Friday, May 28, 2010

Sujetándonos a las correas de cuero de nuestros bastones

Vuelvo a encontrar -ver entrada anterior- en Heimito von Doderer la expresión esa del lago al fondo de la montaña: "Una hora más tarde contemplábamos desde lo alto del Kahlenberg, recortado entre los árboles recién adornados con una gruesa capa de nieve, un piélago de casas de color azul acero, como un oscuro lago que reposara a los pies del monte" (en la página 374 de Los demonios, de la edición de Acantilado).

Hoy me hicieron el favor de prestarme Un asesinato que todos cometemos (Muchnik editores) y El tormento de los saquitos de cuero (Universidad Veracruzana).

Sunday, May 23, 2010

Yo era un adolescente y la estaba llevando a su casa

Yo era un adolescente y la estaba llevando a su casa, vivía lejos de la mía. Yo llevaba poco tiempo (me parece) de aprender a manejar y por razones que ahora me parecen inexplicables, ella me gustaba. Estaba sudando, recuerdo, de nervios. Habíamos tomado un café. Lo tomamos en silencio. Pagamos. Nos fuimos. Para cuando llegamos a su casa, que se ubicaba en una zona de la ciudad desde la cual podía verse gran parte de la ciudad, la noche caía y entonces dije (fue de las pocas cosas que dije durante nuestra salida, recuerdo) alguna cursilada sobre cómo las luces de la ciudad, cuando se encendían, me recordaban el modo en que las estrellas parecen iluminarse, repentinamente. Entonces ella me dijo que qué mal chiste. Era el tipo de cosas que me pasaban en mi adolescencia. Invitaba a una chava guapa, o que me parecía guapa, a salir; ella aceptaba salir. Yo decía cosas que se tomaban a broma -no sólo eso, sino como una mala broma- cuando en ellas, las cosas que decía, yo no depositaba la mínima pizca de humor.
Recordé esto de improviso, hoy, cuando leí una línea de Los demonios, de Von Doderer: "...los distintos barrios de la ciudad, como un oscuro lago que reposa a los pies del monte y que después de un pausado regreso nos recibe encendiendo las luces que saludan titilando".
También recordé que unos días atrás había leído -usado como epígrafe, traducido al inglés- este poema de Octavio Paz (uno que había leído siendo adolescente y que fue probablemente lo que me orilló a decir aquello en aquél momento):

Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas me escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en ese mismo instante
alguien me deletrea.

En una ocasión Octavio Paz invitó a salir a una muchacha. La llevó a un mirador. Les estoy contando una anécdota que me contaron. El poeta laureado estacionó el automóvil y vio cómo oscurecía sobre la ciudad. Vio, imagino, cómo se encendían las luces, titilando. Entonces, le dijo a la muchacha que invitó a salir:
"Algún día esas luces dirán Octavio Paz, Octavio Paz".
Una pausa.
"Octavio Paz, Octavio Paz", le dijo ella, "llévame a mi casa".

Friday, May 21, 2010

Convergencia, según Óscar Benassini


El de abajo es Chopin. Hace rato el Óscar me pregunta: "¿A ti te gusta ir de Chopin?".

***

Me gusta esto, de Robert Frost:

Some say the world will end in fire,
Some say in ice.
From what I've tasted of desire
I hold with those who favor fire.
But if it had to perish twice,
I think I know enough of hate
To say that for destruction ice
Is also great
And would suffice.

Lo leí acá, en la entrada más reciente de Weschler a su serie de convergencias: "La mirada cargada del artista".

Tuesday, May 18, 2010

Peso muerto

Roper le dice a Hillier, en Vacilación, de Anthony Burgess:

"-Pero es cierto, Roper, tenemos que dejar la historia atrás. Es un lastre que debemos soltar para poder seguir adelante. Es imposible hacer nada si tenemos que cargar con ese peso muerto sobre la espalda".

Monday, May 17, 2010

Sigo con Los demonios (de Heimito Von Doderer)

Leo en la página 269, en mi edición de Acantilado, esta curiosa descripción del momento que precede a la furia (en el libro se describe la pelea entre una pareja hasta llegar a un punto en el que un hombre estalla, dice algo, algo que espera sea destructor, y sale de la casa de la familia de la novia, dando un portazo). Curiosa, digo, porque parece más la descripción de un rencor que se guardó durante meses o años y no la de los momentos que preceden a un ataque de ira:

"Guardaba silencio. Pero aquel silencio no era fruto de la confusión de quien se siente incapaz de dar una respuesta, sino del odio y del resentimiento condensados, concentrados hasta el extremo; se debatía consigo mismo por encontrar la expresión más acertada, la que le permitiera dar con mayor seguridad en el corazón de la persona que tenía en frente, es decir, la expresión que más le hiriese. Estaba tensando la cuerda hasta el límite, para que la flecha que iba a lanzar penetrara con toda su fuerza".

Desde hace tiempo siento que estoy tensando una cuerda similar. Y encuentro esto curioso pues ni tengo a quién apuntar y, cosa rara, descubro que de encontrar a la persona, sentiría que estoy malgastando un dardo. Así pues, guardo silencio. Nada bueno sale cuando el motivo es el odio. Esto no es precisamente lo que quería decir. Lo que quería decir es: el odio no puede ser el motor de la literatura. Pero eso no lo digo yo, lo dijo Robert Walser.

A dormir.

Thursday, May 13, 2010

Cito de Los demonios de Von Doderer

Del quinto capítulo, La gran nebulosa, que ocupa un periodo en la década de 192o, en Austria:

La inteligencia -y aquí se encontraba el auténtico centro, la verdadera raíz de su amargura- había fracasado, no había podido impedir la Guerra Mundial ni su desdichado desenlace. La inteligencia había hablado por el pueblo sin voz, había hecho un uso perverso de su lengua, predicando la locura. Había un odio generalizado contra cualquier tipo de autoridad, que estallaba en cuanto ésta se insinuara. No se limitaba a rezongar de mal humor, reaccionaba groseramente en señal de protesta. En cierto hospital, un paciente con mucha conciencia de clase, aunque con poca formación en el socialismo, se encaró con un famoso cirujano y le dejó muy claro lo que pensaba; le dijo que un profesor no debía recibir en modo alguno un salario mayor que el que le correspondía a quien se ocupaba de la calefacción de una casa. Ambos eran obreros, uno no era más importante ni más valioso que el otro.
-Bueno, pero ahora cálmese, querido amigo -repuso el docto cirujano sonriendo- o, si no, mañana dejaré que lo opere el señor de la calefacción.

***

(De un tiempo para acá le vengo preguntando a conocidos, al azar, qué prefieren, si una persona inteligente o una buena; cuando, en cambio, y como a menudo pasa, me preguntan a mí, invariablemente contesto que prefiero a una buena persona, pero procuro -ignoro por qué- no aclarar que una buena persona generalmente es una persona inteligente, lo cual no pasa, no necesariamente, al revés. En fin, no presten atención, pensaba en eso ahora que leía esto.)

Festival de Cannes

Me cuenta Óscar de un puesto de hot dogs (o dogos o perros calientes) en Hermosillo conocido como Festival de Canes en el cual ofrecen distintos tipos de hot dogs que llevan el nombre de perros famosos. Le pregunto si estos "perros famosos", dada la naturaleza del nombre, incluyen a luminarias del cine de siempre como Rintintín, Lassie, Benji, Marmaduke... y así, enumero algunos (no tantos, ¡no los hay!), y me dice que sí, que así es, que yo podría, de quererlo, poner un puesto de hot dogs con el mismo concepto -pues tengo el mismo tipo de ingenio, ¡y es hasta este punto de la conversación que me percato de que me está insultando!
Grandes momentos.

Tuesday, May 11, 2010

Sunday, May 09, 2010

Leo Los demonios, un libro difícil y complicado


Ahora que leía Los demonios me entraron las ganas tontas de recordarles, queridos lectores, que estaba leyendo Los demonios. Es como si tuviera un alma gorda que come entre comidas, que necesita constantemente de una distracción, un aperitivo espiritual o intelectual. (El otro día Mauricio Salvador, haciendo un pausa en una conversación sobre el régimen al que se someten algunos boxeadores, me arrojó una estadística: cuando estamos conectados a la red tardamos unos veinte minutos en regresar a la tarea original; le dedicamos unos tres minutos, de este modo, a subtareas, digresiones en la conversación que es nuestro trabajo diario).
Hace un tiempo leía el ensayo crítico de García Ponce a propósito de la novela de Heimito von Doderer, un texto escrito antes de que existieran traducciones al castellano de la novela (y que puede encontrarse en la compilación Tres voces; en la imagen, pueden encontrar a Von Doderer, el primero de izquierda a la derecha). En algún momento, Ponce señala el interés de Doderer por el cambio, en pocos años, de los intereses estéticos de la sociedad vienesa del principios del siglo pasado: comienza a tenerse en estima a las muchachas esbeltas aunque muchos aún tienen en gran estima a las gorditas. Así, encontramos pasajes como este, donde Selma Stuermann, colaboradora del cronista de Los demonios, se queja:

"Tengo la sensación de que un día me quedaré completamente fuera, porque se ha vuelto demasiado absurdo. ¿Se da cuenta, señor jefe de sección, de lo que hacen esas mujeres aparte de jugar a las cartas? Una se fija en la otra para ver si, Dios no lo quiera, ha tenido la suerte de adelgazar y ha vuelto a perder otro medio kilo... ¡Es ridículo! ¿Quién de nosotros, me refiero a personas de nuestra edad, puede tener todavía una figura esbelta como la que está de moda ahora?".

O este otro, de un capítulo titulado Tarta de requesón:

"Mientras la doncella abotonaba, la señora Markbreiter pensó que, a pesar de la historia de Grete, hoy era en cierto sentido un buen día, un día agradable, pues, conforme a su distribución semanal, no había ni masaje ni gimnasia, y tampoco baño turco, que le llevaba una cantidad de tiempo terrible, pero sobre todo, hoy, sábado, 8 de enero, no era día de pesarse. Allí, en una esquina del baño, estaba la báscula de precisión con su larga arra lacada en blanco, una figura seca con pinta de institutriz que cada noche, antes de irse a descansar, le lanzaba una mirada metálica y relampagueante a la pobre señora Clarisse, que se clavaba en lo más hondo de su mala conciencia, especialmente cuando sobre ésta pesaba el chocolate con nata montada, la repostería y los dulces".

Hoy me pesé. Lo hice después de correr una media hora. El tercer día de esta semana que termina que hice ejercicio. Pesé 60.8 kilos, menos que la última vez que me pesé. Me pregunto si me peso por vanidad, por interés científico, por observar con asombro que, ¡es verdad!, si uno hace ejercicio baja de peso; por una combinación de estas cosas a la cual le podemos añadir una motivación nutrida por la culpa o la adopción de la cantaleta irónica que reza Fitter, happier, more productive..., pero tomada, en realidad, como un mantra, algo de lo cual, vamos, no necesitamos burlarnos. El cuidado de uno mismo debe tomarse en serio. Pero que tanta gente se lo tome en serio, estoy consciente, puede ser más que sospechoso. Quizá, claro, sólo hago ejercicio porque quiero poder contar que estoy haciendo ejercicio, así como quiero contar que estoy leyendo Los demonios. Hay otro pasaje de esta novela donde se describe a las mujeres que pasan horas en un café y el modo en que se acomodan dentro del café de acuerdo a su peso y fisionomía (las más gordas son las de mayor rango social). Hay, además de estas gordas que platican, muchachitas esbeltas que leen. ¿Qué leen?

"Todos los periódicos que hubiera. Todas las revistas que hubiera. Torres de papel, líneas impresas, imágenes. Estuve observando a una -una criatura bondadosa, inocente, de peso medio- que, tras cuatro o cinco líneas de lectura, siempre se interrumpía, miraba alrededor, seguía leyendo, ¡cinco horas alternando los mismos pasos! No era que esperase a alguien. Hacía aquello cada tarde, pues mientras leía, quería enterarse además de lo que estaba ocurriendo a su alrededor, por ejemplo, si la señora Thea Rosen llevaba puesto algo nuevo, o si aquel día había vuelto a venir por allí aquél joven tan curioso que siempre echaba miradas a la señora Rosen. Esto o cualquier otra cosa... no importaba lo que fuera. Y, si no ocurría nada, volvía a leer. Entre tanto, tal vez hubiera sucedido algo. Esta mujer parecía el tormento ideal para un escritor condenado en los infiernos, que tuviera que observar por toda la eternidad cómo lee su libro más difícil complicado... Sin poder matarla, se entiende".

Saturday, May 08, 2010

Una cooperación cercana entre el negocio y el amor


Tardé más de lo que quería en leer The Moviegoer (1961) de Walker Percy (en imagen). Tuvo que llegar el sábado para poder hacerlo. Curioso: lo leí no sobre un escritorio sino en el metro (fui al centro, di un paseo, compré un libro que estaba buscando, regresé a casa) y mientras esperaba mi turno en la peluquería. Curioso, digo, que el escritorio me expulse -quizá a fuerza de pasar la mayor parte del tiempo (entre semana) frente a uno. La razón por la que esto pasó, esto de no poder terminar un libro sino hasta que llegó el fin de semana, es sencilla: el trabajo consume gran parte de mi tiempo. No sólo eso, lo hace de tal modo que mentalmente me predispongo a ver el fin de semana como el espacio para el "tiempo libre". Toda mi rutina gira en torno al trabajo. Esto no significa, claro, que el trabajo sea un hoyo negro, tiempo perdido; es muy extraño el modo en que reincide en mí esta tentación continua de verlo así, como si la vida estuviera en otra parte: en las dos horas que tengo para comer, en el café, en la noche cuando hago deporte si es que no me levanté lo suficientemente temprano para hacerlo por la mañana, en las series que pasan en el "prime time", en esa hora que supone ir en el Metrobús (de ida al y de regreso del trabajo) y durante la cual puedo leer un rato libros que no están relacionados con las cosas que leo para el trabajo (dicho sea de paso: gran parte de mi trabajo consiste, precisamente, en leer, en leer todo el tiempo, leer textos que aparecerán en la revista, revisar dichos textos, leer noticias culturales, y a veces escribir, ¿escribir qué?, escribir sobre lo que uno ha leído; lo que más parece trabajo, en este sentido -es decir, en el sentido de tiempo muerto- es mandar correos y hacer llamadas; no, esto es impreciso; sería más bien redactar información; pero incluso es impreciso adjudicarle a estas actividades la sensación de "tiempo muerto", pues también llego a encontrar placer en estas cosas; el trabajo, me sorprende continuamente, puede ser placentero).
Todas estas reflexiones incrementan durante las temporadas en que el trabajo exige mayor atención y esfuerzo. Quizá sea el cierre de la revista en el cual nos encontramos los compañeros desde hace una semana, quizá sea el calor. No lo sé. Es posible, tal vez, que finalmente esté desesperado, ¿pero cómo saberlo? De saberlo, ¿sería capaz de hablar de ello? Ni siquiera quería escribir sobre lo que siento o no en el trabajo sino sobre el placer o el fuerte interés que puede provocarme leer sobre el trabajo de personajes en algunas novelas que he leído en años recientes. Tenía ganas de compartir el siguiente párrafo de The Moviegoer desde hace días, pero no es hasta pasada la media noche de este sábado que puedo transcribirlo. Binx Bolling, a punto de cumplir treinta años, le explica a su secretaria Sharon lo que harán con unos archivos:

"Do you know what these names are?", le pregunta.
"Customers' files".
"They are also portfolios, individual listings of stocks and bonds and so forth. Now I tell you what we do every year about this time. In a few weeks income taxes must be filed. Now we usually mail our customers a lot of booklets and charts and whatnot to help them with their returns. This year we're going to do something different. I'm going to go through each portfolio myself, give the tax status of each transaction and make specific recommendations to every customer in a personal letter, recommendations about capital gains, and losses, stock rights and warrants, dates of involutary conversions, stock dividens and so on. You'd be amazed how many otherwise shrewd businessmen will take long term gains and losses the same year".
She listens closely, her yellow eyes snapping with intelligence.

Es un pasaje árido, supongo. Abstracto, incluso, como leer un párrafo de la Metafísica de Aristóteles, al menos uno donde la claridad de un pensamiento desenvolviéndose se vuelve patente. Desprovisto de humor o ironía (ni siquiera el "snapping with intelligence" es irónico, ¿no?, al menos yo no lo creo) uno apenas olvida, leyendo esto, que el Sr. Bolling si no quiere llevarse a Sharon a la cama al menos está dispuesto a llevarla a la playa -como hará pocas páginas más adelante. Es, sencillamente, un hombre hablando de trabajo. Recuerdo haber leído un pasaje similar en El hombre del traje gris (1955) de Sloan Wilson, aunque allí la descripción minuciosa de las actividades laborales de Tom Rath están encaminadas para demostrar que Rath la pasa mal -después de todo Rath vivió, vivió mucho más de lo que vivirá de ahora en adelante, detrás de un escritorio, pues Sloan Wilson fue a la guerra; algo que también hizo Bolling si bien en The Moviegoer este trasfondo bélico nunca se representa como un terreno donde los hombres vivieron a pleno sino, al contrario, del cual salieron heridos anímicamente, quebrados, condenados a ser una especie de Extranjero camusiano. Así, al pasaje donde se describen las actividades de Rath, recuerdo, le siguen unas líneas en las que Rath se encuentra mirando constanmente el reloj. No tengo, ay, el libro a la mano, lo presté; también presté Revolutionary Road de Richard Yates (es bien sabido que el año en que The Moviegoer ganó el National Book Award en Estados Unidos, el libro de Yates fue finalista) donde pasa algo similar: Frank Wheeler, el hombre que se sintió vivo en la guerra ahora se encuentra enclaustrado en una oficina, si bien hay varios pasajes donde se describe, también a detalle, su día a día laboral, aunque es claro que en este caso Yates parece sugerir que en la medida que su placer en el trabajo crece, también lo hace la infelicidad de su esposa. (Hay un momento en The Moviegoer en el cual se le acusa a Bolling de ser egoísta precisamente porque disfruta su trabajo y porque disfruta ir al cine y liarse con muchachitas, aunque esta impresión pronto se diluye).
No recuerdo si en Recursos humanos de Antonio Ortuño hay pasajes en los cuales se represente al trabajo más que como un tropiezo indefinido en el camino hacia la felicidad o el éxito o lo que imaginamos como la felicidad y el éxito. Hasta donde recuerdo, en esa novela se parte siempre desde la idea de que el trabajo es tedioso, rutinario, absurdo incluso, signo de un sistema de maldad, como si fuera, en efecto, un castigo divino impuesto y no algo propio de los hombres. No soy capaz de recordar en qué trabajan los personajes de Ortuño.
Esta idea de trabajo está más o menos presente en otras novelas más o menos recientes, según recuerdo -en Houellebecq, por ejemplo, o en Beigbedier, donde incluso trabajos en los cuales uno podría imaginar cierta dicha incluso en sus momentos más tediosos (ya fuera en la labor del científico, del publicista o del ingeniero en sistemas) se vuelven una especie de muerte en vida. Tendría que revisar. Tendría que revisar también La tregua de Benedetti (el otro día vi un fragmento de la adaptación mexicana al cine que se hizo de esta película; un hombre le hablaba a su secretaria, de un escritorio a otro; le cambié) o El banquero anarquista de Pessoa. Y toda esa literatura de cubículo, de querer seguir hablando de esto.
Pero mejor les diré que todo esto me hizo pensar en Kierkegaard, en La filosofía del tedio, en David Foster Wallace y sobre todo en que el otro día que salí a tomar un café, que salí de la oficina, pasé por una librería de viejo y vi la traducción que publicó Alfaguara de Revolutionary Road y que me hizo pensar en lo triste (no exageraré) que es ver un libro en una librería de viejo, un libro que quizá se compró al poco tiempo de que saliera la adaptación al cine y que al poco tiempo también se vendió. Mejor les diré, pues, que no tengo conclusiones para ofrecer. Excepto, quizá, sugerencias: es bueno trabajar. Hay que trabajar.

Monday, May 03, 2010

Con la urgencia espiritual de una novela rusa

Es lunes, temprano por la mañana. El sol. Los pájaros. La poca gente en el Metrobús. Aparentemente muchos se tomaron el asueto no oficial. Hay, sin embargo, gente, y a esta gente la ignoro para leer The Moviegoer, de Walker Percy, un libro que debo terminar hoy para poder regresar pronto a su dueño y entonces dedicarme, ahora sí, a Los demonios, de Heimito Von Doderer. A punto de llegar a la estación donde me bajo, leí en The Moviegoer:

"I seem to recall an article about a subway breaking down in New York. The passengers who had their noses buried in newspapers began to talk to each other. They discovered that their fellow passengers were human beings much like themselves and with the same hopes and dreams; people are much the same the world over, even New Yorkers, the article concluded, and given the opportunity will find more to like than to dislike about each other".

El texto seguía pero por un momento dejé el libro para ver al resto de los pasajeros. Uno, frente a mí, llevaba un periódico abierto, en la sección de avisos oportunos. Una muchacha guapa recién se había subido. Un hombre platicaba con un joven -quizá se conocían, no lo sé- sobre lo feas que son las meseras de Hooters. Entonces me di cuenta que ya había llegado a mi estación.