Acompañado de mi tos de perro me formo en la fila para recargar la tarjeta del Metrobús, esta noche, de regreso a casa. Pienso en la cantidad de textos que he escrito que tienen que ver con el medio de transporte e incluso llego a fantasear con llegar a casa y escribir un texto largo sobre la relación que ha crecido entre el Metrobús y mi vida en los últimos meses, cuando lo he utilizado con mayor regularidad. Imagino que vincularé la entrada que escriba con el resto de las entradas que he escrito que estén relacionadas, aunque sea tangencialmente, con el tema. Recuerdo algunas, en este momento. Abandono la idea. Pero no abandono la otra fantasía -el tipo de fantasía que uno dibuja con el objetivo de mantenerla a raya- donde una revista o un periódico o cualquier medio interesado en la experiencia urbana me contacta para preguntarme si estaría interesado en escribir una columna semanal o mensual o bimestral en la que yo escribiría sobre algo, alguna experiencia común, interesante para el "lector de a pie", y yo aquí interrumpiría al editor invitador para sugerirle, ¡espera!, ¿por qué al lector de a pie y no al lector en tránsito, el lector que como millones de otros se sube a un medio de transporte y comparte la experiencia común de padecer el accidentado avanzar que no lleva a ningún lado sino a la rutina? El editor invitador se deprime y cuelga.
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En la preparatoria en la que estudiaba se publicaba un pequeño periódico de cuya redacción eventualmente formaría parte sólo para descubrir que mi ortografía era pésima -creo que no tuve una ortografía más o menos decente sino hasta la universidad- y en el cual, recuerdo, alguna vez se publicó un texto donde un estudiante había escrito una historia que giraba en torno a un joven que se subía a un colectivo y usaba calcetines blancos con zapatos negros. Se insistía mucho en esto pero nunca se hacía claro, se daba por entendido, que usar calcetines blancos con zapatos negros era naco. El texto, según recuerdo, así se titulaba: "calcetines blancos y zapatos negros". Cuando el editor del pequeño periódico pasó a mi salón para distribuir el número que le seguía a ese un compañero se quejó de la publicación en general y de dicho texto en particular -el resto de los textos eran más bien de opinión y este era el único, digamos, descriptivo, con aspiraciones literarias; un texto, recuerdo, que se demoraba en las atmósferas con una mirada que buscaba ser irónica (emulaba conversaciones, impostaba términos y tonos, acentos, el tipo de textos que imitan el "ay manito" citadino y el olor a garnacha en mor de una mal entendida autenticidad). El editor, un alumno de la preparatoria, contestó: ¡Ese texto pudo haber aparecido en cualquier suplemento cultural del país!
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Abro el libro que leo mientras espero al Metrobús y temo humedecerlo con residuos del gel antibacterial que se ofrece gratuitamente a la entrada de la estación. Ahora que lo uso estoy más al tanto de todo lo que toco y no quiero tocar nada, incluyendo mi rostro o mi cabello. Padezco comezón en la cara todo el trayecto. Evito rascarme con las uñas o la palma y el dorso, que imagino más higiénico que la palma, no alivia gran cosa, o al menos imagino que no alivia gran cosa. Ya dentro decido no sentarme ("llevo todo el día sentado", calculo) y busco equilibrio contra uno de los pasamanos que se encuentran en el gusano que es el estómago del Metrobús, al mismo tiempo que acerco mi libro a mis ojos, aprovechando al máximo la luz. Antes de llegar a la siguiente estación, el Metrobús se detiene pero no lo hace por un semáforo sino porque algo le impide avanzar. Cuando noto que ha pasado demasiado tiempo y que algunos de los usuarios comienzan a impacientarse, me preocupo. Un atropellado. Un choque. Una manifestación. Una catástrofe. Me asomo por el gran ventanal al frente del camión y veo a dos uniformados cruzando la calle con apuración. Carajo, pienso. Carajo, me estoy imaginando cosas de nuevo; no son uniformados, o sí lo son, pero son meseros del Garabatos que está al frente. Pienso, por un momento, en Calcetines blancos, el texto malito de la preparatoria, de nuevo. Vuelvo a mi libro. Eventualmente, el Metrobús avanza. Me distraigo. Es la ironía y el ridículo. Me distraigo porque un Sport Billy en pants y tenis enciende su celular y le dice con una voz muy varonil: "Hola nena, ¿dónde estás?". Está hablando en serio, con toda la seriedad posible. "Ya pasan de las ocho y se me hizo raro que no me hablaras". Vuelvo, intento con todas las ganas, volver a la lectura pero él dice más tarde "Sí, ese día la regamos horrible, debimos habernos quedado en La ostra y luego haber ido al SPA. Hubiera estado increíble". El pensamiento cruza mi cabeza: quizá esto es la envidia. Estar leyendo un libro, sin nadie con quién hablar, y escuchar con odio y tirria la llamada casual que un enamorado le hace a su enamorada. Visto así, cualquier cosa podrá sonarme ridícula. Y entonces me animo: bueno, bien por él y la raza humana. Qué gusto que se encuentren y se hablen, decido. Qué bueno soy. Es bueno que vea lo bueno que puede ser el mundo. Y caray, es sensacional que se ejercite, este joven fortachón que carga con su celular y su bebida energizante, que encuentra el tiempo para hablarle a su novia. Dejo de leer. Miro al resto de los usuarios. Algunos leen. Otros están cansados. Son mis hermanos, los humanos.
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En la preparatoria en la que estudiaba se publicaba un pequeño periódico de cuya redacción eventualmente formaría parte sólo para descubrir que mi ortografía era pésima -creo que no tuve una ortografía más o menos decente sino hasta la universidad- y en el cual, recuerdo, alguna vez se publicó un texto donde un estudiante había escrito una historia que giraba en torno a un joven que se subía a un colectivo y usaba calcetines blancos con zapatos negros. Se insistía mucho en esto pero nunca se hacía claro, se daba por entendido, que usar calcetines blancos con zapatos negros era naco. El texto, según recuerdo, así se titulaba: "calcetines blancos y zapatos negros". Cuando el editor del pequeño periódico pasó a mi salón para distribuir el número que le seguía a ese un compañero se quejó de la publicación en general y de dicho texto en particular -el resto de los textos eran más bien de opinión y este era el único, digamos, descriptivo, con aspiraciones literarias; un texto, recuerdo, que se demoraba en las atmósferas con una mirada que buscaba ser irónica (emulaba conversaciones, impostaba términos y tonos, acentos, el tipo de textos que imitan el "ay manito" citadino y el olor a garnacha en mor de una mal entendida autenticidad). El editor, un alumno de la preparatoria, contestó: ¡Ese texto pudo haber aparecido en cualquier suplemento cultural del país!
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Abro el libro que leo mientras espero al Metrobús y temo humedecerlo con residuos del gel antibacterial que se ofrece gratuitamente a la entrada de la estación. Ahora que lo uso estoy más al tanto de todo lo que toco y no quiero tocar nada, incluyendo mi rostro o mi cabello. Padezco comezón en la cara todo el trayecto. Evito rascarme con las uñas o la palma y el dorso, que imagino más higiénico que la palma, no alivia gran cosa, o al menos imagino que no alivia gran cosa. Ya dentro decido no sentarme ("llevo todo el día sentado", calculo) y busco equilibrio contra uno de los pasamanos que se encuentran en el gusano que es el estómago del Metrobús, al mismo tiempo que acerco mi libro a mis ojos, aprovechando al máximo la luz. Antes de llegar a la siguiente estación, el Metrobús se detiene pero no lo hace por un semáforo sino porque algo le impide avanzar. Cuando noto que ha pasado demasiado tiempo y que algunos de los usuarios comienzan a impacientarse, me preocupo. Un atropellado. Un choque. Una manifestación. Una catástrofe. Me asomo por el gran ventanal al frente del camión y veo a dos uniformados cruzando la calle con apuración. Carajo, pienso. Carajo, me estoy imaginando cosas de nuevo; no son uniformados, o sí lo son, pero son meseros del Garabatos que está al frente. Pienso, por un momento, en Calcetines blancos, el texto malito de la preparatoria, de nuevo. Vuelvo a mi libro. Eventualmente, el Metrobús avanza. Me distraigo. Es la ironía y el ridículo. Me distraigo porque un Sport Billy en pants y tenis enciende su celular y le dice con una voz muy varonil: "Hola nena, ¿dónde estás?". Está hablando en serio, con toda la seriedad posible. "Ya pasan de las ocho y se me hizo raro que no me hablaras". Vuelvo, intento con todas las ganas, volver a la lectura pero él dice más tarde "Sí, ese día la regamos horrible, debimos habernos quedado en La ostra y luego haber ido al SPA. Hubiera estado increíble". El pensamiento cruza mi cabeza: quizá esto es la envidia. Estar leyendo un libro, sin nadie con quién hablar, y escuchar con odio y tirria la llamada casual que un enamorado le hace a su enamorada. Visto así, cualquier cosa podrá sonarme ridícula. Y entonces me animo: bueno, bien por él y la raza humana. Qué gusto que se encuentren y se hablen, decido. Qué bueno soy. Es bueno que vea lo bueno que puede ser el mundo. Y caray, es sensacional que se ejercite, este joven fortachón que carga con su celular y su bebida energizante, que encuentra el tiempo para hablarle a su novia. Dejo de leer. Miro al resto de los usuarios. Algunos leen. Otros están cansados. Son mis hermanos, los humanos.