Cómo cansa la inteligencia. Algo así decía Proust. "Cada día otorgo menos valor a la inteligencia", decía él. Lo acabo de revisar. Fui a mi librero, tomé el libro, busqué la página y leí. Esto es algo que disfruto hacer, algo en lo que puedo confiar, la posición y el lugar donde se encuentran mis lecturas. Se trata, para mayores referencias, del modo en el que Proust inicia el prefacio a su Contra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana. Otra cosa curiosa que uno puede encontrar allí es el recuerdo, precisamente, que le otorga la sensación de paladear una tostada mojada en té. No, no una magdalena, una tostada. No, ésta no se la da su tía. ¿O era su abuela? Ah, se repetía mucho, este muchacho. Se trataba de su abuelo, quien le daba tostadas mojadas, durante su niñez. Permítanme un momento para pensar en mi cartera, las historias que contiene, las fotografías en las credenciales, el modo en que el resto de las personas cree poder comprender uno a través de las historias que contamos en torno a la cartera. No he cambiado mi cartera en años. Es negra y abultada. Siempre cargo con mucho cambio. El otro día, recuerdo, caminaba rumbo al trabajo. Llevaba la mochila abierta y un hombre me detuvo para decirme: "Oye, amigo, traes la mochila abierta". "Ah, gracias", le dije, fingiendo sorpresa, "no me había dado cuenta". A lo que el amable hombre respondió, "Uno nunca sabe si hay amigos de lo ajeno por ahí". Esa expresión, amigos de lo ajeno... Por un momento creí que me diría que me cuidara de los carteristas.
En mi cartera llevo credencial de Block Buster. Credencial de cliente frecuente de un par de librerías y mi licencia de conducir. Mi credencial de elector y mis tarjetas de débito. Llevo también mi tarjeta de miembro de un programa de retribución al cliente, para el cine. Tickets que cargo sólo por no limpiar la cartera. Mi tarjeta del Metrobús. Y antes llevaba otras cosas, fotografías de algunos de mis seres queridos, pero he dejado de hacerlo. ¿Las he perdido? ¿Las he regalado? No consigo recordarlo. Comienza a dolerme el cuello de la rígida posición que adopto al escribir de este modo. La verdad es que sólo quería escribir sobre la memoria, las cosas que uno carga consigo para no tener que estar buscándolas. Y es curioso, supongo, que comience poniendo en duda la inteligencia, mi capacidad para clasificar cosas. Debe ser curioso también que fuera esto precisamente lo que Proust pusiera en duda, le tenía mayor confianza a esa especie de magma que crece en la cabeza y que sólo sale a la luz cuando hay erupciones de sinapsis encontradas, de recuerdos súbitos, de cuestiones que poco nos atienen.
Mi infancia. Fue bella y dulce, ella. Paseaba y veía, leía mis tiras cómicas. Hace unos días recordé aquella de Tintín, El secreto del Unicornio. Una en la que el capitán Hadock es poseído, como suele pasar, por los espíritus de la bebida, pero también, cosa que debo decir no recuerdo de ninguna otra tira, por un recuerdo que se inserta en la usualmente lineal historia a modo de flashback. Lo que no recordaba y con lo que me topé -como una bella sorpresa- fue aquella escena en la que se soluciona una parte del misterio. Verán, parte de la historia tiene que ver con unos pergaminos que se han perdido, o que alguien ha robado. Más adelante, se entera uno, no es que fueran robados sino coleccionados por un curioso señor, Celerino Panzón, quien resulta ser una especie de "amigo de lo ajeno". Y que va, agarra y pone las cosas en su colección:
Hojeo ahora mismo y mis ojos se detienen en otra parte de la historia en la que Tintín está encerrado en los calabozos o sótanos de una mansión, buscando un tesoro, según recuerdo. Oh, todo es tan vago. Pero las imágenes son bastante claras: al escuchar una voz que viene al otro lado de un muro de ladrillos, consigue quebrar este para encontrarse a sí mismo dentro de un largo corredor, lleno de tesoros. Mi cuello, carambas. Sigue tenso. Me detengo un momento y pondero al respecto.
Mi infancia. Fue bella y dulce, ella. Paseaba y veía, leía mis tiras cómicas. Hace unos días recordé aquella de Tintín, El secreto del Unicornio. Una en la que el capitán Hadock es poseído, como suele pasar, por los espíritus de la bebida, pero también, cosa que debo decir no recuerdo de ninguna otra tira, por un recuerdo que se inserta en la usualmente lineal historia a modo de flashback. Lo que no recordaba y con lo que me topé -como una bella sorpresa- fue aquella escena en la que se soluciona una parte del misterio. Verán, parte de la historia tiene que ver con unos pergaminos que se han perdido, o que alguien ha robado. Más adelante, se entera uno, no es que fueran robados sino coleccionados por un curioso señor, Celerino Panzón, quien resulta ser una especie de "amigo de lo ajeno". Y que va, agarra y pone las cosas en su colección:
Hojeo ahora mismo y mis ojos se detienen en otra parte de la historia en la que Tintín está encerrado en los calabozos o sótanos de una mansión, buscando un tesoro, según recuerdo. Oh, todo es tan vago. Pero las imágenes son bastante claras: al escuchar una voz que viene al otro lado de un muro de ladrillos, consigue quebrar este para encontrarse a sí mismo dentro de un largo corredor, lleno de tesoros. Mi cuello, carambas. Sigue tenso. Me detengo un momento y pondero al respecto.
1 comment:
gran post. lo mejor de la memoria es reconstruir -o deconstruir- nuestros recuerdos de manera que, aunque para nosotros sean más nítidos que el cristal pulido al momento de evocarlos, si los confrontáramos con la relidad nos daríamos cuenta de lo equivocados que estábamos. por eso es mejor, a veces, no corroborar sino dejar que la memoria juegue su juego -salte a la cuerda de la imaginación- en el patio trasero de nuestro cerebro-intelecto.
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