El próximo 22 de septiembre, a las 19:00 horas, se presenta el nuevo número de
Tierra Adentro, en la Fonoteca de la Ciudad de México. Participan Mónica Nepote, Laura Emilia Pacheco, Eduardo Antonio Parra, Daniel Sada, Rogelio Sosa y Daniel Wence. Se presenta en la Fonoteca pues este número ofrece un dossier sobre arte sonoro. También se le dedica un dossier a Carlos Monsiváis y al libro electrónico, con textos de Nathalie Armella Spitalier, Mauricio Salvador, Carmina Estrada, Rogelio Villarreal, Anuar Jalife y José Israel Carranza. A continuación, reproduzco el texto con el cual participé en dicho dossier.
¿(En) qué estás leyendo?Hace poco, después de pasar todo el día frente al monitor de la computadora en la oficina, regresé a casa y me senté un par de horas frente al de la televisión. Me entretuve pues estaban pasando
Boogie Nights (1997), de P.T. Anderson. ¿Conocen esta película? Hay un momento, hacia lo que creo es el final de la historia, en el que el coronel James (Robert Ridgely) aborda al pornógrafo Jack Horner (Burt Reynolds) con una propuesta en mancuerna con otro pornógrafo, Floyd Gondolli (Philip Baker Hall). La junta tiene un propósito sencillo: que Horner acepte el nuevo modelo propuesto por Gondolli, a saber, crear una mayor distribución con actores no profesionales,
amateurs. Menos calidad en sonido, iluminación y grabación: ¡el futuro en video! Así, se prescindiría de estrellas como Rollergirl o Dirk Diggler o de los grandes costos de producción al tiempo que se le daría cabida, democráticamente, a gente que haría este trabajo, esencialmente, por gusto. Ustedes ya vieron la película: Horner, en principio, se niega. Lo que él hace es
arte.
Lo interesante aquí, creo, es que esa noche que volví a ver la película ocurrió una cosa curiosa: al toparme con esa escena, en la que un pornógrafo se da ínfulas de artista y se niega a aceptar ese futuro en el que todo sería más fácil y barato aunque desprovisto del aura que le brinda la plataforma sobre la que trabaja, creí que había dado con la analogía perfecta para tratar un tema que, en realidad, me preocupa más o menos poco. Si todo va de acuerdo a lo planeado, este texto lo están leyendo en un medio impreso y tardará en llegar a la red. Aún más, ustedes, lectores, debido al contexto en el que se presenta, ya están familiarizados con el tópico: el libro electrónico. Creo que es significativo que, espontáneamente, me encuentre buscando modos de explicarme el paso que, supuestamente, experimentamos a cuentagotas actualmente; es decir, el de los medios impresos a los electrónicos. Sospecho que en realidad se puede decir poco sobre esto pues vivimos un estado de transición. Poco sensato, quiero decir. Creo que fuera de las predicciones, limitadas y finalmente provisionales, son contadas las cosas que alguien pueda decir sobre este tema que no se reduzcan a tecnicismos que, en realidad, importan poco para el lector común. No se pase por alto, por favor, la ingente cantidad de líneas que se han escrito al respecto. Es bien sabido: entre más oscuro sea un tema –en este caso, un futuro más o menos inmediato- más se habla al respecto.
Por supuesto, la analogía con el pornógrafo que se da ínfulas de artista y que se niega a aceptar el futuro con la llegada de nuevas tecnologías, tiene límites claros. El principal de ellos es que no brinda nada a la discusión pues pasa por alto la materia de la que están hechos los libros. Los libros, lector, están hechos de ideas. ¿Por qué estamos tan apurados por la plataforma en la que se presentan? ¿Realmente altera la tinta electrónica los hábitos de lectura a un grado que la experiencia retinal de leer palabras en una plataforma u otra sea completamente distinta?
A propósito de esta serie de ideas inconexas, quizá convenga aclarar que 1) esto lo escribe alguien a quien le gusta leer literatura pero que se ve obligado a enterarse de otras cosas ya sea por el trabajo que realiza de 10:00 a.m. a 20:00 (aproximadamente) y que no es especialmente ducho en nada; 2) que esta persona en particular lee, de un tiempo para acá, casi todo en una plataforma electrónica (la computadora, “en línea”, como quien dice) pero no posee un libro electrónico (es decir, un Kindle o la versión de Sony o el iPad o etcétera); no está negado, sin embargo, a que en el futuro próximo o lejano lea en uno de estos aparatos, así como no está negado, digamos, a que en un futuro utilizará medios de transporte que utilicen energía solar, eólica o lo que convenga; 3) en el fondo le viene dando un poco igual y sólo pondera al respecto porque ha descubierto que es más fácil escribir sobre esto que hablar sobre libros, es decir, sobre ideas. Un modo de reformular este tercer inciso: me temo que la mucha tela que da para cortar la preocupación por el libro electrónico es una fábrica que poco tiene que ver con la de la literatura (o la disciplina que les interese); es una preocupación por medios, plataformas y, acaso, hábitos de lectura que, de cualquier modo, no reflejan, en realidad, más que las preocupaciones de un reducido grupo de personas (aquellas que, en fin, se preocupan por la materialidad con la que recibimos nuestras dosis de ideas). Creo que estamos discutiendo si el papel couché refleja más o menos la luz y si es incómodo o no para leer. Estamos discutiendo si un modelo particular de martillo tiene una mejor agarradera que otra, si dicha agarradera es más ecológica o no. Lamento un poco, ante este estado de cosas (en las que los fenómenos materiales se transforman en obsesión y fetiche) recurrir a la abstracción para finalizar este texto, pero no veo de qué otro modo pueda discutir algo que aún está, digamos, cuajando. Ahí les va: la sed de conocimiento pero, sobre todo, el ansia por suplir esta necesidad, es algo que en realidad está destinado a un puñado de personas. Que ese puñado de personas, invito ahora, se ponga a leer. ¿En qué medio? El que sea, francamente.