Friday, February 26, 2010

Finalmente me pasó algo


Ayer estuve atrapado, no mucho tiempo, en un elevador. Ascendíamos, se fue la luz y sentimos el jalón de la caja. Hablo en plural pues iba con Abel, compañero del trabajo, de vuelta a la oficina. Pensé que todo esto iba a ser más emocionante. Apretamos el botón de la alarma. Al poco rato escuchamos una voz que nos dijo que no nos preocupáramos, que nos iban a sacar pronto -era el digamos, intendente- y fue así. Ignoro cómo, pero jaló la caja hasta que llegó a la altura de un piso donde abrimos las puertas. Subimos desde ahí por las escaleras para sentarnos en nuestros escritorios y esperar a que regresara la luz. No lo hizo. Estuvimos leyendo, escuchando el motor de los generadores de edificios contiguos. Decidimos irnos cuando dieron las siete. Acá, un video de Nicholas White, quien pasó 40 horas encerrado en las entrañas de un edificio.

Wednesday, February 24, 2010

Como en cualquier otro arte

"Ay, no", dijo el mariconcito sentado en la mesa contigua a la que ocupábamos en el café, al escuchar el ascendente repiqueteo del metal golpeando concreto, justo antes de que viéramos al gran danés corriendo y ladrando sobre la calle Ámsterdam, arrastrando con su correa una de las sillas de Cafemanía, ubicado una cuadra atrás. La silla rebotaba conforme avanzaba. El perro siguió ladrando, asustado, hasta que lo perdí de vista. Lo reconocí. Lo llamo, lo llamamos -los compañeros de la oficina y yo- "El perro de Koba", pues siempre lo trae un hombre que se parece a Stalin -son los bigotes, donde encontramos el parecido. Pero no fue Koba quien corrió detrás del perro sino un hombre calvo y de lentes. Corría lento, en clara desventaja. Se veía comprensiblemente preocupado. Esto es algo de lo que vi hoy. Otra cosa que vi hoy: por la mañana, en la madrugada, en realidad, un mensaje de una amiga en el que leí "No voy". El mensaje fue enviado con plena confianza: confianza en que no había problema y confianza en que yo entendería que lo que le seguía al "No voy" era "a correr contigo, como hicimos ayer". El mensaje fue enviado con dicha confianza pues, bueno, así es como funcionan los mensajes y las amistades. El mensaje me despertó y lo leí con agradecimiento. La verdad, a esa hora, tampoco quería correr. Yo no corro. No es algo que haga. Excepto que conviene hacerlo, he llegado a esa conclusión (más tarde leí un texto en el NYT sobre las maldades de pasarse todo el día sentado). De tal modo que he decidido hacer ejercicio. Ayer corrí, con dicha amiga. Me duelen, ahora, y desde que desperté, los muslos. Cosa curiosa: otra cosa que vi, hoy, fue la primera línea de La nieve roja, el cuento que le da título a la colección de relatos de Sigismund Krzyzanowski, que era lo que leía antes de que viera al perro asustado corriendo con una silla persiguiéndole, y que dice: "Para ser sumiso, hay que hacer ejercicio".

Tuesday, February 23, 2010

Ayer nació la hija de un amigo

Ayer nació la hija de un amigo. Previendo, el día anterior fui a comprarle algo útil, un regalo. Mi madre me acompañó, también quería mandarle algo. Habiendo realizado la compra, mi madre me preguntó si me importaba que pasara por una revista -había un Sanborns cerca- y le dije que no, que por supuesto que no me importaba. Mientras la esperaba me puse a hojear un cómic de Marvel en el que descubrí que Wolverine tiene un hijo. El cómic, un omnibús, relataba una larga historia sobre un enfrentamiento entre Wolverine y su hijo y su reconciliación. Regresó mi madre, cargando la bolsa cerrada donde venía su revista.
-¿Qué compraste?, le pregunté.
-Quién.
-Tú.
-¡Quién!
Etc.

Sunday, February 21, 2010

"Para quien está perdido y agoniza en el desierto"

A la luz de Cuadraturín, de Kryzanowski, esta línea de Autobiografía de un cadáver, se relee con cierta perturbación: "un pequeño mundo que podría estar encerrado con llave dentro de mi habitación". Hay, en efecto, peligros en el habitar esa soledad nuestra.

Friday, February 19, 2010

Acantilado

Igual y esto se reduce a que hay una sensibilidad apocalíptica imperante, pero no deja de parecerme curioso que en El País -donde no hace mucho se escribió sobre la "literatura apocalíptica"- se señalara que El cielo es azul, la tierra blanca de Hiromi Kawami (aún en el catálogo de novedades de Acantilado) fue considerada por Shukan Asahi como una "historia de zombies". Traigo esto a cuento porque ahora que me senté a leer el texto sobre Hemito von Doderer, "Ante Los demonios", de Juan García Ponce (escrito en 1993, recopilado en Tres voces, de Aldus de 2000) se recuerda que "su suceso central es el incendio del Palacio de Justicia en Viena el 15 de julio de 1927" (también recordé cómo, finalmente, lo que le da pie a Rodrigo Rey Rosa para su El material humano es la explosión de un polvorín de la policía guatemalteca, en 2005). Y no sé, uno ve títulos en las mesas de novedades, títulos de Acantilado, y además de éste, de von Doderer, encontrará otros como La nave de los muertos o Fin. No digo nada. Pienso en frases como "Los trenes no existen hasta que se descarrilan". Sueño con mesas novedades de mitad de siglo. No digo nada.

Thursday, February 18, 2010

Psicorrea

Leo en Autobiografía de un cadáver de Krzyzanowski:

"Un antigo cuento indio narra la historia de un hombre obligado a llevar a hombros, noche tras noche, a un cadáver, con sus labios muertos pero susurrantes pegados a la oreja, hasta que éste termine de contarle la historia de su vida pasada mucho tiempo atrás".

Más adelante, leo sobre los intentos de este cadáver por realizar estudios en torno al yo y lo que sacó de ellos:

"En todo caso, abandoné todo intento de entrar en mi yo interior. Todas esas experiencias con la amistad, los experimentos con el 'yo' de otros, los esfuerzos por dar o recibir amor, debía, pensaba yo, olvidarlas y renunciar a ellas para siempre. Hacía tiempo que había decidido la construcción de una especie de pequeño mundo aplanado en el que todo sería como en el de aquí; un pequeño mundo que podría estar encerrado con llave dentro de mi habitación".

El narrador de dicha autobiografía sigue así un buen rato, hablando sobre lo mucho que tiene que decir sobre lo poco que tiene que decir. He leído cosas así, antes. Incluso, se tiene que decir todo, he realizado experimentos similares, en menor o mayor escala -alejarse de personas a las que uno frecuente, volverlas a frecuentar, experimentar ser más sociable, más bueno, más amable, lo que se viene entendiendo por tal cosa en nuestra parte incólume y pura que confundimos con algo real. Siempre, por alguna razón, me impresionan y al rato terminan por parecerme un poco imposibles, por decirlo de algún modo, estas cosas, estos esfuerzos; imposibles, en suma, que alguien se esfuerce en escribir para asegurar que lo que quiere hacer es no seguir, guardar silencio. Esto es otro modo de decir (pero sólo lo sugiero) que el arte es una especie de religión o de enfermedad basada en una enorme (o diminuta pero persistente) sospecha.

Lo curioso de esto, creo, es que ahora se me ocurre que cuando pensé en el cadáver que escribe dicha autobiografía pensé en el descrito por Rodrigo Rey Rosa ("Hacía tiempo que yacía ahí, abajo, y su forma quieta era ya parte del paisaje del agua") en uno de sus cuentos, cuyo título no recuerdo. A la vez, pensé en Cárcel de árboles, también de Rey Rosa, en la que un doctor lee un cuaderno escrito por alguien que sólo piensa cuando escribe, ¡es incapaz de hacerlo sin redactar!, víctima de un cruel y extraño experimento, y en cómo, de acuerdo con Jesús García Gabaldón, un 1 de mayo de 1950 Krzyzanowski "sufre un infarto cerebral que le afecta a la capacidad del lenguaje. Puede escribir, pero no puede leer lo que escribe". En seguida, García Gabaldón, en su introducción citada en la entrada anterior, recoge la anotación del "también olvidado" poeta Gueorgui Shengueli, que dice: "Hoy, 28 de diciembre de 1950, ha muerto Sigismund Krzyzanowski, escritor fantástico, genio ignorado, de igual talento que Edgar Poe y Alexánder Grin".

No sé quién fue Alexánder Grin.

Wednesday, February 17, 2010

Escritor inexistente

De "Apología del escritor inexistente" de Jesús García Gabaldón, que precede a la antología La nieve roja y otros relatos, de Sigismund Krzyzanowski:

"...quizá por ese motivo no llega a estrenarse su adaptación de Eugenio Oneguin para la ópera, con música de Prokófiev. Adapta para el teatro la novela Hady Murat, de Lev Tólstoi. No pasa la censura. En 1937 escribe la obra de teatro Ése, el tercero. No se estrena. En 1938 escribe el libreto Kola Bruñon, con música de Kabalevski. Tampoco se estrena. Entre 1937 y 1940 escribe el libro de microrrelatos o relatos hiperbreves A cual menor. Ni siquiera intenta publicarlo".

Saturday, February 13, 2010

Fin de semana de soltero

Pizza, Dr. Pepper, Diary of the Dead, libros, 8:34. p.m, "Yo te puedo poblar, soledad mía".

Thursday, February 11, 2010

Entrada 1300

Hoy, justo antes de entrar a la oficina, fui a comprar un café que al final no pudieron entregarme porque no tenían cambio (no se preocupen, más tarde conseguí cafeína, asegurando mi desempeño laboral). Mientras lo hacía me fijé en que el único televisor encendido estaba puesto en lo que parecía un canal serio donde transmitían entrevistas. Hablaba una cabeza con rostro barbudo. Puse atención. Descubrí que era un actor de telenovelas hablando muy seriamente de la mujer de quien recientemente se había divorciado y la supuesta adicción a las drogas que tenía esta mujer (pasaban imágenes de ella, acompañando las palabras del actor, caminando junto al Camino Real de Polanco, se veía muy decente) y los "graves problemas emocionales" que tenía. Todo esto pude ver, en la fracción de segundos que puse atención. Cuando no pudieron venderme el café aseguré que no había problema -no lo hubo- y vine aquí, a la oficina. Y ahora estoy pensando en que anoche que estaba esperando a que empezara Entourage le estaba cambiando a los canales del cable y me detuve un momento en The Girls of the Playboy Mansion. Lo que vi fue un momento del viaje que estas chicas hicieron con Hugh Hefner a Las Vegas y la visita al museo de cera que allí tienen. Las chicas y Hefner se tomaban imágenes junto a las estatuas de cera (un decir, eran figuras hechas con silicón -["como mis senos cariño", gritaba una de ellas]) y por supuesto llegó el momento en que las chicas y el Hefner de carne y hueso posaban junto al Hefner de silicón sobre una cama falsa y el consecuente momento en que me vi diciendo, a mis adentros, Don DeLillo podría escribir una novela a partir de este momento, como si hubiera algo allí, secreto y cifrado, aunque muy probablemente no sea así, muy probablemente lo único que había en ese momento era una persona un poco cansada del día laboral que estaba esperando el momento en que su programa sobre una estrella de cine y sus amigos y sus aventuras en Hollywood iniciara.

Tuesday, February 09, 2010

El néctar y el pus

Hace años que le hago la guerra a la cultura del yo. Mucho más ahora, en que existe ese amplificador de yoes baratos que es Internet. William Burroughs manejó la consigna de exposición total: abandonar las líneas de asociación del pensamiento lógico, dejar que fluya todo lo que es uno, lo bueno, la porquería, el néctar y el pus. En vez de eso, como podría haberse imaginado, Internet ofrece la posibilidad -ahora triunfante- de exhibir la marca mundial que es cada persona.

Marcelo Cohen, en esta entrevista.

Monday, February 08, 2010

La vida sedentaria, una exageración

La ruta diaria que me lleva de mi casa a la oficina comienza a trazarse en mi cabeza aproximadamente una hora antes de que suba al Metrobús, cuando comienzo a despabilarme bajo la regadera. Ya encaminado, después del desayuno y un poco de lectura (en los mejores días, cuando me he despertado a tiempo), recorro el camino de siempre, una línea tan bien establecida como los patrones de conducta de una persona adulta, rara vez alterada.
Viajo de pie, lo cual me provoca la engañosa sensación de que mi recorrido se realiza en su entereza a pata. Me vuelvo así una parte orgánica de la ciudad, un hombre de la calle, como quien dice. En el camino (a saber, lo que realmente recorro a pie, ya sea antes de la estación que funciona como paréntesis que abre hasta cerrarse en la segunda estación paréntesis, donde me bajo) me doy cuenta de una obviedad: nos sobra y falta energía constantemente, en una dinámica que sigue reglas no siempre evidentes. Y es que el camino está plagado de cafeterías y gimnasios (en mi ruta, interrumpida por el paréntesis Metrobús, cuento al menos dos locales dedicados exclusivamente a Pilates).
No se trata, en realidad, de una distancia muy grande, la que me separa del trabajo y mi hogar: va de la estación ubicada sobre Francia, custodiada por una estatua de Juan Pablo II (la segunda estatua del Papa que está allí; la anterior, que según recuerdo sólo era un busto, fue derribada no hace mucho por un borracho, después de atropellar a un policía que, en un arranque de heroísmo, intentó detenerlo cuando se dio a la fuga del alcoholímetro; esto no es gracioso) hasta Campeche, ya en Insurgentes Norte. Aún así, el tiempo que paso dentro me permite advertir una serie de cosas. Una de ellas es que soy un sentimental. Verán: no hace mucho leí en el New York Times un simpático texto, escrito por Verlyn Klinkenborg, “Baby Faces” se titulaba, y en él se señalaba que la máscara estólida que adoptamos cada vez que nos trepamos a un medio de transporte público se deshace cuando descubrimos que entre los usuarios se encuentra un bebé de brazos (me imagino que esto pasa sólo con bebés bonitos). De acuerdo con esta señorita, frente a la mirada del niño, todos, conmovidos, intentamos hacerle pasar un buen rato -aquí, se entiende, fingimos caras infantiles y hacemos ruidos, balbuceos, con la esperanza de ser recompensados, a su vez, con un ruido o una risa infantil. Esto es algo que nunca me he expermentado. Me ha tocado ver niños, sí, en el Metrobús; dormidos, la mayoría de las veces; llorando, frecuentemente. Pero he experimentado el abandono de esa cara estoica, cada que veo a un lector. Es algo, en efecto, enternecedor.
Señalar esto, me temo, se ha vuelto una especie de lugar común diseñado para elevar a quien lo subraya a la siempre respetable posición del Lector Que Lamenta que Nadie Lea en Su Camino al Trabajo. El lamento, en realidad, no tiene mucha cabida. Seamos justos: el Metrobús no es el lugar ideal para emprender una lectura (en mi caso, me limito a cuentos cortos o artículos de revista, si estoy de buenas); el tiempo que uno pasa allí no es tanto; la luz, de noche, es deficiente; las multitudes, se sabe, son frecuentes; y Ay TV’s, la programación que varios de los camiones transmiten en sus pequeñas televisoras, lo impide. Recuerdo un verano no muy lejano en el que el riff de “A-Punk”, de Vampire Weekend, era utilizado para señalar que una nueva nota informativa o de entretenimiento sería transmitida de inmediato. Me resulta imposible escuchar la canción ahora sin asociarla con el Metrobús.
Hace poco me permití ver algunas de las cápsulas de entretenimiento (la mayoría de ellas, bloopers) y cultura que se transmiten en un ciclo sin fin. Anoté algunos de los datos interesantes que se presentaban anticipados por la pregunta: “¿Sabías que...?”. Por ejemplo, ¿sabían que los búhos poseen una visión muy desarrollada? ¿Sabían que Gustavo Cerati es diestro porque nunca aprendió a tocar con la zurda? Esto lo sé porque es el tipo de interesantes datos que se le informan a los usuarios del Metrobús. No pierden detalle. También había una cápsula dedicada a la historia del cepillo de dientes. ¿Han visto ese pequeño corto de Pixar donde un enorme pajarraco se sube a un cable de luz en una carretera y es despreciado por los pequeñitos pajaritos snobs que lo ocupaban? El otro día lo pasaron, en Ay TV’s. Un par de jóvenes albañiles, desde su asiento, lo veían y reían y reían. Tuve ganas de abrazarlos. Pues era, también, enternecedor.
Pero hay, sí, lectores. En una ocasión incluso cometí el error de hablarle a uno de ellos. “¿Te gusta Bukowski?”, pregunté, inocentemente. “Sí, es un maestro”, me contestaron con solemnidad. Era un hombre pasada la medianía de la treintena. Varios minutos después me costó trabajo explicarle a este lector entusiasta que mi bajada se acercaba. Recuerdo que comenzó a producir de su mochila libro tras libro. Me los enseñaba y reseñaba todos. Disfrutaba especialmente la poesía de Bukowski, me informó. Yo asentía, creo, con amabilidad. Es algo curioso, esto de leer frente a otros, casi un acto de vanidad. No hace muchos meses, un joven, digamos, bohemio, se subió acompañado de una señorita y al notar que yo leía a Bulgákov (apenas entendía que leer novelas en el Metrobús es mala idea) dijo en voz alta: “¡El maestro y Margarita! ¡Ese libro es buenísimo!”. Asentí y sonreí, pero con temor esperé, a continuación, una conversación. La señorita que lo acompañaba le preguntó entonces, en un gesto que agradecí, si él lo había leído. El joven dijo que no, su entusiasmo disminuyendo, su mirada alejándose. Noté que el joven -era de mi edad, no sé por qué insisto con eso de “joven”- quería decir algo más. Las circunstancias se lo impidieron.
Sospecho que estas impresiones y pequeñas anécdotas no nos dicen gran cosa ni nos llevan a ningún lado. Es lógico: usar una misma ruta diario es como dar vueltas dentro de un mismo cuarto, cual tigre encerrado, la cola sangrante de golpear el mismo barrote. Concluyamos, entonces. Si este texto fuera como el Metrobús y este párrafo la última estación –no; si este texto fuera una ruta fija, como el hábito constante de un necio –no; si yo fuera el pasajero que observa con desapego a sus contemporáneos –tampoco; mejor aquí lo dejamos, en la inmovilidad del punto final.

Laguna negra

El sábado subí en moto rumbo a la torre Telmex, en Avándaro. En el camino me encontré -nos encontramos- a un ciclista que nos dijo que aún "le roncaba" pero nos dio algunas direcciones ("pasarán la Laguna negra, un lugar precioso, una casa, unas piedras, no hay pierde"). Después de un rato dimos con la laguna y estuvimos tumbados allí un rato, viendo la casa que se encuentra al otro lado, como si estuviéramos en una pintura de Peter Doig -en esa casa un alemán se dio un tiro hace tiempo, según cuentan- y los patos y las cacas de vaca. Después seguimos avanzando hacia arriba, rumbo a la torre de teléfonos. No la encontramos pero trepamos un peñasco. De regreso tuvimos un encuentro cercano del tipo bovino.

Tuesday, February 02, 2010

¿Montaña o playa o fondo marino?

En cierta ocasión, si mal no recuerdo, estaba en una reunión de ex numerarios. La mayoría experimentaba algún grado de rencor dirigido directa o indirectamente hacia la Obra, el Opus Dei, pero, simultáneamente, podía apreciar cierta, digamos, tranquilidad, en todos ellos, misma que crecía en la medida que todos hablaban sobre el tema. No era, claro, la primera vez que me encontraba en una situación así. En otra reunión similar, incluso se me llegó a llamar ex numerario de facto, pues, debe decirse todo, yo pasé la mayor parte de mi educación primaria y superior en instituciones que estaban estrechamente relacionadas con el Opus. Aquella no fue una reunión agradable. Ahora, sin embargo, había algo distinto en el ambiente. Quizá una mayor soltura, por decirlo de algún modo. La reunión era una celebración. Yo había llegado tarde. Conté varias botellas vacías sobre la mesa, al llegar. Y quizá esto no me lo creerán, pero al poco tiempo de que llegué comenzó a discutirse el carisma de San Josémaría Escrivá de Balaguer, con cierta admiración, noté, en contraposición al carisma de otras figuras públicas -específicamente, Franco y Hitler. Se formuló la pregunta: ¿quién era más carismático? ¿Hitler o Escrivá? No atendí los detalles ni los matices de la discusión (ni, lo dudo, si había una ironía subterránea en la conversación) así que decidí llevar la conversación por otros rumbos, con un amigo, aparte. En un arrebato de apofenia, sin embargo, se me ocurrió volver al río conversación y preguntar si San Josemaría hablaba a menudo de la impresión de que se sumergía, o si hablaba de inundaciones en sus discursos. Creo que lo pregunté porque, en el cruce del fascismo y el Opus Dei (carismático), recordé algo que había escrito Roberto Bolaño. Hablar de la relación de Bolaño y el Opus Dei quizá sea obvia, especialmente a la luz de algunos pasajes de Los detectives salvajes o Nocturno de Chile, aún más, a la luz de su afán general por provocar. Sin embargo, lo que me lo recordó aquella noche, específicamente, fue un párrafo de "Dos cuentos católicos", que se encuentra en El gaucho insufrible, en el cual Bolaño imposta la voz de un joven, jovencísimo, Escrivá:

"A veces sentía mareos. Ganas de vomitar. Juanito hablaba de la última película que habíamos visto y yo asentía con la cabeza y notaba que me estaba ahogando, como si los sillones estuvieran en el fondo de un lago muy profundo. Recordaba el cine, recordaba el momento de comprar las entradas, pero era incapaz de recordar las escenas que mi amigo, ¡mi único amigo!, rememoraba, como si la oscuridad del fondo del lago lo hubiera invadido todo. Si abro la boca tragaré agua. Si respiro tragaré agua. Si sigo vivo tragaré agua y mis pulmones se encharcarán por los siglos de los siglos".

Decir que la relación de este fragmento de "Dos cuentos católicos" con el Opus no es obvia quizá sea pedir demasiado. Después de todo, la segunda parte de "Dos cuentos católicos" (y el final de la primera) es una provocadora vuelta de tuerca al conocido -y muchas veces contado- momento en que Escrivá obtuvo la vocación. Pero el fragmento que recordé aquella noche siempre tuvo para mí algo de oculto -¿sabía Bolaño algo de Escrivá relacionado con inundaciones que yo no supe a pesar de todos los años que pasé cerca del Opus?- y con ecos, claros, en otras partes de la obra de Bolaño, por ejemplo, en este momento de 2666, en el que se describe la niñez de Hans Reiter (Benno von Archimboldi):

"En 1920 [apenas dos años antes sucede el momento vocacional de Escrivá, pero no viene a cuento] nació Hans Reiter. No parecía un niño sino un alga. Canetti y creo que también Borges, dos hombres tan distintos, dijeron que así como el mar era el símbolo o el espejo de los ingleses, el bosque era la metáfora en donde vivían los alemanes. De esta regla quedó fuera Hans Reiter desde el momento de nacer. No le gustaba la tierra y menos aún los bosques. Tampoco le gustaba el mar o lo que el común de los mortales llama mar y que en realidad sólo es la superficie del mar, las olas erizadas por el viento que poco a poco se han ido convirtiendo en la metáfora de la derrota y la locura. Lo que le gustaba era el fondo del mar, esa otra tierra, llena de planicies que no eran planicies y valles que no eran valles y precipicios que no eran precipicios".

Poco más adelante, podemos leer:

"Al principio caminaba con pasos inseguros y el médico del pueblo dijo que eso era debido a su altura y aconsejó darle más leche para fortalecer el calcio de los huesos. Pero el médico se equivocaba. Hans Reiter caminaba con pasos inseguros debido a que se movía por la superficie de la tierra como un buzo primerizo por el fondo del mar. En realidad, él vivía y comía y dormía y jugaba en el fondo del mar".


Otro que vive, come y duerme, y sobre todo, juega, en la tierra como si estuviera en el fondo del mar (aparentemente, sin problemas) es el alemán Udo Berger, protagonista de El tercer Reich (una novela publicada póstumamente, anterior, si entiendo bien, a La pista de hielo). Hay un momento en la novela (la busqué pero ya no lo encontré, debí hacer la anotación en su momento) en que Berger se plantea la disyuntiva playa/montaña y termina reconociendo que él es un hombre de las montañas, del bosque, aunque a menudo la vida del agua marítima parece llamarle (como le llama Conrad, su amigo que porta, obviamente, el nombre de uno de los autores que más amaron el mar -ese espejo de los ingleses- y que veían en el trabajo del marinero algo cercano a la santidad), ya sea en visiones curiosas donde ve a El Quemado (¿acaso un sudamericano que escapó de una tortura?) caminar como si se arrastrara por el fondo del mar, o esta, con la cual me acabo de topar y que dio pie a todo esto:

"¿Quién es?, preguntaba. Soy Florian Linden, detective privado, respondía un hilillo de voz. ¿Quiere entrar?, preguntaba. ¡No, no abra la puerta por nada del mundo!, insistía, con más energía, aunque no mucha, se notaba que estaba herido, la voz de Florian Linden. Durante un rato ambos permanecíamos en silencio, intentando escuchar, pero la verdad es que no se oía nada. El hotel parecía sumergido en el fondo del mar. Incluso la temperatura era distinta, ahora hacía frío y como vestíamos ropa de verano lo sentíamos más".

(Otra "razón" por la que pensé en un "vínculo" [¿pero no es esto una obviedad?] entre 2666 y El tercer Reich es la mención en la segunda de un ojo abierto, "un ojo, sólo uno, el izquierdo, creo, enorme y superazul, y no me lo quitaba de encima, a donde yo me moviera me seguía" que tiene, en mi cabeza, un eco con el inicio de la parte de Archimboldi: "Su madre era tuerta. Tenía el pelo muy rubio y era tuerta. Su ojo bueno era celeste y apacible, como si no fuera muy inteligente, pero en cambio buena, un montón".)

Aquella noche, recuerdo, me dieron una respuesta a mi pregunta. Al principio me dijeron que no, que Escrivá no hablaba a menudo de inundaciones ni era un tópico o una fijación que tuviera. Sin embargo, me dijeron aquella noche, había algo. Y es raro, pues me contestaron, con una respuesta concreta que aquella noche me pareció clara y lógica. Lo extraño de todo esto es que lo he olvidado pero no he olvidado que al poco rato de esta conversación decidí marcharme (pues de Escrivá pasamos a Bolaño y pocos lo habían leído y quienes lo habían hecho lo consideraban sobrevalorado, especialmente si se le comparaba con Baltasar Gracián, a quien tenían en una gran estima como, imagino, debe ser). Tomé el Metrobús rumbo a casa y cuando finalmente di con mi calle -llovía, poco- escuché un ruido atronador (un transformador se había reventado) y se fue la luz en la colonia entera. A lo lejos pude ver un brillo ambarino que provenía de la iluminación de edificios lejanos, que se esparcía por las nubes de la ciudad. Era de noche pero el cielo tenía ese curioso y tímido fulgor. Por un momento pensé que había invocado algo. No mucho después (aunque las suficientes noches como para que dude que tenga algo que ver) soñé que me encontraba en Valle de Bravo, en mi bicicleta, y que ascendía al mirador donde se encuentra la torre de teléfonos de Telmex y una casa solitaria -donde, me contó mi padre, encontraron el cuerpo del dueño, ya con un par de semanas descomponiéndose- y desde donde pueden verse varias lagunas, incluyendo la de Santo Tomás de los Plátanos, donde hay un poblado sumergido. En mi sueño experimentaba ansiedad porque, al meterme al agua (en un estanque que, en realidad, se encuentra a unos pasos de la casa solitaria) se me pegaban unas sanguijuelas.