Wednesday, December 18, 2013

18.XII.2013

Estábamos en un parque, sentados en una banca, junto a un kiosco de revistas. Yo le explicaba al Escritor Profesional qué era lo que me parecía indigno de su forma de actuar y él me escuchaba atentamente. Después de un rato me explicaba los beneficios monetarios que le habían traído el actuar como había actuado y dejábamos de hablar al respecto. Entonces el Escritor Profesional se levantaba y se acercaba al kiosco, donde compraba tres cómics, dos de Spiderman y un Ómnibus de Marvel. Un niño lo veía con envidia. Entonces yo estaba en la iglesia que se encontraba junto al parque, subía hasta lo más alto, donde se encontraba una ventana que daba al parque, una mujer calva, enferma, y un anciano platicaban y observaban el paisaje.  

Tuesday, December 10, 2013

10.XII.2013

Estábamos en un parque de diversiones con dimensiones utópicas. Entrábamos a una de las atracciones, una especie de cine que se veía a reventar. Pero en realidad apenas éramos un puñado de personas, la mayor parte de los "espectadores" eran títeres y cartones recortados con siluetas humanas y que ayudaban a dar la impresión falsa de que el público era masivo. El sueño me recordó a otro sueño que tuve, donde el cine era, también, una iglesia. También soñé con un antiguo compañero de la universidad a quien me encontraba en un pueblo, donde viven mis abuelos. 

Friday, November 15, 2013

Entorno familiar



En "El libro de los reyes y de los tontos", incluido en La enciclopedia de los muertos (1986), Danilo Kiš (1935-1989) expone los mecanismos de la calumnia: "Existen sólo dos maneras, igualmente ineficaces, de defenderse. (Nadie ha inventado aún la tercera.) O bien calla, convencido de que la gente no tomará en serio las mentiras que circulan sobre usted (impresas, no lo olvide), o bien, indignado, contesta usted a la calumnia. En el primer caso, dirán: se calla, porque no tiene nada que alegar en su defensa. En el segundo: se defiende porque se siente culpable. Si no se siente culpable, ¿por qué diablos tiene que justificarse?". El relato, concebido como un ensayo en torno a los orígenes de Los protocolos de los sabios de Sión (su lugar lo ocupa el ficticio El complot o las raíces de la quiebra de la sociedad europea) es de 1983 y cuestiona la opinión comúnmente aceptada de que los libros sirven sólo al bien.  Recurre a la estrategia predilecta de Kiš (que lo coloca en la tradición de Schwob, Poe y Borges): yuxtaponer bibliografía ficticia y real para otorgar verosimilitud a sus relatos. Así, se cita a un infame pintor diletante (autor de Mein Kampf) para apoyar la idea de que probar la falsedad de un libro como ése es "precisamente la prueba de su autenticidad".

Kiš insistió en esta parábola, que señala la fuerza de la mentira y el escándalo. Ahí están "La historia del Maestro y el discípulo" o "Los perros y los libros", de Una tumba para Boris Davidovich (1976). Pero tuvo conocimiento de esa fuerza en su vida también: tras la publicación de Una tumba... se desató una polémica idiota (se le acusó de plagiar fragmentos del libro) que, al menos, dio pie a un título significativo: Lección de anatomía (1977). Entre los "plumíferos" a quienes Kiš imparte una lección destaca el lector perezoso y malintencionado Dragan M. Jeremić, quien incurrió en una serie de malentendidos (acusó a Kiš de tomar datos [¡!] de ciertos libros; los mismos que se enumeran en una nota aclaratoria). "Estos malentendidos", explica un Kiš inclemente, "se producen sólo porque Jeremić no sabe nada sobre la esencia de la literatura y porque es un idiota literario". El libro es más que una compilación de insultos: es una explicación puntillosa de una poética (en algún momento, Kiš compara el ejercicio con el del mago que revela sus trucos).

Es placentero (morboso) atender los detalles de un escándalo literario y la maestría con la que un autor talentoso expone a enanos. Pero también se llega a conclusiones deprimentes: nada ha cambiado entre los literati.

Esta reseña de Lección de anatomía de Danilo Kiš apareció en La Tempestad 92, septiembre-octubre 2013.

Thursday, November 14, 2013

14. XI.2013

Estábamos en un elevador, el otro Guillermo y yo, de una versión futurista pero venida a menos de la Cineteca Nacional. En el elevador iba una muchacha a la que Guillermo, el otro, se acercó para oler con lo que podría describir como intenciones indecorosas. La muchacha se escandalizó y molestó y al salir del elevador comenzó a increparlo y regañarlo. Mientras esto ocurría yo me encontraba con Lilián López y Blanca, una amiga que estudia a Walter Benjamin, quienes habían ido a la Cineteca para ver La vida de Adèle. Se veían preocupadas por la forma en que subía de tono la discusión entre la chica del elevador y Guillermo. Entonces el sueño adquiría un ritmo de persecución: les preguntaba a Lilián y Blanca cómo salir y me dijeron que, creían, había un pasadizo secreto por los baños. Corrí, cruzando salas y corredores que me recordaban más bien a un Cinépolis, hasta llegar a los baños –había orina en el piso– donde encontraba un pasadizo que descendía hasta llevarme a un ducto de ventilación de dimensiones industriales. Había mallas en ambos extremos. A través de una un grupo de niños de aspecto peligroso me ofrecían sustancias ilegales a precios módicos. A través de la otra sólo se veía luz. Me dirigía a donde se encontraban los niños, quienes se dispersaban apenas me veían llegar. Entonces el sueño adquirió un tono disparatado: me lanzaba a un terreno baldío de lo que parecía una ciudad de Medio Oriente (había casas de lodo y terracota, sombras, textiles, artilugios extraños) y, temo decir, de pronto yo me convertía en una especie de Wolverine que peleaba contra un hombre monstruoso.

Estábamos en la casa de la persona con la que no me he reconciliado y, tras una discusión clara y justa, nos reconciliábamos. Dábamos paseos peripatéticos, visitábamos un supermercado y regresábamos a su casa donde nos esperaban varias personas, muchas de ellas desagradables. Una sombra deambulaba en un piso superior.

También soñé con cuestiones relacionadas con el trabajo (en un taxi, mi jefe me daba pruebas de impresión que debía regresar, íbamos del sur de la ciudad hacia el norte de la ciudad, por Insurgentes).

Wednesday, November 13, 2013

13.XI.2013

Estábamos en una especie de librería, sentados en una mesa. La librería también era un restaurante. Y nos encontrábamos en Mérida y al parecer regresábamos de alguna especie de "evento literario". En la mesa se encontraba un amigo, que tiene unas tres o cuatro novelas publicadas. Llevaba boina y una guayabera. Hacía calor. También estaban otras dos personas, un hombre y una mujer, pero no las recuerdo. Antes de sentarme le había preguntado a una persona que trabajaba en la librería cuánto costaba un libro de Pessoa (que bien pudo ser El libro del desasosiego o un libro sobre la obra de Pessoa; creo que anoche vi en el Péndulo un libro sobre los heterónimos de Pessoa y se coló a mi sueño). Me dijo que lo iba a investigar y entonces me reuní con mis amigos en la mesa. Finalmente, el empleado regresó para informarme que tenía otra edición del mismo libro, más cara (publicada en Siruela) y que sólo podía venderme esa. Llevaba en la mano la otra edición, la barata, la que no me podía vender. "¿Por qué no puede venderme la edición más barata?", le pregunté. "Porque la de Siruela es más cara".

Monday, November 11, 2013

11. X. 2013

Estábamos en un solar. Había jóvenes, hombres y mujeres, vestidos todos con ropa deportiva y creo que estábamos realizando algún tipo de ejercicio marcial (algunos llevaban rifles). Hacía sol y cielo azul y un Cocker Spaniel llamaba de pronto nuestra atención, se arrojaba al suelo y se acostaba, sin disposición a levantarse: podíamos no sólo adivinar que había miedo en su rostro sino que ese miedo significaba que iba a temblar de inmediato. Tomamos las precauciones que pudimos (la mayoría se acostó en el suelo) pero el sismo fue de dimensiones catastróficas: se abrió la tierra. Pero descubrimos pronto que sólo se abrió el cascarón de la tierra: debajo de la plaza sobre la que llevábamos a cabo nuestros ejercicios marciales, cubierta por una piel de pequeños tabiques, se encontraba un suelo suave, de tierra negra, sobre la que caímos sin lastimarnos (excepto por algunos raspones producidos por los tabiques). Algunos aún sostenían con fuerza los rifles. Nos preguntábamos si estábamos bien. Todos estaban bien.

Friday, November 08, 2013

8.XI.2013


Estábamos en una parte de la ciudad más o menos despoblada, un solar cruzado por calles. Hacía calor y no queríamos estar demasiado tiempo a la intemperie. Le pedía que me esperara pues quería comprar una revista o que se adelantara y lo veía en el restaurante. Había expresiones del tipo "No te preocupes", pero expresadas con ansiedad –al parecer, hablé en sueños. La persona con la que hablaba era alta, de tez blanca, pelona, de rostro severo. Una camioneta negra nos esperaba, el motor encendido, vidrios polarizados.

Anoche intentamos llegar a tiempo a la taquilla del Cine Diana para comprar boletos y poder ver una película que sólo estaría ese día. Tomé un taxi a sabiendas de que Reforma estaba a vuelta de rueda –había dejado mi bicicleta en casa– y los reportes viales, que han adquirido un tono metereológico, informaban de un contingente que avanzaba por la avenida. Más tarde me enteraría de que eran manifestantes del CNTE, pero en la radio lo hacían sonar como si fuera un evento tóxico aéreo o una especie de plaga.

Al final no encontramos boletos y nos refugiamos en una especie de club social, donde hablamos sobre la crisis española (pero no sólo de eso) y comimos en abundancia. Quizá por eso, por la noche, hablé en sueños. Fue una buena noche.

No entiendo muy bien por qué sigo escribiendo aquí. Nunca estoy satisfecho. Lo de copiar las reseñas de los libros que he leído para La Tempestad tiene un sentido más lógico, una sensación de constancia que me alegra, pero esta otra cosa tiene una razón misteriosa que no comprendo y que no tiene mucho que ver con el placer sino, más bien, con la felicidad. Pero lo he dejado de hacer con la regularidad de antes...

Ya me había ocurrido que sueño con librerías, incluso con tiendas de cómics, pero no me había pasado con revistas.

Por alguna razón, quizá porque, por un capricho, empecé a leer Ciudad de Simak (lo tomé del librero de Elizabeth, sin avisarle), recordé a Franco Félix, leyendo en la calle. Una vez, camino al trabajo –cuando él todavía vivía y trabajaba acá– lo pasé en la bicicleta y sentí algo similar a la envidia cuando noté que él aún hacía eso de caminar y leer, algo que he dejado también de hacer (quizá por andar en bicicleta).

No es más difícil leer caminando que revisar el teléfono idiota mientras se camina. 

Monday, October 28, 2013

Fragmento de conversación

Escuchado en la calle:

"...lo que necesito es conseguir una mayor estabilidad económica...".

Esto, obviamente, es alarmante.

Tuesday, August 20, 2013

Sobrios y despiertos

Una pregunta efectista: si un árbol cae en el bosque y nadie lo escucha, ¿importa?
Iniciar así me permite dos cosas: sugerir el estado de la literatura y la crítica actual (¿importan cuando nadie les presta atención?) y señalar uno de los vicios a los que se quiere orillar al pensamiento crítico, el efectismo.
Así que aquí estamos, en una lectura en público. No lo pasen por alto, es uno de los síntomas del clima que habitamos. Creo que todos podemos aceptar que el clima no es el óptimo y que preferiríamos otro, donde la literatura fuera culturalmente relevante y donde no se identificara a la crítica con pasiones tristes como la envidia o el odio. Basta dar un vistazo a los medios para percatarse de que no es así, que lo culturalmente relevante son las noticias indignantes, las películas entretenidas, la música idiota, las novelas de prosa legible y estructuras decimonónicas, los deportes espectaculares, las opiniones escandalosas, los llamados “líderes de opinión”, la corrección política, la democracia, la libertad, el capitalismo de rostro humano, etcétera. Un vistazo a los índices de lectura de nuestro país sirve también para entender que a nadie le interesa leer, mucho menos la literatura.
No creo que la situación sea precisamente escandalosa, sólo es un clima y no se dejará de escribir literatura (y con literatura quiero decir buena literatura) porque a la mayoría de nosotros nos cuesta menos trabajo entretenernos y distraernos que concentrarnos y leer, a solas, en casa, sentados en el escritorio, con dificultades, trabajosamente: como debe leerse.
Pero, de nuevo, aquí estamos, convencidos de que el deber no es ser inteligentes sino pensar, agregar algo al mundo, en la medida de nuestras capacidades. Hacemos nuestra parte: cumplimos con los deberes culturales, nos visitamos mutuamente, nos leemos, nos interesamos y nos disponemos a participar, quizá avergonzados de que ello, parece, es equivalente a dejar el espíritu crítico en casa (no llevaremos la contra, creemos que es lo mismo que insultar a una persona).
Hay, claro, un enfrentamiento entre la cultura popular y la literatura como disciplina. La literatura exige el disenso, ir en contra de la época; la cultura, en cambio, exige la participación, ser democráticos y abogar por el consenso, evitar los conflictos. Está claro también: evitar conflictos desde la cultura es imposible. ¿Es quizá ésta una de las contradicciones contemporáneas con las que debemos aprender a vivir?
Se ha señalado antes: asistir a un evento de este tipo es similar a visitar las tibias camas de los moribundos. En el mejor de los casos, el público asiste, interesado en esa frágil práctica que es la literatura, y pone atención a nuestros últimos estertores. Es la forma en que el público nos sostiene las húmedas y huesudas manos. Ocasionalmente el distinguido espectador reirá o murmurará en señal de encontrarse atento pero también notará que la persona que está en el estrado no está hecha para leer en público: su cuerpo lo traiciona. Lo asaltan las muletillas. Se pone nervioso. Carajo, su trabajo no es hablar en público: nunca ha sido elocuente, ¡por algo se dedica a escribir!
El clima en el que nos encontramos hace de las lecturas públicas, las giras literarias, las columnas de opinión, las presentaciones de libros, las fiesta de lanzamiento, los tristes debates y opiniones públicas, acciones que parecen inevitables, necesarias. Es parte de un ciclo promocional. Alguien se percató de algo: hace falta “crear conciencia”, publicitar y “crear comunidades” para que uno pueda dedicarse a esto. Por supuesto, es una confusión: se ve a la literatura cada vez menos como una disciplina artística y cada vez más como una profesión laboral. Hablamos de vocaciones y de la intención, del ideal, de vivir de esto. Si hubiera entrevistas de trabajo para ser escritores, gustosos haríamos citas, nos sentaríamos en salas de espera y cuidaríamos nuestras palabras con el objetivo de conseguir la plaza.
¿Qué esperamos de las lecturas realizadas en público? Más o menos lo mismo que de cualquier evento cultural: que sean interesantes, incluso entretenidas. Una buena lectura es una lectura graciosa. Quizá una buena lectura también sea provocativa. Pronto nos percatamos de que algunos miembros del público se ríen sin razón alguna. ¿Hemos tenido éxito? Lo extraño es que nadie vino a contar chistes sino a señalar una situación y resulta que todo esto es entretenido. ¿Por qué? Porque hemos decidido olvidar que el pensamiento y la lectura son actividades primordialmente aburridas, tediosas, complejas, que exigen atención. El escritor profesional, claro, no lo cree así: su trabajo es conectar con el público, hablar desde el alma, hacernos entender por qué se siente así. Su trabajo es crear obras entretenidas, costeables, excelentes productos. ¿Todo va a arder?, se pregunta el escritor profesional, bien, pues al menos haremos buena leña.
El escritor profesional está convencido de que es un desastre no ser culturalmente relevante. Por ello intenta serlo. Asiste a lecturas públicas, claro, pero también a presentar libros, a foros televisivos, se convence de que no importa escribir idioteces si eso le consigue una columna en un semanario; se convence también de que no importa escribir positivamente de una novela que no le parece importante, si eso significa poder participar sin mover demasiado las aguas. Para el escritor profesional no hay pensamiento crítico, sólo haters y trolls. El escritor profesional se convence también de que no habría por qué avergonzarse de autopromoverse hasta el cansancio. No sólo imparte talleres de narrativa, también participa en ellos, aunque en la mayoría de los casos parezcan terapias de grupo. El escritor profesional, en suma, cree que el público es una persona de buena posición a la que debe rendírsele pleitesía, cuando no lo es. Con el paso del tiempo comienza a preguntarse si no le convendría más dedicarse al cine o al Twitter, de tiempo completo. Comienza a sospechar que su género predilecto no es la novela sino el recibo de honorarios.
El escritor profesional tiene una formidable recepción crítica.
El escritor profesional es una joven promesa.
El escritor profesional es el chico malo de las letras.
El escritor profesional es polémico.
El escritor profesional tiene gran éxito, es divertido, carismático, cambia las reglas del juego, es transgresor, es franco, es un fenómeno que va más allá de su libro. Simpático, descarado, irónico, intenta por todos los medios romper con los clichés, está lleno de anécdotas, nos obliga a soltar carcajadas, nos pone de puntas con sus vueltas de tuerca, es rompedor, excesivo, su prosa es casi tuitera.
El escritor profesional es un payaso.
Hay un problema con los payasos. Todos ustedes conocen la anécdota kierkegaardiana: un payaso va y se presenta ante el público, le anuncia que el teatro se está incendiando. El público cree que es broma y no puede parar de reír, ¡es tan convincente, pareciera que el teatro realmente está en llamas!
El problema, en fin, con ser un payaso es que con el tiempo uno olvida que lo importante no es ser atractivo para las masas, sino anunciar el fuego. 
¿Qué perdemos ante lo entretenido, ante lo divertido? Lo aburrido y lo exigente, lo laborioso, que es mucho.

Ahora, para finalizar, otra anécdota de casas que arden, contada por el compositor Ernst Krenek, muy cercano al satírico vienés Karl Kraus: «En un momento en que reinaba gran agitación debido al bombardeo de Shanghái por parte de los japoneses, encontré a Karl Kraus sumido en uno de sus célebres “problemas de una coma”. Me dijo más o menos lo siguiente: “Ya sé que todo esto no tiene sentido cuando la casa arde. Pero mientras sea posible, tendré que hacerlo, pues si la gente que está obligada a ello hubiera prestado siempre atención a que las comas se encontraran en su sitio, Shanghái no estaría en llamas”».

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Un breve texto que leí en Cholula, como parte de la celebración del segundo aniversario de Lado B

Friday, August 09, 2013

Dos libros de Terry Eagleton


Para leer (bien o mal) un poema

No estamos ante un manual dirigido a estudiantes, como quiere hacernos creer, astutamente, Terry Eagleton (Salford, Reino Unido, 1943). Aunque amable y claro, el texto cuestiona la vigencia de ciertos modos de leer poesía, estableciendo vínculos de orden práctico con la política, entendida en su sentido amplio. Es verdad, los capítulos se hilvanan como los de un manual («hemos examinado algunas cuestiones teóricas sobre la naturaleza de la poesía»). Se muestran vicios de escuelas críticas como el formalismo ruso y de métodos como la lectura atenta del New Criticism, además de los límites materiales del análisis semiótico. Este modo de avanzar cobra pertinencia en la definición que Eagleton propone de la poesía; inicialmente aventura: es el lugar donde «las palabras sólo pueden concebirse en el orden en el que las encontramos» (recordando sus peculiares características formales) o un puente entre el «sobrio aunque bastante pacífico racionalismo» y el «número de seductoras aunque bastante peligrosas formas de irracionalismo» que han caracterizado la modernidad (recordando su dimensión política). Eagleton define al poema, finalmente, como «una declaración moral, verbalmente inventiva y ficcional en la que es el autor, y no el impresor o el procesador de textos, quien decide dónde terminan los versos». Aquí se condensa su propuesta: utiliza el término verbalmente inventivo en lugar de verbalmente autoconsciente, que sería más apropiado para una crítica que, desde la «fenomenalización del lenguaje» (Paul de Man), sólo atiende aspectos realmente formalizables, como la métrica o la rima, pero que pasa por alto los que apelan a la interpretación del lector (tono, modo, cadencia, gesto dramático...): los que hablan de "lo que somos". Aquello que, asegura Eagleton, los poemas se encargan de recordarnos. Eagleton sugiere así la posibilidad de un lector con la suficiente autoridad moral y cierto bagaje cultural para determinar por qué hay modos correctos e incorrectos de leer un poema.

Esta reseña de Cómo leer un poema de Terry Eagleton (la traducción de Akal es de 2010) apareció originalmente en La Tempestad 80.


La literatura como estrategia

Como ocurre en Cómo leer un poema (2007), el título El acontecimiento de la literatura (2012) podría confundirnos sobre sus intenciones, especialmente al presentar la categoría de acontecimiento, hoy asociada fundamentalmente a la obra de Alain Badiou. Para el filósofo francés se trata de la reconstrucción conceptual de un evento local e histórico, definido con relación –pero no casualmente– a un «paralaje acontecimental» (la clase obrera, por ejemplo). En este sentido, es distinto a un hecho, que no necesita de una visión retrospectiva para ser reconocido. La única ocasión en que Terry Eagleton menciona a Badiou en su nuevo libro, sin embargo, es para colocar su concepto en la tradición secularizada de la doctrina de la palabra creadora, sugiriendo que guarda un parecido con la magia, el sacramento, la fantasía decimonónica o el anhelo de Kenneth Burke por «un acto puramente creador, original y gratuito, que no contemple nada más allá de sí mismo», cosa que dista de la idea de la literatura de Eagleton, una actividad con pies firmes en la realidad.

El crítico británico se distancia de Badiou con una de sus estrategias típicas: rastrea analíticamente las tradiciones en las que se enmarcan conceptos que utilizamos con frecuencia (así vincula posiciones radicales de la posmodernidad con la filosofía voluntarias medieval de Ockham o Duns Escoto). Quizá debamos leer el título como una provocación conservadora. Pero entendamos aquí «conservador» como aquel que retoma y reinserta momentos de la tradición (oculta o no) para juzgar el presente, una figura similar a la del coleccionista en Benjamin, que, por ejemplo, vio en Karl Kraus a un recolector de citas que manifiesta «no el poder de preservar sino el de purificar, el de arrancar de su contexto, de destruir». (Eagleton ahonda en esa figura en Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria, de 1981). La pregunta sartreana «¿Qué es la literatura?» señala con mayor claridad las intenciones de este libro.

Comúnmente la cuestión se ha enmarcado en el debate entre nominalistas y realistas. Aunque la afinidad con los realistas y el escepticismo ante los nominalistas son claros, Eagleton no comete la torpeza de identificar la pregunta por la literatura con una cuestión ontológica («¿cuál es la esencia de la literatura?»). Aún así, se opone a un panorama teórico en el que los nominalistas (comúnmente liberales humanistas) han ganado  terreno. Es decir, los teóricos que, como Stanley Fish, no son capaces de ver una diferencia específica entre el lenguaje ordinario y el literario (Eagleton mete en este saco también al Rancière de La palabra muda, quizás apresuradamente). Opta entonces por reconocer, sencillamente, que «la literatura» sigue funcionando como categoría y que una persona común es capaz de reconocer rasgos entre las obras literarias sin tener que recurrir a la metafísica trascendental (en ese punto acude a la noción «aires de familia» del Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas). Posteriormente propone y explica escolásticamente una taxonomía provisional de estos parecidos de familia, a saber: lo ficcional, lo moral, lo lingüístico, lo no pragmático y lo normativo, que forman una compleja serie de redes que se superponen y entrecruzan. No son rasgos necesarios para la literatura y puede ocurrir que algún otro tipo de acto de la palabra (como un chiste) posea alguno de ellos. Tampoco son definiciones precisas, lo cual no significa que se esté dando pie a la indeterminación. Tal vez algunos vean en esta actitud una especie de agua tibia, pero Eagleton vuelve a probarse como crítico cauteloso y prudente.

Los momentos más deleitables de este libro se encuentran en su escolástica, es decir, en la catalogación de las posiciones a favor y en contra de un problema, de la que se desprenden las mejores y se evidencian las peores. Al abordar lo ficcional, Eagleton enumera sin piedad algunos de los disparates que se han escrito al respecto. Así, Gregory Currie recalca que una interferencia es razonable cuando cuenta con un alto grado de razonabilidad, y Margaret MacDonald nos anuncia presurosa que las novelas de Jane Austen existen. La actitud se repite cuando busca apoyar sus argumentos. El más importante en este libro es que la literatura y la crítica literaria son estrategias para responde a nuestras preguntas (al escribir, los autores plantean y superan un problema). También en este aspecto Eagleton continúa en la estela de Aristóteles, quien señaló que sólo formulamos preguntas que y apuntan a sus respuestas. Una tradición que el inglés ve también en el Jameson de La cárcel del lenguaje, en Althusser y Foucault –quienes señalan que las preguntas aceptables determinan respuestas plausibles–, así como en Nietzsche y Marx. Al ver a la literatura como una praxis aristotélica, una actividad que no depende de factores externos, como podrían ser un dudoso reconocimiento o las regalías obtenidas por publicar un título, Eagleton insiste en su auténtico valor moral: la autodeterminación (socavando otros aspectos como la capacidad imaginativa que, suponen los liberales, es la habilidad que da pie a la empatía, olvidando graciosamente que también se necesita imaginación para ser cruel).

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Esta reseña de El acontecimiento de la literatura se publicó en La Tempestad 91.