Reviso mi cuenta de correo electrónico. (Mi “inbox”, dirían algunos, te envié un “mail”, anuncian otros). Encuentro mensajes de amigos pero también invitaciones relacionadas con el trabajo. “Save the date”, me imploran. Lo extraño es que se trata de una invitación para un evento a realizarse en México, un correo enviado desde alguna oficina mexicana, con seguridad redactado por una persona cuya lengua materna es el castellano y no el inglés. ¿Por qué entonces “save the date”? Es una fórmula, cierto. Pero, ¿es más fácil decir eso que, por ejemplo “aparten la fecha”? Sospecho que no es utilidad lo único que ve la gente cuando deciden reproducir fórmulas en inglés. Sospecho, para decirlo pronto, que con ello revisten su lengua de algunos elementos que, imagino, consideran atractivos. El hilo negro: Creen que si la gente lo lee y escribe en inglés es porque se trata de algo con prestigio (tiene más “punch”, es más “cool”). ¿Es siempre el caso? Quizá en realidad la gente (la misma que confunde “crédulo” con “ingenuo” o “bizarro” con “extraño”) piensa en fórmulas en inglés porque fueron criadas por sistemas más efectivos que los educativos (los de la publicidad y el entretenimiento).
Pero no quisiera seguir por este lado –el uso común del inglés en el mundo laboral, donde se imponen frases hechas y expresiones sucintas- pues en realidad es tan idiota despreciar una lengua como lo es despreciar la otra: la vida de una lengua no está sino en el modo en que la usamos. (No teman, que aquí no apuraré un argumento donde concluya que deberíamos empezar a doblar todas las películas al castellano, por decir algo; no somos bárbaros, ni españoles). Se sabe, comparar lenguas es como comparar palas: la cuestión es qué uso les damos. ¿Hablas cinco idiomas? Bien. ¿Dices algo inteligente en alguno de ellos?
Quizá no somos tan vehementes en la defensa de una pala como en el de una lengua pues en aquellas rara vez depositamos sentimientos como la nacionalidad o la familiaridad.
Pero ah, otra sorpresa, no es la utilidad tampoco la principal virtud que algunos reconocemos en el lenguaje (es, apenas, una condición de posibilidad): también pueden ser bellos, dependiendo del ingenio con el que los tratemos. Goethe lo decía así: «El hombre ingenioso amasa su material léxico sin preocuparse de los elementos que lo componen; el carente de ingenio bien puede hablar con pureza, pues no tiene nada qué decir». La poesía y el habla apasionada son las únicas fuentes de las que brota la vida de nuestra lengua, decía Karl Kraus (atendiendo inteligentemente la cuestión de la defensa de la lengua).
No tengo interés en defender la pureza del castellano correcto. En general, creo que conviene alejarnos de cualquier aspiración a la pureza. Pero no deja de ser despreciable el modo en que nos sometemos a ciertos anglicismos pues revelan nuestro sometimiento al lenguaje publicitario. ¿Para qué usar extranjerismos cuando no son necesarios? Se puede decir adiós en lugar de “bye”.
¿Normas sobre cómo hablar? ¿Palabras a evitar? La tentación es grave. Me asalta continuamente. Pero, en realidad, no hay poder que pueda erigirse como autoridad sobre el uso que le damos a nuestra naturaleza –que es la palabra. Ni siquiera la razón, pues el habla es algo más que estructuras lógicas. Hablan de dónde viene uno y, a menudo, de a dónde podemos ir. ¿Pero qué horizonte nos espera cuando reproducimos las fórmulas con las que se nos invita a la distracción y al consumismo? Atención.
Wednesday, April 11, 2012
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment