A sesenta años de
su publicación original y a más de dos décadas de haber sido traducida a
nuestra lengua es momento de volver a preguntarse por el lugar que ocupa Los reconocimientos, de William Gaddis (Nueva York 1922 -1988) en la literatura norteamericana. En la contratapa de la reedición de 2012,
publicada por Dalkey Archive, leemos que Jonathan Franzen la considera «el
texto prototípico de la ficción de posguerra» y la «primera gran crítica
cultural que, incluso si Heller y Pynchon no la hubiesen leído al componer Trampa-22 y V., logró anticipar el espíritu de ambas».
Es
un gesto simpático: citar a Franzen en lo que parece un elogio, si tenemos en
cuenta que las citas están tomadas de su ensayo “Mr. Difficult” (o Sr.
Difícil), subtitulado “William Gaddis y el problema de los libros difíciles de
leer” (fue publicado el 30 de septiembre de 2002, en el New Yorker). En el ensayo Franzen explica por qué se ha
desencantado de uno de sus héroes de juventud, obligándose a tomar una postura
ante los dos modelos de relación existentes (de acuerdo con Franzen) entre una
obra de literatura y su “audiencia”. Por un lado, explica el norteamericano, se
encuentra el modelo de estatus en donde «el valor de una novela, incluso una
novela mediocre, existe independientemente de cuantas personas son capaces de
apreciarla». El otro modelo es contractual: «Escribir supone un balance entre
la expresión personal y la comunicación con un grupo, sin importar si el grupo
consiste en entusiastas de Finnegans Wake
o fanáticos de Barbara Cartland. Todo escritor es ante todo un miembro de una
comunidad de lectores, y el objetivo principal de la lectura y de escribir
ficción es sostener un sentido de vinculación, de resistirse a la soledad
existencial: una novela sólo merece la atención del lector siempre y cuando el
autor pueda mantener su confianza». Creo que no le arruino a nadie la sorpresa
de saber por qué modelo se decanta Franzen, miembro del club de lectura de
Oprah y considerado el “gran novelista norteamericano” vivo por la revista Time, y cuyo penúltimo libro consiste en
pararse sobre los hombros del satírico apocalíptico Karl Kraus.
Pero
el ensayo de Franzen sí da cuenta de la importancia que tiene Gaddis y “su
escuela” (no fue una escuela ni fue suya) en la literatura norteamericana
actual (o, para ser más precisos, en su gran industria editorial) que parece
haber reaccionado a esa literatura “difícil” (¿de vender?). La cuestión no es
que la obra de Gaddis sea ilegible o incapaz de comunicar, sino que no busca
representar la realidad del mundo mecanizado norteamericano, como ahora se
acostumbra, sino satirizarlo. En este sentido la obra de Gaddis reinaugura un
momento que tal vez comienza a desvanecerse en el mercado, donde se reivindica
la sátira manipea, dirigida no a personas individuales, sino a formas de pensar,
a enfermedades del intelecto (como ha señalado Steven Moore); un momento en el
que la inteligencia aún se resistía a la prolongada decadencia de Occidente y
al desencantamiento del mundo.
La
pregunta por las influencias es compleja en el caso de Gaddis. Durante su
primer ciclo de recepción los críticos insistieron en comparar la novela con el
Ulises de James Joyce. No es difícil
comprender por qué: como el Ulises, Los reconocimientos exige relecturas dada
su riqueza de alusiones. Pero fue una comparación que durante mucho tiempo
irritó a Gaddis (la mayoría de las menciones a Joyce en sus cartas –reunidas en
The Letters of William Gaddis,
editadas por Moore y publicadas en 2013– son para mostrar el extrañamiento del
autor con la comparación). De una carta de Gaddis a Jeanne G. Howes (quien
preparaba una tesis sobre Los
reconocimientos) fechada el 8 de marzo de 1972: «Recuerdo una pieza muy
ingeniosa de hace unos años, de una publicación de Wisconsin, donde se
establecía con tal minucia la deuda de Los
reconocimientos con el Ulises que
comencé a dudar de mi firme recuerdo de nunca haberlo leído, aunque fue un
problema que acosó al libro desde el inicio, supongo que debido a una cita en
la contratapa donde se hacía la comparación y a la cual muchos reseñistas se
aferraron con alegría».
Además,
el reconocimiento de las influencias es una de las obsesiones que recorren a la
obra de Gaddis. Temáticamente vuelven las variaciones, las obras derivativas, las
copias, los plagios, los fraudes, etcétera. Formalmente, especialmente en el
caso de Los reconocimientos, las
alusiones eruditas y satíricas son constantes; la autofagocitación también es
típica: como en Los reconocimientos, en
Gótico carpintero (1985) una parodia
de la novela gótica [ver lt 84], encontramos la
canibalización de la vida del autor, encarnada en el Sr. McCandless, alter ego
de Gaddis; en Su pasatiempo favorito,
de 1995, se incorpora una obra de teatro sobre la Guerra Civil de los eeuu que Gaddis abandonó (en la
desternillante novela su “protagonista” pelea derechos de autor: cree que una
película hollywoodense se ha robado su argumento); la novela póstuma Àgape se paga, de 2002, es la
reestructuración de un largo ensayo que Gaddis nunca terminó, sobre la historia
de la pianola.
Los reconocimientos emula el modelo de la novela decimonónica. Así,
la historia inicia contando cómo fue que el protagonista, Wyatt Gwyon llegó a
la vida (aunque durante gran parte de la novela, Wyatt desaparece): con la
historia de sus padres. Ya se presenta ahí el problema de la repetición (el
cadáver de la esposa del reverendo Gwyon es enterrado en el monasterio
franciscano de Nuestra Señora de la Otra Vez); el de la parodia (al regresar a los eeuu, en lugar de una esposa el reverendo lleva un simio); así
como el de la falsificación (Wyatt paga sus estudios vendiendo una copia de Los siete pecados capitales de El Bosco;
posteriormente se dedica a falsificar obras maestras; su madre había muerto por
la impericia de un polizón que se hacía pasar por un médico).
En el centro de la novela, una pregunta: ¿cómo
lograr el reconocimiento en una cultura «incrustada de falsificaciones,
información falsa y basura»? Cito a Steven Moore, quien señala en su artículo
“Parallels, Not Series” que a esa misma tarea se enfrenta Oedipa, la
protagonista de La subasta del lote 49,
la novela breve de Thomas Pynchon de 1966. Las metáforas de los espejos, los
dobles, incluso los triples, abundan, como ocurre también en V., la primera novela de Pynchon (cuando
se publicó, varios críticos creyeron que había sido escrita por Gaddis, bajo
seudónimo). Vale la pena leer el artículo de Moore (publicado en el número 11
de Pynchon Notes, de febrero de 1983,
que puede leerse en línea) donde se muestra que si ambos autores llegaron a
conclusiones similares sobre la decadencia de Occidente y a cómo tratarla desde
la ficción se debe a que, como otros autores de la misma constelación (por
mencionar pocos: John Barth, Don DeLillo, Donald Barthelme, ¿tal vez David
Markson?), bebían de la misma tradición que sospecha de las bondades del
progreso, la ética protestante o el éxito en un mundo finito.
Este texto, escrito a propósito de la publicación de Los reconocimientos en Sexto Piso, apareció en La Tempestad 103.
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