Un hombre sin
nombre, un detective, sueña. Es una pesadilla. Ha bebido demasiada ginebra y
láudano. En el sueño busca a una mujer a través de las laberínticas calles de
los eeuu. Tras el recorrido
imposible, agotado, la encuentra en una estación de tren. Se besan. No es
agradable pues una multitud los observa y ríe. Tiene otro sueño. Está en una
ciudad extraña y busca a un hombre al que odia. Lleva consigo un cuchillo. La
hoja brilla en la oscuridad. Tiene la intención de matar a ese hombre. El
hombre es pequeño, moreno y usa un sombrero enorme. Lo encuentra en una plaza,
junto a un edificio. Una multitud los mira. Suenan campanas de una iglesia. Lo
persigue hasta el techo del alto edificio, desde donde se arroja. Alcanza a
tomarlo por la cabeza pero ambos caen, alegremente, mientras pelean. Ahí
termina ese sueño pero la pesadilla no: el detective descubre al despertar que
en su mano tiene el mango de un picahielos, roto. A su lado, el cuerpo de una
mujer con el resto del picahielos enterrado en su pecho izquierdo. Está solo.
La casa en silencio. La recorre. Nadie parece haber forzado la entrada y no
faltan dinero ni joyas. La casa es de la mujer. La noche anterior habían
discutido. Con un pañuelo borra las huellas del mango que tenía en su mano y de
los muebles que probablemente tocó, así como del pomo de la puerta principal,
cuando sale sin hacer ruido. Sinceramente no sabe si ha asesinado a la mujer
pero sabe que no podrá resolver el caso, pues está en medio de un caso, sin la
esperanza de que no haya sido así.
El hombre sabe que debe enfrentarse
a la esperanza de que no está implicado en el crimen.
Todo
eso ocurre en “El decimoséptimo asesinato”, capítulo veintiuno de la novela que
inauguró el género negro: Cosecha roja
(1927) de Dashiell Hammett, uno de los pilares del noir como lo conocemos hoy (junto a la obra de Raymond Chandler,
James Cain y Ross Macdonald). La novela de Hammett, sabemos ahora, representó
una ruptura con el relato clásico policiaco (inaugurado por Poe, popularizado
por Chesterton, Conan Doyle y Agatha Christie) que terminó por considerarse un
modelo reaccionario y burgués, donde miembros de una clase acomodada y elitista
se dedicaban a solucionar casos criminales que veían como meros pasatiempos
intelectuales, a menudo a la distancia, desde la seguridad de un estudio o una
biblioteca (el lugar común exigía que los culpables fueran mayordomos, ex
presidiarios o parias; y la policía invariablemente resultaba inepta: todo
debía dejarse en manos de los detectives privados o aficionados). El género,
por insistencia, se volvió formulaico y la tradición inglesa se consideró
agotada. De ahí la vigorizante y fresca aparición de los primeros relatos de
Hammett, y otros autores norteamericanos, en Black Mask, a finales de la década de los veinte del siglo pasado,
cuyas secuelas formales se aprecian a la fecha en la literatura negra (con sus
frases telegráficas y su ritmo acelerado). No era raro que entonces se
insultara el trabajo de los escritores del hard-boiled
con lo que se consideraba un halago: «Es un maestro de la novela de detectives,
sí, pero también es un gran escritor». ¿Ese tiempo ha quedado atrás? ¿No
albergamos aún la duda sobre el valor inventivo de una obra que se desarrolla
en un género tan codificado?
La
novela negra, como apunta Mempo Giardinelli en su El género negro: orígenes y evolución de la literatura policial y su
influencia en Latinoamérica (2013, una versión revisada de su título de
1984) ya no es desdeñada por el monstruo legitimador de la academia, donde «no
había sido estudiada debidamente a pesar de ser una narrativa capaz de
apasionar a millones de lectores en todo el mundo y de movilizar una enorme
industria editorial». De la aprobación de otro monstruo legitimador, el mercado,
no hace falta hablar (festivales dedicados al género se celebran en todo el
mundo, las mesas de novedades y las librerías de aeropuerto están inundadas de
novelas negras, y existen incontables series televisivas y filmes que son
consumidas por el gran público). Incluso más allá de la parodia y el homenaje
un espectador exigente no tendrá dificultad para encontrar obras de calidad. Cabe
preguntarse: ¿es algo más el noir,
entonces, que un género popular, de consumo masivo?
En
una entrevista reciente, Ricardo Piglia, quien memorablemente dirigió, entre
1968 y 1976 (cuando se popularizó el neo-noir),
la Serie Negra en Buenos Aires, sugirió que se trata de un género con cierto
impulso utópico: «Es un artefacto imaginario que nos tranquiliza porque todo se
arregla, la cuestión es que la realidad no es así. Si somos más realistas es
preciso escribir una novela policial donde la resolución del conflicto sea
menos nítida». Por supuesto, no es ésta una utopía arriesgada, de imaginación
radical (como la que se encuentra en la ficción especulativa y de la que ha
escrito Fredric Jameson) sino una especie de bálsamo ante la realidad, que de
alguna forma desactiva una visión auténticamente crítica.
El
realismo, se ha insistido, va de la mano del noir. Por ello, se argumenta también, los personajes heroicos son
cada vez más escasos. Hammett, quien fue un activista anti-fascista, miembro
del Partido Comunista y fue perseguido por el macartismo, imaginó en sus
novelas a varios protagonistas heroicos (Sam Spade habría de convertirse en el
más popular gracias a sus encarnaciones en el cine). En ello Hammett fue
imitado por el melancólico Chandler, el creador del “detective-filósofo” Philip
Marlowe: una de las reglas que se autoimpuso el californiano, educado en
Inglaterra, dicta que «el criminal nunca puede ser el detective. Esta es una
vieja regla. Por esta razón: el detective por tradición y definición es el
buscador de la verdad. Y es una amplia garantía para el lector que el detective
siempre esté en su lugar». Una regla anterior de Chandler –consignada en sus
cuadernos de trabajo rescatados por Frank MacShane en 1976– reza que la novela
«debe ser realista, tanto en los personajes, como en escenarios y atmósferas.
Debe tratarse de gente real en un mundo real».
Ladrón (1981, Michael Mann)
Hoy
el ethos del neo-noir, atrapado a ratos entre la parodia, el homenaje y la nostalgia,
ha mostrado que las convenciones del género se han degradado para mostrar una
supuesta contradicción en esas dos reglas: en un mundo realista, se concluye
patéticamente, no existen los héroes. De hecho, no existe posibilidad alguna de
esclarecer el crimen, pues es sistémico, el rostro oscuro del proceso y la
civilización. Así, es imposible que el lector no se sienta involucrado o
desamparado ante lo que lee, como juez, parte y víctima: en un palabra, que se
descubra implicado. De ahí que las
narrativas oscuras sirvan como ilustraciones de sistemas cerrados donde es
imposible obtener la ventaja del observador neutro (tan similar al detective
privado a la Sherlock Holmes), uno de los ejes que se desprenden de la
ontología orientada al objeto (como la ecología oscura de Timothy Morton,
propia de la catástrofe ecológica en la que estamos implicados, en esta oh bella
época, el Antropoceno; más al respecto en lt 99). El mundo, descubrimos de
pronto, está poblado por hiperobjetos, como las redes tecnológicas, el
monitoreo global y las conspiraciones imposibles de abarcar por un solo
individuo, y que ahora pueblan parte del imaginario del noir contemporáneo (esa ¿evolución? temática se percibe, por
ejemplo, en el amplio arco que va de la notable Ladrón, de 1981, pasando por la excelente Fuego contra fuego, de 1995, hasta la fallida Blackhat: amenaza en la red, de 2015, todas de Michael Mann). Se ha
dado por sentado una extraña identificación entre el realismo y un régimen
económico particular. Si como señaló el búlgaro Bogomil Rainov en La novela negra: arte y literatura (1978)
«la historia del régimen capitalista es la historia del incremento gradual,
pero invariable, de la delincuencia», el neo-noir ha concedido, como nos informa lapidariamente el lema promocional de la segunda temporada de True Detective, que tenemos el mundo que
nos merecemos. Es este tono fatalista y en última instancia nihilista lo que
distingue al hard-boiled que surgió
en la década de los treinta del siglo pasado al que ahora nos ha acostumbrado
la cultura popular.
Se
trata de una degradación que despoja al género de sus inicios utópicos: un hombre
despierta de un mal sueño para descubrir que el punto de vista se ha desplazado
del interés por la verdad a la posición de la víctima. No hay duda, esperanza
ni crítica alguna, sólo un amasijo de carne que responde a estímulos de dolor:
un estupor perverso, nunca ingenuo. Es algo que ya había adelantado, alarmado,
George Orwell. En su ensayo “Raffles and Miss Blandish”, donde revisó la
“evolución” de la obra de E.W. Hornung –de presentar a Raffles, un caballero
ladrón, a escribir novelas sensacionalistas “realistas”, donde se regodea en la
violencia efectista, pornográfica– se ve obligado a preguntarse: ¿qué es el
realismo? Es la doctrina, indica Orwell, que dicta que el poder y la fuerza
tienen la razón. En el mismo ensayo, Orwell elabora una de las críticas que
constantemente se le hacen al género, su función escapista. Sobre las novelas
de crimen escritas durante tiempos de guerra, anotó: «Era, de hecho, una de las
cosas que sirvió para salvar a la gente del aburrimiento de ser bombardeada […]
se da por sentado que una bala imaginaria es más emocionante que una bala
real».
Ante la tesis de
que el noir contemporáneo no es un
género reaccionario por ser verosímil y por apegarse a la representación de la
historia del crimen, por no mostrar sino al mundo que conocemos y en el que
vivimos, debe realizarse una pregunta: ¿no abogar sino por la estabilidad de
ese mundo donde el crimen es la constante y sólo es posible la fantasía
masculina de la reivindicación individual, no es, precisamente, contrarrevolucionario?
Este ensayo apareció originalmente en la edición 103 de La Tempestad.
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