E.T. (1982).
Cae la noche sobre un pequeño pueblo. La gente se siente segura dentro de sus casas. La radio emite un éxito popular, en el bosque cercano los grillos cantan y las estrellas titilan en el cielo oscuro. En un sótano como cualquier otro, un grupo de niños se divierte con un juego de mesa. Pero algo acecha en la oscuridad, afuera. ¿Qué es? ¿Un animal, un depredador, un ser fuera de este mundo? De cualquier forma nos enfrentamos a un fantasma siniestro, es decir, familiar: hemos visto y experimentado antes esta situación, ¿no es cierto? Pero entonces, ¿por qué de pronto nos parece, rediviva, amenazante?
El pasado 15 de julio Netflix, el servicio de streaming bajo demanda, lanzó la primera temporada de Stranger Things, la serie de ciencia ficción y fantasía creada por Matt y Ross Duffer. Los hermanos ya habían abordado algunos lugares comunes de la ciencia ficción popular con Hidden, su filme apocalíptico de 2015. Pero con Stranger Things los Duffer no sólo volvieron a tropos familiares del relato extraño -la trama del niño que misteriosamente se pierde ya se encontraba, por ejemplo, en "Little Girls Lost" (1962), episodio de la tercera temporada de La dimensión desconocida, basado en un relato de 1953 escrito por el incomparable Richard Matheson; el mismo que habría de inspirar la trama de Juego diabólicos (1982) de Tobe Hooper- sino a una sensibilidad que se ubica en coordenadas temporales específicas (la década de los ochenta, del siglo pasado), hermanada con ciertos productos espectaculares que dieron inicio a la era de la película taquillera. En otras palabras, una sensibilidad que ha probado ser económicamente redituable en una época en que lo "geek", lo "nerd", o lo "ñoño", antes que funcionar como etiquetas que designan a cierto tipo de marginales (es decir, etiquetas sociológicas efectivas), son marcas o categorías comerciales fáciles de identificar y explotar.
Sobre la familiaridad de las imágenes explotadas en Stranger Things ha corrido mucha tinta. Sin embargo, en lugar de señalar a la serie como un producto derivativo, la crítica y el público entusiasta han optado por ver en ella un homenaje o una "carta de amor" al cine taquillero de los setenta y ochenta, cuyo principal culpable puede encontrarse en Steven Spielberg. La serie de los Duffer está vertebrada por una intrincada red de referencias, algunas temáticas, a filmes como Tiburón, de 1975; Encuentros cercanos del tercer tipo, 1977; y E.T., el extraterrestre, de 1982. También se capitaliza el trabajo de Stephen King: de nuevo, en la serie no sólo se le menciona abiertamente sino que se recuperan temas e imágenes inspirados en adaptaciones que se han hecho de su trabajo al cine, incluyendo filmes como Carrie -1976, de Brian de Palma-, Firestarter -1984, de Mark L. Lester -o la tipografía de los créditos de inicio, similar a la utilizada en Zona de muerte -1983, de David Cronenberg. Las referencias también alcanzan otros territorios dondela ciencia ficción colinda con el horror, con cintas como Alien: el octavo pasajero (1979) o Aliens: el regreso (1986), así como a John Carpenter (desde la banda sonora cargada de punzantes pero melancólicos sintetizadores, hasta referencias a varias de sus películas, como Halloween, 1978; La cosa, 1982; la cursilería de Starman, 1984; o la malograda En la boca del miedo, de 1994). Podría decirse que es una mezcla interesante, si nos atenemos estrictamente al entretenimiento fabricado por Hollywood, pero ciertamente no es original: de ella resulta que niños pequeños o adolescentes se encuentren constantemente en peligro físico, ya sea por la presencia de bullies (como ocurre en Cuenta conmigo, también basada en un relato de King) o por monstruos (como ocurre con los preadolescentes de Parque Jurárisco); que sobre la familias se eleve el fantasma de la disfuncionalidad, el padre ausente y la desconfianza ante otras figuras de autoridad, como el gobierno (como ocurre en Encuentros cercanos..., en E.T. o en Los muchachos perdidos). Por supuesto, la red de referencias fue diseñada de forma que parte del atractivo de Stranger Things sea encontrarlas (el pasado 18 de julio, para Vulture, Scott Tobias publicó un "glosario" de referencias encontradas en la serie): más que una calca o un homenaje, debe decirse, se ha insistido en que se trata de un producto de entretenimiento nostálgico.
Midnight Special (2016).
El fenómeno ya tiene varios años a cuesta. En 2011. el director J.J. Abrams (famosamente protegido por Spielberg) lanzó Súper 8, una película que también fue presentada como una "carta de amor" a las películas producidas por Amblin (la casa productora de Frank Marshall, Kathleen Kennedy y el mismo Spielberg) y hace unos meses la cartelera fue ocupada por su versión de Star Wars (presuntamente el episodio VII, en realidad una nueva versión del IV). El espíritu revisionista del género de la ciencia ficción pasatista o del horror de finales de los setenta y ochenta, también alcanza a distinguirse en filmes como La casa del diablo (2009), de Ti West; en It Follows (2014), de David Robert Mitchell; o en la destacada Midnight Special (2016) que, a pesar de su director Jeff Nichols, ciertamente le debe temáticamente al cine fabricado por Amblin.
No es ningún secreto que Hollywood funciona como una industria que celebra fórmulas ya probadas (el exceso de secuelas y productos derivados que mes a mes llenan las carteleras lo confirma) pero sí es sorprendente el renovado interés por la década y el espíritu conservador de los ochenta, cuando las películas taquilleras a nivel masivo todavía eran una novedad; cuando la libertad de mercado era presentada como una panacea sin consecuencias; o cuando la guerra contra las drogas en los EEUU adoptó prácticas criminalizantes, obtuvo el apoyo de su ejército y de la CIA: políticas agresivas que no pasaron inadvertidas en estas fábulas, donde el peligro era encarnado por monstruos fantásticos. Tal vez debamos ver en el éxito de estas narrativas una advertencia sobre el regreso vigoroso de monstruos muy reales.
Este texto apareció en la edición 94, de agosto, de Vocero.