No debería extrañarnos que en la ciencia ficción popular vuelvan a florecer los lugares comunes sobre las invasiones alienígenas, especialmente ahora que el siglo se ha desenmascarado. En este entorno temeroso, racista y xenófobo, debe celebrarse la aparición de un filme taquillero como La llegada, de Denis Villeneuve, que se aleja de la representación del extraterrestre como amenaza clara e inminente para presentarlo, en cambio, como una forma de vida racional pero auténticamente nueva, no sólo en su fisionomía (los heptápodos del filme recordarán, en más de una ocasión, a las pesadillescas tarántulas que aparecen en Enemigos idénticos, de 2013, la siniestra fábula edípica de Villeneuve) sino en su manera de enfrentarse a categorías como el espacio y el tiempo. En ese sentido destacan no sólo algunos elementos temáticos del filme (los saltos temporales que permite el lenguaje cinematográfico no sólo son recursos narrativos sino que, fluidamente, son incorporados a la temporalidad de la trama), sino la ominosa y extraña banda sonora de Jóhann Jóhannsson, quien ya había colaborado con Villeneuve en Intriga (2013) y Tierra de nadie: Sicario (2015).
Con todo, debe subrayarse que la de Villeneuve es una cinta en clave de género, como los neonoirs mencionados, que respeta dócilmente las restricciones de la ciencia ficción popular y contemporánea: aunque su preocupación principal son las relaciones íntimas, no olvida poner en escena un mundo que se detiene cuando extrañas naves –que evocan el diseño del huevo negro que Moebius ideó para El Incal (1980-1988)– llegan a la Tierra; los gobiernos emprenden una carrera militar para descifrar el lenguaje alienígena; los científicos son los héroes, etcétera. A ratos la cinta parece una versión más contemplativa de Encuentros cercanos del tercer tipo. Y así la película se antoja un ejercicio de preparación para el próximo proyecto de Villeneuve: Blade Runner 2049, que se encuentra en producción.
La ciencia ficción, y esto se ha repetido muchas veces, permite que el comentario político y el riesgo imaginativo convivan. Tal vez desde La dimensión desconocida (1959-1964) y Galería nocturna (1970-1973) de Rod Serling, a su vez herederas de los pulps, la televisión ha sido el medio idóneo para ofrecer ciencia ficción con intereses coyunturales (aunque no fue un éxito en su momento, incluso la emisión original de Viaje a las estrellas, de 1966 a 1969, es recordada por haber abordado no sólo el temor a la guerra nuclear sino por mostrarse progresista en temas de sexualidad). Es a esta tradición que Black Mirror, de Charlie Brooker, aspira. Dice algo de nuestra época que con tres temporadas la serie haya sido principalmente un vehículo para panoramas familiares, discretamente futuristas pero siempre siniestros. Como en las entregas anteriores (y su especial de Navidad), la tercera, estrenada por Netflix a finales de octubre de 2016, lanza sus dardos a la industria del entretenimiento, a la sociedad del espectáculo y a la militarización de la tecnología. Tal vez por ello haya resonado tanto en el espectador el cuarto episodio, “San Junipero”, escrito por Brooker. Se encuentra entre los más destacados de la temporada (seguido por “Hated in the Nation”, “Playtest” y “Nosedive”), pero contrasta con el resto al presentarse con una pátina de optimismo, envuelto en la siempre problemática nostalgia. ¿No es perturbador? “San Junipero” hace de la advertencia sobre un conocido deseo transhumanista (que sobrevivamos en la tecnología) una promesa deseable.
Si damos por sentado que la ciencia ficción –al menos la que encuentra el camino al gran público– rinde pleitesía a su bagaje histórico, ya sea volviendo a sus temas predilectos o arando un terreno o un formato tan fértil como el serial episódico, Westworld, de Lisa Joy y Jonathan Nolan, merece, ahora, nuestra atención. Aquí opera un equilibrio entre los tropos conocidos y la compleja forma en que los reimagina (¿o reinventa?). La serie de HBO se inspira en la cinta homónima de Michael Crichton, un trabajo de muy bajo presupuesto (incluso para 1973: 1.25 millones de dólares; el piloto de la serie, en contraste, costó 25 millones). La idea: existe un parque temático con tres atracciones principales, el Mundo Medieval, el Mundo Romano y el Mundo del Viejo Oeste (algunos críticos han señalado que HBO tiene sus contrapartes: Game of Thrones, Rome y Deadwood). Los visitantes pueden experimentar las fantasías que han vivido en las películas, hasta que un desperfecto hace que los robots se vuelvan contra ellos (Yul Brynner de alguna forma reinterpreta aquí a Chris Larabee Adams, su personaje de Los siete magníficos, pero como un asesino mecánico). ¿Cómo volver al tema de los robots asesinos? ¿Qué puede salir mal en un parque de atracciones donde el ello toma una vacación? No se olvide: Westworld se adelantó por una década a Terminator (1984), de James Cameron, y sirvió como antecedente para la novela más popular de Crichton, Parque Jurásico (1990).
La solución de Joy y Nolan es tomar los cimientos del original para cuestionar quién sería el verdadero antagonista en un mundo donde las fantasías espectaculares y violentas pueden liberarse. A la vez, se trata de una pregunta no muy alejada de los intereses de Crichton. De una entrevista con la American Cinematographer para su número de noviembre de 1973: «Había visitado el Centro Espacial Kennedy para ver cómo entrenaban a los astronautas. Me di cuenta de que, en realidad, los entrenaban para ser máquinas. Estaban trabajando muy duro para que sus respuestas, incluso sus latidos, fueran tan predecibles y maquínicas como fuera posible. Por otro lado, uno puede visitar Disneylandia y ver, cada quince minutos, cómo Abraham Lincoln se levanta y da el Discurso de Gettysburg. Es una máquina construida para parecer, hablar y actuar como una persona. Fueron estas nociones las que dieron pie a la película. Era la idea de jugar con una situación en que las distinciones típicas entre una persona y una máquina se vuelven borrosas. ¿Había algo en la situación que nos permitiría ver a lo humano y lo mecánico de formas novedosas?».
A pesar de sus valores de producción, de su irónica banda sonora y de su compleja estructura, la serie Westworld sigue, en este punto, los intereses del filme original. ¿Qué formas de ver al ser humano son novedosas? No sólo nos enfrentamos con espectadores pasivos, aquí, sino con jugadores expertos que pueden ser tan violentos y crueles como imaginamos eran los hombres del Viejo Oeste. Es interesante que estemos dispuestos a ver, con entusiasmo y por enésima vez, una nueva serie de HBO donde abunden las representaciones de asesinatos, violaciones y orgías. Los programadores ficticios de la serie tienen una tesis sobre el errático comportamiento de sus androides: la memoria da pie a la improvisación, la repetición a la variación; las rutinas permiten una segunda naturaleza, de plena conciencia. Cabe preguntar si insistir en estos temas hará de nosotros otro tipo de espectadores.
Este texto se publicó originalmente en La Tempestad 117.
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