Esa insistencia por hacer cosas raras, por subir en un elevador que parece frigorífico con dos muchachos que procuran comportarse con las herramientas de Ulises: la prudencia, el silencio y el ingenio. Esa insistencia, decía, es algo que veo a menudo en mí, el esforzarse por hacer cosas como acompañar a una amiga a un departamento de personas que no conozco pero a as uqe trato con cordialidad pues reconozco algo en ellos, algo con lo que estoy familiarizado: la insistencia en el comportamiento errático, tipo acompañar a un amigo de la infancia al que se ve una vez al año, a lo mucho, y a su amiga, a quien no conoce; les acompaña al departamente de un amigo de ella, a quien, por supuesto, el amigo de la infancia tampoco conoce.
A veces, quiero decir, hago cosas extrañas. Por ejemplo, la otra noche, en el departamente de un amigo de mi amiga, creí que era una virtud identificar películas con sólo ver una de sus escenas. Esta virtud la he cultivado principalmente en las carreteras y de noche, cuando no voy manejando y se hacen embotellamientos que me permiten ver, desde mi coche, por las ventanas de los camiones turísticos, mismos que generalmente pasan películas que puedo identificar sólo por la escena que fugazmente consigo ver.
En la pared del departamente se proyectaba el rostro de Paul Newman y de Robert Redford. Por un momento creí que se trataba de El golpe. Después recordé que en ningún momento de El golpe salía el ejército mexicano, como en esta.
No me enteré de qué película veían las personas que estaban ahí, tendidos sobre camastros de playa cubiertos con cobijas, frente al muro. Imaginé, en ese momento, una sábana blanca estirada entre dos árboles de un bosque cerca de Amberes.
Mi amiga platicaba con su amigo en otra habietación mientras yo deliberaba frente a la película si debía permanecer o no dentro del departamento. Algo, presentía, no estaba bien. Después de un rato de esperar afuera, esperando el elevador con mi amigo de la infancia, una de las pesonas que veían la película slaió para preguntarnos si no queríamos pasar y ver la película. Entramos de nuevo. Ella seguía en la otra habitación. Podía escuchar su voz pero no lo que decía. Pensé en el nombre de Arturo Belano, y lo que le decía al Rey de los Putos mientras Ernesto, valiente, bajaba al muchacho enfermo ayudado por la protagonista de Amuleto. Después pensé en mi vida, en la muerte de Bolaño, en que no quería seguir ahí, viendo imágenes proyectadas en un muro de un departamento de la Condesa; quería estar en mi casa, leyendo, sin tener que escuchar la respiración de mi amigo de la infancia a mis espaldas, o voces en cuartos contiguos, o mexicanos acribillando gringos. No sé qué fue más extraño: si mi insistencia de pensar que algo estaba mal, si mi insistencia de permanecer ahí a la expectativa de algo funesto o mi insistencia de desear siempre estar en otra parte o la insistente redundancia de la literatura. Afuera, en las calles y en la noche y en el mundo, la vida discurría con normalidad.
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