En una nota a pie de página del tercer "retal" compilado por Juan Rulfo y que apareció como columna para la revista El Cuento y que ahora se encuentra como libro, se anota: "El ejemplar utilizado para el cotejo pertenece a la biblioteca personal de Juan Rulfo. El autor de Pedro Páramo no acostumbraba subrayar o anotar sus libros; en esta obra se observan pequeñas palomitas trazadas con un fino lápiz al margen de los párrafos seleccionados".
Sin ser un purista con opiniones claras sobre lo que puede o no hacerse con un libro propio (si rayar o no, si doblar las páginas o no, si anotar al margen) debo decir que conforme han pasado los años, me he alejado poco a poco de este tipo de actividades; mis libros, a lo más, llegan a ser doblados en una esquina. Cada vez me cuesta menos prestarlos. Cada vez se vuelven más objetos. En un buen día, claro está. Otro buen día, sin razón, me vuelvo un obseso. Pero entiendo a ese compañero del trabajo que dedicó gran parte de la tarde del otro día a borrar todos los subrayados y anotaciones -afortunadamente, aunque descortesmente, realizadas a lápiz- que alguien a quien se lo prestó hizo sobre uno de sus libros más preciados.
Pero leyendo este libro me percato de algo curioso. Para ser un escritor que se alejaba tanto de la marginalia, apenas unas palomillas a lápiz, Rulfo cedió bastante ante el mundo del "texto parasitario" del que habla Steiner al realizar la compilación que ahora presenta Editorial Terracota. Es comprensible, creo, que uno tenga dificultades para acercarse a una obra marginal o póstuma sin sospechar que es producto de unos excava tumbas o de un editor sin demasiados escrúpulos; pero rara vez uno se encuentra con dichas dificultades cuando se tratan de, precisamente, retales dejados por autores mayores. Especialmente si se tratan de autores mayores que escribieron poco. Uno se siente como un niño que se arroja por el bolo. Quizá es precisamente con esto con lo que cuentan los editores. Pero no deja de ser emocionante, digo, encontrarse con algo, lo que sea, cuando se trata de un autor admirado. Me repito. Creo que no es sorpresivo, en ese sentido, que de los "retales" compilados (fragmentos de lecturas de Rulfo que publicó, a veces con modificaciones mínimas, en forma de columna) el único que no está firmado como "Compilado por Juan Rulfo" sino como "Por Juan Rulfo" sea el de una pequeña pieza de prosa sobre el recato, la avaricia y nuestros torcidos sistemas económicos. Esta rebaba inicia así:
"Sin descubrir, en público al menos, un solo centímetro de su epidermis, Ugpe Sumigla había conquistado París. Incluso al aparecer toda cubierta de pieles en su Danza Glacial debió que, en escasos ocho días, llegase a ser la diosa de las noches parisienses".
El texto, según se nos informa en el exhaustivo aparato crítico (entre más oscuro algo, más las explicaciones) de este pequeño libro, es una versión libre de un original de Pietro Silvo Rivetta (quien firmaba, y me encanta esto, con un pseudónimo; Toddi). Rulfo, se nos explica en el mismo pie de página del que les hablaba, tomó el texto de la Antología de humoristas italianos contemporáneos, una selección, a su vez, de Andrés Guilmain, G.B. Ricci, M.T. Mayo, L.I. Bertran, Ángel M. Bécquer, Domingo Pruna y M. Jiménez, de 1943. De los retales, éste, nos dicen, es en el que Rulfo trabajó más "aligerando el texto", al grado que lo hizo suyo.
La bailarina Ugpe Sumigla consigue con sus encantos revertir el valor del oro: "La noche del 16 de mayo de 1991, encontró, al llegar a su hotel, un estuche de oro macizo, ofrenda de un admirador mexicano que se había enriquecido durante la transformación industrial de su país. Ella hizo tirar en seguida aquel regalo por el balcón, manifestando a un grupo de amigos: -El oro es el más vulgar de todos los metales. Es preciso ser un verdadero patán para utilizarlo o apetecerlo".
Tres días después, ningún joyero podía vender sus piezas de oro. ¿Qué fue, en cambio, lo que adquirió valor? "La unidad monetaria internacional fue el cerebro: se designaron en cada país tres individuos geniales, reunidos en razón social y facultados para emitir moneda a su nombre, con un valor proporcionado a la inteligencia o genio de los aludidos". ¿Un alemán interpreta todos los manuscritos etruscos? Sube el cerebro alemán por algunos marcos. ¿En Roma descubren el bacilo de las pasiones eróticas y cómo curarlas? Sube la moneda italiana. ¿Un grupo de editores mexicanos le rascan a las arcas de uno de sus más grandes individuos geniales? La moneda a la alza, estaría.
Una curiosa ambivalencia, esta que experimento ante un libro como este. Me recuerda un poco aquella compilación de cuentos realizada a partir de una lista que Borges publicó en una revista para señoras argentina. Una lista valiosa, supongo, con la aprobación de Borges. En este caso se trata, claro, de algo más valioso. Quizá nuestro autor del siglo XX más importante también fue quien dejó menos atrás. Menos, en este caso, ¿es más ganas de exprimirle por donde se pueda? Y es verdad, esto no se trata sólo de una lista -Rulfo realmente leyó estas obras con un ojo de lector profesional, como un lector poderoso. (Un paréntesis, en su introducción al volumen, Alberto Vital y Sonia Peña rescatan esta declaración de Rulfo realizada en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires de 1979:
-Yo escribo por afición, no soy un profesional. Leo, eso sí; soy un profesional de la lectura, me interesa mucho la lectura. Y [...] no es por modestia, pero quizás hay pocos autores que leen como yo, a veces leo dos libros por noche... amanezco leyendo, soy un vicioso de la lectura.
cierro paréntesis).
Rulfo no sólo lee como endemoniado sino que, al menos para El Cuento, se atrevió a alterar sus lecturas para hacerlas todavía más cercanas. Hay autores, hoy en día, que hacen una parte importante de su obra a partir de ejercicios de este tipo -alterar sus lecturas y publicar sus resultados, Bellatin me viene a la cabeza. Me apabulla todo esto, los pequeños resquicios, los abismos que se abren en las sospechas. Pues, es extraño, ¿o no lo es? A pesar de que sé que sus obras cumbres son y seguirán siendo Pedro Páramo y El llano en llamas, y a pesar de que me purga la cultura del texto parasitario, ¿por qué me emociona tanto leer una compilación breve de textos que Rulfo, sencillamente, leyó? Creo que esta duda se llega a aclarar en las coordenadas sugeridas por Víctor Jiménez en su presentación al libro, Rulfo lector, Rulfo escritor, donde nos presenta dos polos, Sainte-Beuve y Proust, el crítico y mal lector que creía que la obra de un autor sólo podía conocerse a través de la biografía del autor como persona y el escritor intimista que creía que había un yo inaccesible del escritor que lo hacía único; dos opuestos que en sus extremos se tocan, ambas luces que de tanto alumbrar son cegadoras. Ah, el agua tibia.
Digo que leí este libro con emoción. Tanto así que dejé por una noche la lectura de El tesoro de Sierra Madre, de B. Traven. De allí, saco estas líneas:
"Cuando no tenían nada, eran esclavos de su estómago hambriento, esclavos de aquellos que tenían los medios para llenarles sus barrigas, pero todo eso había cambiado. Comenzaban el camino que suelen emprender los hombres para convertirse en esclavos de sus propiedades".
También:
"En el momento de decir aquello, se dio cuenta de que nunca había hablado de algo que nunca antes había tenido cabida en su mente. Jamás se le ocurrió pensar que el oro traía consigo una maldición. Tuvo la sensación de que no era él, sino alguien que habitaba en su interior, y de cuya existencia nunca se había percatado, quien había hablado por su boca. Se sintió incómodo al percatarse de que en el interior de su mente habitaba una segunda persona a quien por primera vez acababa de conocer".