Finalmente, mis padres mi primo y yo decidimos salir el domingo de casa para comer en la Trattoria que, como era de esperarse, estaba prácticamente desierta excepto por los alegres meseros que se esforzaban en poner buena cara detrás de sus tapabocas (los panaderos, en la tienda de la entrada al restaurante, también llevaban, pero siempre lo hacen). Mi padre y yo entramos al restaurante dándole conclusión a una discusión sin conclusión que habíamos iniciado en el auto. Con el libro de Wells terminado, retomé el Diario del año de la peste y una línea me hizo pensar en una imagen que había visto en un periódico en línea unos minutos antes de salir de casa, un grupo de guadalupanos frente a la imagen de la Virgen de Guadalupe con sus tapabocas azules; debajo de la imagen, una cifra de la supuesta cantidad de muertos que ha cobrado la influenza en la Ciudad de México. Le comenté a mi padre, a partir de ello, la respuesta de la Ilustración ante eventos naturales -como el terremoto de Lisboa en 1755- y en fin, cosas así, como sacadas de Wikipedia, sólo para llegar a la pregunta de si uno podía considerar los eventos o desastres naturales como algo moral, amoral o en cierto sentido sobrenatural. Mi padre me recordó que el diluvio y que las grandes pestes bíblicas y me preguntó: "Bueno, ¿pero tú no crees que Dios podría hacer algo así?". Claro que podría, "pero ese no es el punto, la pregunta es si tú crees que, por ejemplo, esto de la influenza es un acto divino; y de serlo, ¿daría igual, no crees? Finalmente caería tanto sobre justos como injustos, como me imagino que es como sucedió en lo que se cuentan en la Biblia". Dejamos esta ociosidad cuando mi padre me recordó que en Sodoma y Gomorra, de acuerdo con la Biblia, no había justos; "hay sociedades que pueden corromperse enteras", me dijo. Pero no somos nosotros quienes podrían decir esto. Y bueno, ese era un poco el punto, que uno, como humano, sería incapaz de dar con los criterios morales para reconocer un evento de la naturaleza como uno de justicia divina. Recordé entonces cuando estaba en la preparatoria y un terremoto azotó a la ciudad. Un compañero, recuerdo, imitó a una viejita que estaba en la calle agarrada de un poste de luz, gritando: "¡Dios, calma tu iraaaaa!"
Lo que trajo a colación esta conversación de domingo por la tarde fue una línea de la introducción a mi edición de
Diario del año de la peste en la que se cita el Salmo 91, del cual copio un fragmento a continuación:
El que mora en el secreto de Elyón/ pasa la noche a la sombra de Sadday/ diciendo a Yahveh: "¡Mi refugio y fortaleza, mi Dios, en quien confío!"/ Que él te libra de la red del cazador, / de la peste funesta; / con sus plumas te cubre, / y bajo sus alas tienes un refugio / escudo y armadura es su verdad. / No temerás el terror de la noche, / ni la saeta que de día vuela, / ni la peste que avanza en las tinieblas / ni el azote que devasta a mediodía. / Aunque a tu lado caigan mil / y diez mil a tu diestra, / a ti no ha de alcanzarte.
Y es que al inicio del diario (¿pero por qué diario?, está escrito como memoria), el protagonista relata sus desventuras para salir de la ciudad (lo intenta a pie, acompañado de un criado, pero cuando le abandona, se ve obligado a regresar a Londres). Escribe Defoe: "Inmediatamente se me ocurrió que, si lo que Dios quería era que me quedase, no le faltarían medios para proteger mi vida entre las amenazas de muerte y los peligros que iban a rodearme; y que, si yo intentaba salvarme huyendo de la ciudad, y desoía estas indicaciones, que creía procedían de Dios, era como si huyese de Dios, y que Él podía hacer que Su justicia me alcanzase donde y cuando lo creyese oportuno".
De este modo, dudando, el protagonista le pide consejo a su hermano, quien está a punto de salir de la ciudad: "Mi hermano, a pesar de ser un hombre muy religioso, se rio de todo lo que yo decía que podía tratarse de avisos del cielo, y me contó varias historias de gente tan temeraria, así la llamaba, como yo [...] me habló de las funestas consecuencias que tienen las ideas de los turcos y mahometanos en Asia y en otros lugares donde él había estado (pues mi hermano, como era comericante, como antes ya he dicho, hacía pocos años que había regresado del extranjero, y el último lugar en donde estuvo fue Lisboa), y cómo, fundándose en su creencia en la predestinación y en que el fin de todo hombre está predeterminado e irremisiblemente decretado de antemano, acudían con la mayor indiferencia a lugares contaminados y tenían trato con personas contaminadas, debido a lo cual morían en una proporción de diez a quince mil por semana, mientras que los comerciantes europeos o cristianos, que se mantenían apartados y aislados, generalmente escapaban al contagio".
Al final, el protagonista se queda en la ciudad (finalmente, el subtítulo de la obra es "Observaciones y recuerdos de los hechos más notables, tanto públicos como particulares, que ocurrieron en Londres durante la última gran epidemia de 1665, escrito por un ciudadano que durante todo este timpo permaneció en Londres") pues, aún dudoso, acude a la Biblia buscando consejo y da, por azar, con el Salmo 91.
Hoy me levanté tarde. Mis padres regresaban de desayunar y de ir a misa. "Todas las iglesas están cerradas", me dijeron. No lo comprobé. Pasa ya más de una hora después de la medianoche, es lunes. Mis padres duermen. Escuché a mi madre toser. Es un mal momento para estar enfermo.
***
Es hasta ahora que me doy cuenta de que la introducción a mi edición del
Diario... (en editorial Alba, traducida por Carlos Pujol, de 2006) fue escrita por Anthony Burguess, y está bien buena, hasta da sus lecciones de escritura. Leí esto después de terminar el libro de Wells:
"Debe ser el lector quien decida sobre la utilidad de comparar el
Diario de Defoe con
La peste de Camus. Este último nos presenta una ciudad moderna azotada por la peste, pero su intención es alegórica: la enfermedad es el símbolo de una tiránica fuerza de ocupación. Sin embargo, todo novelista que presente una ciudad sometida al tormento y al pánico, y que examine de qué manera sus ciudadanos se enfrentan a la calamidad, debe acabar remontándose a la obra maestra de Defoe. No obstante, su influencia en la obra de H.G. Wells, un liberal como Defoe, resulta más interesante que la evidente coincidencia temática con un libro francés aislado. Wells aprendió del
Diario cómo retratar una gran ciudad sometida a la tensión de una desgracia repentina: la invasión marciana en
La guerra de los mundos, por ejemplo. Cuando, después de Wells, la ciencia-ficción presenta sus horrores colectivos -ya sean en literatura o en el cine*-, Defoe acecha en la sombra.
Robinson Crusoe y el
Diario son los prototipos de todas las obras de ficción que muestran al hombre, individual y colectivamente, enfrentándose a lo horrible y a lo inesperado.
*Hace rato pasaban
The War of the Worlds y
28 Weeks Later en la televisión.