). Aunque uno puede afirmar, campechanamente, que posee gustos geeks, también podría sostener que no es un geek. Es la misma lógica, claro, que gira en torno a la etiqueta “hipster”, que hoy refiere a las personas que consumen cultura, con cierto esnobismo o distancia irónica, sin crearla (administrar cultura no es producirla, evidentemente) y que fungen también como un conducto venenoso entre las clases bajas de las que explotan su apariencia (las gorras de camionero, los bigotes de actor porno de los setenta, el trabajador del muelle o el leñador, el artista maldito…) y el mercado.

La etiquetita, así, no sólo sirve para designar un nicho de mercado sino para hacernos olvidar, ¿accidentalmente?, que los ingenieros computacionales que desarrollaron ciertos medios de comunicación o que hoy dirigen la forma en que se administra la economía no son personas cuyas ineptitudes sociales las vuelvan graciosas y tiernas (como a los intolerables personajes de Big Bang Theory) sino peligrosos agentes del capital informático.

Este texto fue publicado originalmente en la edición 55 de Picnic.

Thursday, March 20, 2014

En un rincón del mundo


Claire regresa a Saint-Énogat (Bretaña) para reencontrar a su gran amor, Simon. La geografía está marcada por landas, marismas y playas: un paisaje salvaje, de una violencia contenida. Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948) pone atención a la flora y la fauna de la región: las gaviotas, las garzas, los cormoranes, los bogavantes; el albercoque, el telefio amarillo, la borraja, el escaramujo, las alheñas; las festuca roja, las aulagas, el armuelle. Nos recuerda presencias más viejas que lo humano, que tal vez no le sobrevivirán (se insiste, como si se hablara de un loco, que Simon, alcalde de la localidad, fue un ecologista).

Las solidaridades misteriosas (2011; traducción del francés de Ignacio Vidal–Folch) está dividida en cinco secciones: "Claire", "Simon", "Paul" (el hermano de Claire), "Juliette" (la hija de Claire) y "Voces en la landa", una serie de testimonos de personajes secundarios sobre el recuerdo que tienen de Claire y lo que ocurrió al final de su vida. Ninguno de los capítulos se titula "Señora Ladon", a pesar de la importancia que el personaje tiene para la novela: es la antigua maestra de piano de Claire que, a su muerte, le hereda la propiedad que le permitirá pasar el resto de su vida en la región. Se trata del personaje más novelístico: la vieja bondadosa que protege a la heroína (sus auténticos familiares se preguntan por la misteriosa solidaridad que mostró hacia su alumna). Pero ¿es esto una distracción? ¿A qué misteriosas solidaridades refiere el título? ¿A la de Claire y Simon? ¿A la de Juliette y Claire? ¿Paul y Claire? Jean, explícito: «Ni el hermano ni la hermana querían examinar nada de lo que el otro hubiera hecho en el curso de sus trabajos, matrimonios, renuncias, divorcios. [...] El sentimiento que reinaba entre ellos dos no era amor. Tampoco era una especie de perdón automático. Era una solidaridad misteriosa».

Desde luego, la solidaridad misteriosa explorada en esta novela es la que se ha pactado, frágilmente, entre el hombre y la naturaleza. Claire como un personaje salvaje, Paul como un postneurótico, uno de esos "hombres perdidos", de los que Quignard habla en Las sombras errantes (2002). Paul: «Descubrí que estaba más perdido de lo que ella hubiera podido estarlo. De repente se extinguió en mí la pasión por el dinero. [...] Pero no sólo fue la crisis financiera lo que me impulsó a dejar mis negocios en París, ni lo que me incitó a vender mi departamento de la calle Des Arènes, porque la atracción que yo sentía por el cine, por los restaurantes, por los bares, por las veladas, por las discotecas, por los amigos, por los cuerpos de los amigos, también naufragó».

Una bella novela sobre la felicidad que puede encontrarse lejos de lo humano.

Esta reseña de Las solidaridades misteriosas de Pascal Quignard apareció en La Tempestad 94, enero–febrero 2014.