Tengo que aclarar
algo. Tendrán que disculpar la anécdota personal: hace poco, después de la
última jornada de la semana, mi novia y yo terminamos en casa de unos amigos,
donde estuve platicando sobre Grand Theft
Auto (la edición más reciente, que no he jugado), el avance que se filtró
de la nueva película de Godzilla (que dirigirá Gareth Edwars, quien estuvo a
cargo de Monsters, de 2010), unos
cuentos de ciencia ficción que escribió un amigo, algunas series de televisión
y Y: The Last Man, el cómic de Brian
K. Vaughan (2002-2008). Creo que fue una buena noche. Hubo alcohol, música y
una buena conversación. Pero, lo que quiero aclarar, es que no soy un geek. Obviamente, he jugado videojuegos,
leo cómics, veo películas de ciencia ficción, incluso de fantasía: pero no
exclusivamente. Creo que estos productos culturales son atractivos y
placenteros. No creo que sean grandes obras de arte pero sí buenos ejercicios
narrativos. Sospecho, incluso, que se trata de una condición común: muchos
miembros de la burguesía podríamos conceder, ocasionalmente, estar interesados
en productos que bien podrían ser mercantilizados como geeks, o nerds, o ñoños (Game of Thrones, Black Mirror o cualquier película de zombis, por ejemplo). Pero casi
nadie estaría dispuesto a reconocer que los intereses de dichas personas se
reducen a estos productos: seguramente varios de los espectadores que asisten a
las funciones donde se proyectan películas de superhéroes durante los veranos
también practican deporte o muestran entusiasmo por la cocina o los automóviles
o cualquier otra cosa que no puede ser catalogada como geek (aunque he visto mutaciones extrañas donde las personas se
autodenominan “geeks de la cocina” o
“foodies” y otras etiquetas poco
útiles).
¿Qué es, entonces, lo geek? ¿Existen estas personas? ¿O se
trata sólo de instancias en donde uno es y consume productos geeks? Hay, a todas luces, una
confusión: la etiqueta funciona como un conducto, muchas veces venenoso, entre
lo auténticamente geek y el mercado.
Es venenoso porque estos productos de entretenimiento (incluyendo la tecnología
relativamente barata, los llamados “gadgets”,
que ahora se venden como aditamentos de un estilo de vida) terminan por volver
inocentes o consumibles las creaciones que provienen de un ñoño (que, vamos, no
es otra cosa que un tecnócrata: un tipo de científico, como un ingeniero en
sistemas o un cierto tipo de académico; en fin, personas como el Unabomber). Aunque
uno puede afirmar, campechanamente, que posee gustos geeks, también podría sostener que no es un geek. Es la misma lógica, claro, que gira en torno a la etiqueta “hipster”, que hoy refiere a las personas
que consumen cultura, con cierto esnobismo o distancia irónica, sin crearla
(administrar cultura no es producirla, evidentemente) y que fungen también como
un conducto venenoso entre las clases bajas de las que explotan su apariencia
(las gorras de camionero, los bigotes de actor porno de los setenta, el
trabajador del muelle o el leñador, el artista maldito…) y el mercado.
La etiquetita, así, no sólo sirve para designar un nicho de mercado sino para hacernos olvidar, ¿accidentalmente?, que los ingenieros computacionales que desarrollaron ciertos medios de comunicación o que hoy dirigen la forma en que se administra la economía no son personas cuyas ineptitudes sociales las vuelvan graciosas y tiernas (como a los intolerables personajes de Big Bang Theory) sino peligrosos agentes del capital informático.
Este texto fue publicado originalmente en la edición 55 de Picnic.
La etiquetita, así, no sólo sirve para designar un nicho de mercado sino para hacernos olvidar, ¿accidentalmente?, que los ingenieros computacionales que desarrollaron ciertos medios de comunicación o que hoy dirigen la forma en que se administra la economía no son personas cuyas ineptitudes sociales las vuelvan graciosas y tiernas (como a los intolerables personajes de Big Bang Theory) sino peligrosos agentes del capital informático.
Este texto fue publicado originalmente en la edición 55 de Picnic.