Primero, el disparate: una ciudad es habitada por entes gelatinosos (son burócratas), pero también por humanos (comen insectos); el cielo es cruzado a veces por dos soles, incluso por siete lunas (son artificiales); a un río pastoso –el único que queda en la Tierra– lo recorre un barco de dimensiones desconocidas. Existen también aves mecánicas: son caras. Guerras falsas: nos resultan familiares. Y los personajes se comunican entre sí principalmente a través de memorandos y llamadas telefónicas. Como la mirada que se acostumbra a una habitación oscura, pronto dejamos las particularidades del mundo creado por David Ohle (Nuevas Orleans, 1941) para descubrir que Motorman (1972), su primera novela, a pesar de situarse en un "tiempo de dificultad verbal", es más o menos convencional. Estamos ante una sátira política (el fantasma de Vietnam...), una narración animada por un tópico literario: la pérdida.
La trama gira en torno a Moldenke, quien es una especie de funcionario, un pseudocientífico y un veterano de una falsa guerra. Ohle, podría pensarse, cede de esa forma ante la exigencia del lector acostumbrado a seguir las desventuras de un personaje. Aún así, el disparate vuelve pronto para desestabilizar la lectura: los problemas de Moldenke están generalmente relacionados con su salud (tiene más de un corazón; se detienen alternadamente, como motores de una aeronave). En la falsa guerra, además, entregó a su patria (los EEUU) una fractura menor (el proceso es completamente burocrático, una de las escenas más logradas de la novela) y, al descubrir que eso no impresionó a sus superiores, también ofreció algunos de sus sentimientos. Hasta ahí, insisto, se encuentran las concesiones: la mayor parte del tiempo el lector se ve obligado a deducir la trama a partir de retazos, fragmentos de conversaciones, memorandos, hipnóticos reportes metereológicos (se comprende que Moldenke deja su departamento para encontrar a su amigo, el Doctor Burnheart –una figura que a ratos evoca al Mago de Oz– que vive en las marismas, fuera de la ciudad; pero, claro, se le persigue: el omnisciente Bunce –una alegoría del poder estatal– lo monitorea).
Motorman es testimonio de una época en la que aún se escribía ciencia ficción imaginativamente, con un brío utópico, contestatario (¿tal vez ingenuo?). Tendría que verse cómo ha evolucionado la imaginación de Ohle: esta novela es la primera parte de una especie de trilogía (ocurre en el mismo universo –un recurso que evoca el Yoknapatawpha faulkneriano– pero no necesariamente el mismo tiempo), a la que siguen The Age of Sinatra (2004) y The Pisstown Chaos (2008).
Esta reseña de Motorman apareció en La Tempestad 93, noviembre-diciembre de 2013.