Tardé más de lo que quería en leer The Moviegoer (1961) de Walker Percy (en imagen). Tuvo que llegar el sábado para poder hacerlo. Curioso: lo leí no sobre un escritorio sino en el metro (fui al centro, di un paseo, compré un libro que estaba buscando, regresé a casa) y mientras esperaba mi turno en la peluquería. Curioso, digo, que el escritorio me expulse -quizá a fuerza de pasar la mayor parte del tiempo (entre semana) frente a uno. La razón por la que esto pasó, esto de no poder terminar un libro sino hasta que llegó el fin de semana, es sencilla: el trabajo consume gran parte de mi tiempo. No sólo eso, lo hace de tal modo que mentalmente me predispongo a ver el fin de semana como el espacio para el "tiempo libre". Toda mi rutina gira en torno al trabajo. Esto no significa, claro, que el trabajo sea un hoyo negro, tiempo perdido; es muy extraño el modo en que reincide en mí esta tentación continua de verlo así, como si la vida estuviera en otra parte: en las dos horas que tengo para comer, en el café, en la noche cuando hago deporte si es que no me levanté lo suficientemente temprano para hacerlo por la mañana, en las series que pasan en el "prime time", en esa hora que supone ir en el Metrobús (de ida al y de regreso del trabajo) y durante la cual puedo leer un rato libros que no están relacionados con las cosas que leo para el trabajo (dicho sea de paso: gran parte de mi trabajo consiste, precisamente, en leer, en leer todo el tiempo, leer textos que aparecerán en la revista, revisar dichos textos, leer noticias culturales, y a veces escribir, ¿escribir qué?, escribir sobre lo que uno ha leído; lo que más parece trabajo, en este sentido -es decir, en el sentido de tiempo muerto- es mandar correos y hacer llamadas; no, esto es impreciso; sería más bien redactar información; pero incluso es impreciso adjudicarle a estas actividades la sensación de "tiempo muerto", pues también llego a encontrar placer en estas cosas; el trabajo, me sorprende continuamente, puede ser placentero).
Todas estas reflexiones incrementan durante las temporadas en que el trabajo exige mayor atención y esfuerzo. Quizá sea el cierre de la revista en el cual nos encontramos los compañeros desde hace una semana, quizá sea el calor. No lo sé. Es posible, tal vez, que finalmente esté desesperado, ¿pero cómo saberlo? De saberlo, ¿sería capaz de hablar de ello? Ni siquiera quería escribir sobre lo que siento o no en el trabajo sino sobre el placer o el fuerte interés que puede provocarme leer sobre el trabajo de personajes en algunas novelas que he leído en años recientes. Tenía ganas de compartir el siguiente párrafo de The Moviegoer desde hace días, pero no es hasta pasada la media noche de este sábado que puedo transcribirlo. Binx Bolling, a punto de cumplir treinta años, le explica a su secretaria Sharon lo que harán con unos archivos:
"Do you know what these names are?", le pregunta.
"Customers' files".
"They are also portfolios, individual listings of stocks and bonds and so forth. Now I tell you what we do every year about this time. In a few weeks income taxes must be filed. Now we usually mail our customers a lot of booklets and charts and whatnot to help them with their returns. This year we're going to do something different. I'm going to go through each portfolio myself, give the tax status of each transaction and make specific recommendations to every customer in a personal letter, recommendations about capital gains, and losses, stock rights and warrants, dates of involutary conversions, stock dividens and so on. You'd be amazed how many otherwise shrewd businessmen will take long term gains and losses the same year".
She listens closely, her yellow eyes snapping with intelligence.
Es un pasaje árido, supongo. Abstracto, incluso, como leer un párrafo de la Metafísica de Aristóteles, al menos uno donde la claridad de un pensamiento desenvolviéndose se vuelve patente. Desprovisto de humor o ironía (ni siquiera el "snapping with intelligence" es irónico, ¿no?, al menos yo no lo creo) uno apenas olvida, leyendo esto, que el Sr. Bolling si no quiere llevarse a Sharon a la cama al menos está dispuesto a llevarla a la playa -como hará pocas páginas más adelante. Es, sencillamente, un hombre hablando de trabajo. Recuerdo haber leído un pasaje similar en El hombre del traje gris (1955) de Sloan Wilson, aunque allí la descripción minuciosa de las actividades laborales de Tom Rath están encaminadas para demostrar que Rath la pasa mal -después de todo Rath vivió, vivió mucho más de lo que vivirá de ahora en adelante, detrás de un escritorio, pues Sloan Wilson fue a la guerra; algo que también hizo Bolling si bien en The Moviegoer este trasfondo bélico nunca se representa como un terreno donde los hombres vivieron a pleno sino, al contrario, del cual salieron heridos anímicamente, quebrados, condenados a ser una especie de Extranjero camusiano. Así, al pasaje donde se describen las actividades de Rath, recuerdo, le siguen unas líneas en las que Rath se encuentra mirando constanmente el reloj. No tengo, ay, el libro a la mano, lo presté; también presté Revolutionary Road de Richard Yates (es bien sabido que el año en que The Moviegoer ganó el National Book Award en Estados Unidos, el libro de Yates fue finalista) donde pasa algo similar: Frank Wheeler, el hombre que se sintió vivo en la guerra ahora se encuentra enclaustrado en una oficina, si bien hay varios pasajes donde se describe, también a detalle, su día a día laboral, aunque es claro que en este caso Yates parece sugerir que en la medida que su placer en el trabajo crece, también lo hace la infelicidad de su esposa. (Hay un momento en The Moviegoer en el cual se le acusa a Bolling de ser egoísta precisamente porque disfruta su trabajo y porque disfruta ir al cine y liarse con muchachitas, aunque esta impresión pronto se diluye).
No recuerdo si en Recursos humanos de Antonio Ortuño hay pasajes en los cuales se represente al trabajo más que como un tropiezo indefinido en el camino hacia la felicidad o el éxito o lo que imaginamos como la felicidad y el éxito. Hasta donde recuerdo, en esa novela se parte siempre desde la idea de que el trabajo es tedioso, rutinario, absurdo incluso, signo de un sistema de maldad, como si fuera, en efecto, un castigo divino impuesto y no algo propio de los hombres. No soy capaz de recordar en qué trabajan los personajes de Ortuño.
Esta idea de trabajo está más o menos presente en otras novelas más o menos recientes, según recuerdo -en Houellebecq, por ejemplo, o en Beigbedier, donde incluso trabajos en los cuales uno podría imaginar cierta dicha incluso en sus momentos más tediosos (ya fuera en la labor del científico, del publicista o del ingeniero en sistemas) se vuelven una especie de muerte en vida. Tendría que revisar. Tendría que revisar también La tregua de Benedetti (el otro día vi un fragmento de la adaptación mexicana al cine que se hizo de esta película; un hombre le hablaba a su secretaria, de un escritorio a otro; le cambié) o El banquero anarquista de Pessoa. Y toda esa literatura de cubículo, de querer seguir hablando de esto.
Pero mejor les diré que todo esto me hizo pensar en Kierkegaard, en La filosofía del tedio, en David Foster Wallace y sobre todo en que el otro día que salí a tomar un café, que salí de la oficina, pasé por una librería de viejo y vi la traducción que publicó Alfaguara de Revolutionary Road y que me hizo pensar en lo triste (no exageraré) que es ver un libro en una librería de viejo, un libro que quizá se compró al poco tiempo de que saliera la adaptación al cine y que al poco tiempo también se vendió. Mejor les diré, pues, que no tengo conclusiones para ofrecer. Excepto, quizá, sugerencias: es bueno trabajar. Hay que trabajar.