Una pregunta
efectista: si un árbol cae en el bosque y nadie lo escucha, ¿importa?
Iniciar
así me permite dos cosas: sugerir el estado de la literatura y la crítica
actual (¿importan cuando nadie les presta atención?) y señalar uno de los
vicios a los que se quiere orillar al pensamiento crítico, el efectismo.
Así
que aquí estamos, en una lectura en público. No lo pasen por alto, es uno de
los síntomas del clima que habitamos. Creo que todos podemos aceptar que el
clima no es el óptimo y que preferiríamos otro, donde la literatura fuera
culturalmente relevante y donde no se identificara a la crítica con pasiones
tristes como la envidia o el odio. Basta dar un vistazo a los medios para
percatarse de que no es así, que lo culturalmente relevante son las noticias
indignantes, las películas entretenidas, la música idiota, las novelas de prosa
legible y estructuras decimonónicas, los deportes espectaculares, las opiniones
escandalosas, los llamados “líderes de opinión”, la corrección política, la
democracia, la libertad, el capitalismo de rostro humano, etcétera. Un vistazo
a los índices de lectura de nuestro país sirve también para entender que a
nadie le interesa leer, mucho menos la literatura.
No
creo que la situación sea precisamente escandalosa, sólo es un clima y no se
dejará de escribir literatura (y con literatura quiero decir buena literatura) porque a la mayoría de
nosotros nos cuesta menos trabajo entretenernos y distraernos que concentrarnos
y leer, a solas, en casa, sentados en el escritorio, con dificultades,
trabajosamente: como debe leerse.
Pero,
de nuevo, aquí estamos, convencidos de que el deber no es ser inteligentes sino
pensar, agregar algo al mundo, en la medida de nuestras capacidades. Hacemos
nuestra parte: cumplimos con los deberes culturales, nos visitamos mutuamente,
nos leemos, nos interesamos y nos disponemos a participar, quizá avergonzados
de que ello, parece, es equivalente a dejar el espíritu crítico en casa (no
llevaremos la contra, creemos que es lo mismo que insultar a una persona).
Hay,
claro, un enfrentamiento entre la cultura popular y la literatura como
disciplina. La literatura exige el disenso, ir en contra de la época; la
cultura, en cambio, exige la participación, ser democráticos y abogar por el
consenso, evitar los conflictos. Está claro también: evitar conflictos desde la
cultura es imposible. ¿Es quizá ésta una de las contradicciones contemporáneas
con las que debemos aprender a vivir?
Se
ha señalado antes: asistir a un evento de este tipo es similar a visitar las
tibias camas de los moribundos. En el mejor de los casos, el público asiste,
interesado en esa frágil práctica que es la literatura, y pone atención a
nuestros últimos estertores. Es la forma en que el público nos sostiene las
húmedas y huesudas manos. Ocasionalmente el distinguido espectador reirá o
murmurará en señal de encontrarse atento pero también notará que la persona que
está en el estrado no está hecha para leer en público: su cuerpo lo traiciona.
Lo asaltan las muletillas. Se pone nervioso. Carajo, su trabajo no es hablar en
público: nunca ha sido elocuente, ¡por algo se dedica a escribir!
El
clima en el que nos encontramos hace de las lecturas públicas, las giras
literarias, las columnas de opinión, las presentaciones de libros, las fiesta
de lanzamiento, los tristes debates y opiniones públicas, acciones que parecen
inevitables, necesarias. Es parte de un ciclo promocional. Alguien se percató
de algo: hace falta “crear conciencia”, publicitar y “crear comunidades” para
que uno pueda dedicarse a esto. Por
supuesto, es una confusión: se ve a la literatura cada vez menos como una
disciplina artística y cada vez más como una profesión laboral. Hablamos de
vocaciones y de la intención, del ideal, de vivir de esto. Si hubiera
entrevistas de trabajo para ser escritores, gustosos haríamos citas, nos
sentaríamos en salas de espera y cuidaríamos nuestras palabras con el objetivo
de conseguir la plaza.
¿Qué
esperamos de las lecturas realizadas en público? Más o menos lo mismo que de
cualquier evento cultural: que sean interesantes, incluso entretenidas. Una
buena lectura es una lectura graciosa. Quizá una buena lectura también sea
provocativa. Pronto nos percatamos de que algunos miembros del público se ríen
sin razón alguna. ¿Hemos tenido éxito? Lo extraño es que nadie vino a contar
chistes sino a señalar una situación y resulta que todo esto es entretenido.
¿Por qué? Porque hemos decidido olvidar que el pensamiento y la lectura son
actividades primordialmente aburridas, tediosas, complejas, que exigen
atención. El escritor profesional, claro, no lo cree así: su trabajo es
conectar con el público, hablar desde el alma, hacernos entender por qué se
siente así. Su trabajo es crear obras entretenidas, costeables, excelentes
productos. ¿Todo va a arder?, se pregunta el escritor profesional, bien, pues
al menos haremos buena leña.
El
escritor profesional está convencido de que es un desastre no ser culturalmente
relevante. Por ello intenta serlo. Asiste a lecturas públicas, claro, pero
también a presentar libros, a foros televisivos, se convence de que no importa
escribir idioteces si eso le consigue una columna en un semanario; se convence
también de que no importa escribir positivamente de una novela que no le parece
importante, si eso significa poder participar sin mover demasiado las aguas.
Para el escritor profesional no hay pensamiento crítico, sólo haters y trolls. El escritor profesional se convence también de que no
habría por qué avergonzarse de autopromoverse hasta el cansancio. No sólo
imparte talleres de narrativa, también participa en ellos, aunque en la mayoría
de los casos parezcan terapias de grupo. El escritor profesional, en suma, cree
que el público es una persona de buena posición a la que debe rendírsele
pleitesía, cuando no lo es. Con el paso del tiempo comienza a preguntarse si no
le convendría más dedicarse al cine o al Twitter, de tiempo completo. Comienza
a sospechar que su género predilecto no es la novela sino el recibo de
honorarios.
El
escritor profesional tiene una formidable recepción crítica.
El
escritor profesional es una joven promesa.
El
escritor profesional es el chico malo de las letras.
El
escritor profesional es polémico.
El
escritor profesional tiene gran éxito, es divertido, carismático, cambia las
reglas del juego, es transgresor, es franco, es un fenómeno que va más allá de
su libro. Simpático, descarado, irónico, intenta por todos los medios romper
con los clichés, está lleno de anécdotas, nos obliga a soltar carcajadas, nos
pone de puntas con sus vueltas de tuerca, es rompedor, excesivo, su prosa es
casi tuitera.
El
escritor profesional es un payaso.
Hay
un problema con los payasos. Todos ustedes conocen la anécdota kierkegaardiana:
un payaso va y se presenta ante el público, le anuncia que el teatro se está
incendiando. El público cree que es broma y no puede parar de reír, ¡es tan
convincente, pareciera que el teatro realmente está en llamas!
El
problema, en fin, con ser un payaso es que con el tiempo uno olvida que lo
importante no es ser atractivo para las masas, sino anunciar el fuego.
¿Qué
perdemos ante lo entretenido, ante lo divertido? Lo aburrido y lo exigente, lo
laborioso, que es mucho.
Ahora,
para finalizar, otra anécdota de casas que arden, contada por el compositor
Ernst Krenek, muy cercano al satírico vienés Karl Kraus: «En un momento en que
reinaba gran agitación debido al bombardeo de Shanghái por parte de los japoneses,
encontré a Karl Kraus sumido en uno de sus célebres “problemas de una coma”. Me
dijo más o menos lo siguiente: “Ya sé que todo esto no tiene sentido cuando la
casa arde. Pero mientras sea posible, tendré que hacerlo, pues si la gente que
está obligada a ello hubiera prestado siempre atención a que las comas se
encontraran en su sitio, Shanghái no estaría en llamas”».
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Un breve texto que leí en Cholula, como parte de la celebración del segundo aniversario de Lado B.