Ahí les va una anécdota: me encontraba atorado en el tráfico de una zona residencial al sur de la ciudad, a saber, el Pedregal. Avanzaba lentamente por el Boulevard de la Luz, flanqueado por camellones y jardineras. Mi paciencia, como quien dice, se agotaba. Quizá para apreciar aún más el sentido de esta anécdota deba aclarar que me considero una persona medianamente paciente y caritativa, es decir, creí que estábamos atrapados en el tráfico porque, más adelante, a algún automóvil le había ocurrido algún desperfecto. Pensé: es posible que una ambulancia esté ayudando a algún necesitado. Quizá, imaginé, una persona de la tercera edad está cruzando la calle.
Por supuesto, nada de esto ocurría. En realidad llegábamos tarde a nuestras citas, el resto de los automovilistas y yo, porque a una señora fodonga se le ocurrió sacar a pasear a su perro. ¿Cómo sacan a pasear a sus perros las señoras fodongas? El perro camina, a su moroso ritmo animal, sobre el camellón, mientras la señora sostiene la correa desde el interior del automóvil.
Cuando tuve la oportunidad, ¿le menté la madre a la gorda infecta aquella? No. Entre las prácticas sociales complejas que tenemos que desarrollar para poder hacer de este un lugar habitable, considero, se encuentra la de ocultar o disimular muchas de nuestras emociones. La misma habilidad que, por ejemplo, los niños pequeños apenas comienzan a dominar.
Apenas ayer, frente a mí, en un café, vi a uno de estos pequeños animales racionales dependientes. Gritaba, lloraba, exigía. Y debo decir, fue un espectáculo digno de verse. Un adorable pequeño tirano.
¿Por qué vienen a cuento estas anécdotas? No estoy muy seguro de poder aclararlo pero sé que pensaba en aquella señora cuando veía a este niño. Quizá esté siendo injusto con el infante, pues a menudo pienso en La Fodonga como uno de los ejemplos más claros de todo lo terrible que ocurre en esta ciudad. La desconsideración total a las necesidades ajenas, ciertos valores burgueses torcidos (antes arde en llamas la ciudad que mi perro se quede sin pasear), la soledad, ay, la soledad, y, sobre todo, la deshumanización que provoca la tecnología. Pues, verán, creo que ese perro necesitaba ser paseado porque se encontraba inquieto. E inquieto se encontraba porque nadie le prestaba atención. Y poca atención se le prestaba porque estaba encendido el televisor. ¿Exagero? Quizá, pero añádale a esto el uso del automóvil y el uso de la correa: artilugios absolutamente modernos, creados para distanciar y someter. ¿Sabe en qué pienso también cuando recuerdo a esta señora? En esas otras señoras, jóvenes aún pero corriendo sin demora al futuro representado por La Fodonga, que pasean por los centros comerciales (rara vez en los parques, claro) conectadas a sus hijos pequeños por, sí, correas. Quizá ya hayan escuchado esta queja antes, y quizá alguien ya ha puesto atención al fenómeno (son cada vez más raras las ocasiones en que veo a una de estas madres), pero no lo olvide: sucedió, en esta ciudad.
¿Qué ciudad es esta? Es un lugar donde las personas se obligan a realizar actividades constantemente, evitando toparse con el sueño, el aburrimiento o la desidia, al mismo tiempo que ejercen la cautela que normalmente lleva al sueño o la desidia. Un lugar ocupado, con sus bancos, cines y oficinas, saturado de distracciones. Es difícil acercarse a las personas así, entablar vínculos afectivos. Lo sé. Vivo aquí. Pero se lo pido, por favor: saque a pasear a su perro, viva un poco, toque a sus hijos.
*Este texto apareció originalmente en la edición de septiembre de PLTMEX. Busquen la publicación, es gratuita.