Friday, June 03, 2016

Estampas del futuro


En las últimas décadas del siglo pasado, con el advenimiento de Internet y la desregulación de la economía (como ha señalado Franco Berardi "Bifo" en Después del futuro, su libro de 2011), pudimos preguntarnos si nos había alcanzado el futuro. Las utopías (y algunas distopías) del ciberpunk ya eran parte del presente, por no hablar de sus representaciones en la literatura de ciencia ficción, como la Trilogía del Sprawl de William Gibson, o sus iteraciones en el cine de consumo popular, en filmes como Días extraños o Johnny Mnemonic, ambos de 1995, o la icónica Matrix, de 1999.

Otros escritores, a quienes sería injusto confinar en los parámetros de la ciencia ficción (entendida como mero género de entretenimiento), habían puesto a circular un imaginario que desenmascaró los ideales de la modernidad para mostrar fantasías paranoicas y psicodélicas subyacentes (Philip K. Dick o William S. Burroughs) o, sencillamente, la violencia sistémica de la vida cotidiana, que la política o la publicidad intentan solapar (J.G. Ballard). El caso del autor británico llama la atención, pues su poética no ofrece vistazos al futuro tanto como un presente vigoréxico (en una entrevista con la revista de ascendencia punk Re/Search informaba, por ejemplo, que para su novela de 1973, Crash -adaptada al cine por David Cronenberg en 1996-, sencillamente observó cómo se comportaba la gente cuando presenciaba un choque automovilístico). Algo debe decirnos que una nueva adaptación de su obra al cine (su Rascacielos de 1975, a cargo de Ben Wheatley) se presente en clave retrofuturista. ¿Por qué? Porque la idea de que un edificio ultramoderno, «arquitectura fue diseñada para la guerra, al menos en un nivel inconsciente», que opera bajo su propio horario y clima psicológico, sea el crisol de violencia salvaje es un "futuro" distópico que ya conocemos.

Las tecnologías digitales y su integración en la cotidianidad en el cambio de siglo exigieron, también, recalibrar el horizonte futurista de la exploración espacial: «El imaginario de la ciencia ficción de los años cincuenta y sesenta», explica Bifo, «estaba dominado por la idea de la conquista espacial. Se consideraba la conquista del espacio exterior como la dirección adecuada en el desarrollo de un futuro imaginable». Pero una vez que hubo huellas humanas en la Luna y que comenzamos a "habitar" el ciberespacio, ese futuro se desaceleró. El siglo XXI mostró pronto su verdadero rostro (las Torres Gemelas, incidentalmente, terminaron de construirse dos años antes de la aparición de Rascacielos), y escondía algo más que conectividad o información gratuita para todos: precariedad, agudización en la crisis ecológica, guerras... No en vano la ciencia ficción adoptó un renovado tono apocalíptico (a propósito de la estética de las catástrofes, puede leerse la edición 69 de La Tempestad).

En efecto, hasta ahora la ciencia resultado insuficiente para ofrecer soluciones tecnificadas a las distintas crisis -las respuestas con las que fantaseaba H.G. Wells en su fábula tecnócrata (y criptofascista) Las cosas por venir, de 1936-, ya ha sido incapaz de asegurar la supervivencia de la humanidad (por ello el ciberpunk coquetea con el transhumanismo, como si hubiera decidido destilar el Frankenstein de Mary Shelley y prescindir de su clara advertencia). Científicos como Stephen Emmot pregonan el pesimismo racional como una postura responsable ante el futuro (en contraste con el optimismo racional que ha ofrecido fantasías inviables, a escala global, como las energías verde y nuclear, la desalinización, la geoingenería o la segunda revolución verde). Bajo esta luz deben apreciarse las reconsideraciones del viaje interplanetario.

Las estrellas, de nuevo
Un pronóstico: el próximo 19 de octubre el módulo de descenso Schiaparelli, lanzado por la Agencia Espacial Europea el pasado 14 de marzo, alcanzará la superficie de Marte. Es uno de los objetivos de la misión ExoMars, que tras doce años de trabajo inicia lo que la prensa ha llamado «la nueva era de la exploración espacial europea». Se espera que, tras las pruebas de nuevas tecnologías de amartizaje, en el futuro la AEE pueda enviar robots al planeta rojo, como lo ha hecho la NASA en el pasado. A estas alturas del antropoceno es sorprendente leer entusiasmo (que suena a publicidad) en las declaraciones de Mariella Graciano, ejecutiva de sistemas espaciales de GMV (una de las empresas europeas que participan en el proyecto), que no sólo espera una benéfica derrama económica de la investigación espacial en distintos países europeos (especialmente en España, en el caso de GMV) sino que, considera, «el hombre necesita descubrir, y eso no se paga con nada». El espíritu aventurero, en su fatal matrimonio con la empresa, ciertamente ha tenido sus costos.

A través del golfo del espacio, intelectos no tan vastos ni tan calculadores, ni siquiera simpatizantes, han comenzado a ver a Marte, una vez más, con ojos envidiosos. Sabemos que la ciencia ficción reciente ha explorado la clausura del impulso utópico y no sólo en su veta apocalíptica: también se ha colado en filmes que se acercan a relatos tradicionales en su afán de subrayar virtudes supuestamente humanistas, como Misión rescate (2015), el menos logrado de los filmes de ciencia ficción de Ridley Scott. Emulando la aberración al ocio de la novela burguesa por antonomasia, Robinson Crusoe de Daniel Defoe, el astronauta Mark Watney (interpretado por Matt Damon), varado en Marte, debe apegarse a un estricto calendario para sobrevivir (la película también se demora en los esfuerzos de sus colegas por devolverlo a la Tierra sin perder prestigio ante la población, pero su corazón se encuentra aquí: en demostrar que la aventura es una inversión riesgosa a la que sólo se puede enfrentar un hombre con cierto ingenio y voluntad; al mismo tiempo, en mostrar que el amo es, también, un obrero). Misión rescate, basada en una novela de Andy Wier, parece un filme sobre la exploración y la conquista espacial pero en realidad es una fábula sobre la supervivencia, la virtud del trabajo y el manejo de crisis en las relaciones públicas. Uno se pregunta si realmente vale la pena viajar a Marte (en 2014, el Comité de Vuelo Espacial Humano lanzó Pathways to Exploration, un reporte que, en comparación con los deseos de Barack Obama, que en 2010 ofreció un calendario donde se proyecta enviar humanos a Marte en la década de 2030, se muestra pesimista sobre la viabilidad de la empresa). Como lo puso Ken Kalfus: «A medio siglo de la conclusión de la misión Apolo, hemos entrado a una nueva era de la fantasía espacial, y Marte es su principal alucinación». ¿Conviene apuntar aquí que en la ucronía de Philip K. Dick El hombre en el castillo (1962) son los nazis quienes logran colonizar Marte con costos inhumanos?




En la narrativa de la exploración espacial, Interestelar (2014) de Christopher Nolan, resulta más interesante al abrir el horizonte de lo que puede decirnos la ciencia ficción sobre nuestro futuro, sin caer en las trampas ideológicas del progreso moderno, en un área desatendida por el ciberespacio y las nuevas tecnologías de la comunicación: el tiempo a escala humana. A diferencia de Misión rescate, el filme de Nolan no edulcora la exploración espacial con (demasiada) retórica de conquista. La trata como un mal necesario: la idea utópica detrás del filme, el impulso positivo regulador, es que la humanidad logrará dominar los misterios del viaje interestelar aunque será incapaz de impedir que la Tierra se convierta en un páramo. Sin desatender la verosimilitud científica (el filme contó con la asesoría del físico teórico Kip Thorne), en Interestelar se introducen, entrelazados, dos elementos que se han vuelto característicos de la ciencia ficción en lo que va del siglo: la maleabilidad del tiempo y su peso en la sensibilidad humana. El drama de la cinta está cimentado en el descubrimiento de que el tiempo es, en efecto, (materialmente) relativo. A la vez, en el último acto se cambia de registro para profundizar en una relación personal (la paternidad); se pasa de la ciencia ficción dura a una sensibilidad más propia del pulp, la ficción especulativa o el relato extraño. Descubrimos entonces que el cosmonauta Cooper, interpretado por Matthew McConaughey, era el "fantasma" que se nos había presentado al inicio. Las relaciones personales, amorosas, son, bajo el prisma de la ficción especulativa, irreductibles a las categorías encorsetadas de la ciencia ficción más dura y adquieren formas viscosas, fantasmagóricas. El tópico se subraya en la cinta cuando Cooper se despide de su hija: «una vez que te conviertes en padre, te vuelves el fantasma futuro de tus hijos». ¿No es significativo este cambio de registro? Se pasa de una discusión teórica sobre viajes propulsados por la fuerza gravitacional a la posibilidad de una comunión fantasmal.

En algún momento, debe señalarse, las narraciones sobre viajes espaciales, incluso si "sólo" tenían como destino la Luna, eran consideradas literatura escapista (como se quejaba Isaac Asimov en la introducción a la antología clásica de Harlan Ellison, Visiones peligrosas, de 1967). Ciertamente los tiempos han cambiado: ahora parece que, dentro de un filme de ciencia ficción "dura", debe filtrarse la realidad del amor y para ello se necesita de la sensibilidad del relato extraño: tras una odisea espacial, física y matemática, el cosmonauta Cooper se descubre atrapado detrás de una biblioteca fantástica, borgesiana (una representación inspirada del teseracto). A su vez es este cambio de registro lo que distancia a Interestelar de Misión rescate (que a pesar de sus aspectos futuristas, es un familiar cercano de cintas de superación personal, con sus guiños a la new age, como Gravedad, de Alfonso Cuarón). Interestelar, en realidad, está más cerca de 2001: Odisea del espacio, el clásico de Stanley Kubrick. Como ella, representa un viaje hacia lo desconocido que participa, típicamente, del impulso utópico que Fredric Jameson tan claramente ha unido a la ciencia ficción en Arqueologías del futuro (2005).

El cibertiempo
En la era de la comunicación instantánea no sólo se resucitó la narrativa del viaje interplanetario (que, como vemos, está filtrada por el vidrio opaco de la crisis ecológica), también ha vuelto el subgénero del viaje en el tiempo, pero de forma trastocada: para empezar, sería impreciso hablar de un viaje como se habla de una traslación del punto a al punto b (es decir, como si se hubiera vuelto a la categoría narrativa, y epistémica, de la causalidad). El tiempo, en esta valiente nueva época, se comporta de forma inusitada, desvinculado del progreso, y se nos presenta como un pantano inexplorado. No en vano Bifo, al referirse a la época del cibertiempo en Después del futuro, se ve obligado a recurrir a la neolengua contemporánea: habla de infrotrabajo, de productos semiacabados, del semiocapital, de los ciberespecializados, de la videoseguridad, la interoperatividad o de la psicofarmacología«La economía», nos explica «se ha vuelto un sistema de automatismos tecnoeconómicos que la política no puede sortear. [...] El suministro del tiempo-trabajo puede quedar desvinculado de la persona física y jurídica del trabajador». En el ambiente de flexibilización laboral que conocemos tan bien, el capital recurre a tiempos celularizados: «pueden movilizarse células de tiempo productivo de forma puntual, casual, fragmentaria, y la recombinación de estos fragmentos es automáticamente realizada por la red. El teléfono móvil es el instrumento que hace posible el encentro entre las exigencias del semiocapital y la movilización del trabajo ciberespecializado». Es la ansiedad específica que aborda la serie desarrollada por Charlie Brooker, Black Mirror (2011 a la fecha), cuyo título se refiere al "espejo negro" de las pantallas que nos circundan. 




Al margen de la representación del viaje en el tiempo en el cine taquillero y espectacular (Viaje a las estrellas, de 2009; X Men: Días del futuro pasado, de 2014; o Al filo del mañana, también de ese año), la ciencia ficción contemporánea ha absorbido la maleabilidad del tiempo en su cruce con la precariedad del trabajo. Es una ansiedad clara en Primer (2004), el largometraje con el que debutó Shane Carruth: en ella el grupo de ingenieros que descubre, accidentalmente, la forma de alterar el tiempo invierte las pocas horas que tiene libres en experimentos científicos, con la intención de independizarse de su trabajo. No crean una máquina del tiempo (es decir, un vehículo) sino que dan con una forma de manipular el curso del tiempo. La cinta, como le ocurre a Asesino del futuro (2012), de Rian Johnson (en la que Carruth fungió como consultor), pronto desemboca en el tono del cine negro para representar el lado criminal de la empresa. La representación compleja de un tiempo rizomático (y su cercanía con el crimen) también puede encontrarse en Coherence (2013) de James Ward Byrkit: de nuevo es un accidente (en este caso, el paso de un cometa) lo que causa una paradoja temporal (significativamente, al inicio de la cinta, el espejo negro de los celulares de los personajes se quiebra; quedan incomunicados). Volvemos a encontrarnos en el terreno de la ficción especulativa (da la sensación de estar ante una emisión demasiado larga de La dimensión desconocida) pues, parece, la cinta no está tan preocupada por la maleabilidad del tiempo como por las implicaciones éticas que tiene sobre los personajes. 

Nosotros y la máquina
El pasado 14 de marzo, el mismo día en que dio inicio la misión ExoMars, la JAMA Internal Medicine publicó un estudio donde se concluye que servicios como Siri, Google Now, S Voice y Cortana son particularmente ineficientes para brindar ayuda en ciertos casos de salud o abuso sexual (en 2012, a su vez, el medio PsychCentral señaló que cuando se pedía ayuda en casos de crisis suicidas, Siri arrojaba la dirección de los puentes más cercanos). Esta es la realidad: cada vez más personas acuden a servicios de este tipo para realizar consultas médicas (sólo en los EEUU, de acuerdo con el estudio, 200 millones de adultos poseen un "teléfono inteligente", y un 62% lo utiliza para obtener información sobre la salud). Es otro aspecto de un tópico contemporáneo: la sustitución de las difíciles y complejas relaciones interpersonales por las cordiales y manejables redes sociales (abordada por Byung-Chul Han en La agonía del eros, de 2014).




El cine de ciencia ficción reciente también ha registrado imaginativamente el fenómeno: en clave de comedia romántica con tintes melodramáticos (Ella, 2013, de Spike Jonze) o como thriller sexual (tanto Bajo la piel, de 2013, de Jonathan Glazer, como Ex Machina, 2015, de Alex Garland). Pero esas cintas aún cuentan con elementos de fábula: parecen, a todas luces, advertencias ("el futuro no pinta bien"). Más perturbadores resultan, al encontrarse en universos normalizados, tanto Nunca me abandones (adaptación de 2005 de la novela de Kazuo Ishiguro, a cargo de Mark Romanek) como La langosta (2015), de Yorgos Lanthimos: en ambas cintas nos encontramos con grupos de personas "inadaptadas" (clones por un lado, solteros por otro) y en ambas se sugiere, también, que nuestro mundo (el de los no-clones, el de los que tienen pareja) no es para ellos. Estas cintas son perturbadoras no porque anuncien un futuro siniestro, sino porque revelan que el presente, a todas luces, no pinta bien.


Este texto se publicó originalmente en la edición 109 (abril de 2016) de La Tempestad.

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