Cinco relatos, dos libros: Be y Pies y Profesores, ambos de 2015. ¿Qué decir y cómo decirlo? Porque debemos, primero, hablar de la prosa. Tenemos una espesa maraña de frases. Y en su núcleo, en un claro, como quien llega a una idea, una frase o una expresión ancla, como «el díptero e himenóptero desastre» (sacada de una novela de Juan Goytisolo, ¿Don Julián?, ¿Señas de identidad?) o el endecasílabo «el límpido tequila de Jalisco» (de Los de abajo, de Mariano Azuela). Ambas resuenan, con su ritmo pegajoso, en una de las columnas que escribió Gabriel Wolfson para Crítica ("Versos en prosa", el 18 de noviembre de 2011) y vuelven en su relato "Rima", incluido en Profesores. ¿Por qué unas frases sí y otras no? ¿Qué hacen memorables estos «fragmentos descolgados de prosa»? No parece que la cuestión sea la palabra justa sino la frase que se afina, como si estuviéramos no en un taller (donde importa el adjetivo, la trama, el personaje, la empatía con el lector-consumidor) sino ante un pensamiento y su desdoblamiento.
Así leemos en "Rima": «Atrás de la puerta, y no atrás del clóset o del baño, es el rincón más apartado de la casa: frase ideal para un examen, piensa Jota: arguméntese a favor de la aseveración anterior. Eso tendría que decir el examen, desarrolle un argumento que sostenga la aseveración anterior. El problema es que Jota ya no tiene alumnos y ha de resolverlo él: atrás de la puerta es el rincón más apartado de la casa porque la puerta es un límite de la casa, una función de la casa y no un conjunto que, aun si al interior de la casa, constituyera un ente distinto a la casa. Esto es un tanto como decir: atrás de la puerta del clóset es el rincón más apartado del clóset. Pero no hay problema: no podemos plantear una solución si no hay un problema que resolver». ¿Fin de la discusión? Hay una frase ¿pero es la ideal? Para un examen tal vez, ¿pero para un relato? ¿Es esto un problema? Porque se ha planteado uno ¿pero es suficiente plantearlo para solucionarlo? Estas vacilaciones de ecos analíticos (en el sentido de las proposiciones de Wittgenstein) y de avances a fuerza de adición (a ratos leemos catálogos de objetos) constituyen la estrategia narrativa que recorre a los relatos recientes de Wolfson. Aunque ocasionalmente se asoma el fragmento (se trabaja con frases, después de todo), como ocurre en "Ve" (sobre una serie de misivas enviadas desde Alemania, aparentemente) o en "Parte" (un título adecuado), debe decirse que no es uno que busque representar una realidad caótica y móvil, como acostumbran los imitadores de, digamos, David Foster Wallace. Al contrario, el fragmento se pone en estos relatos al servicio de la inmovilidad (en "Parte", especialmente, donde una joven se apoltrona sobre un sillón para pensar). O bien, al servicio de los movimientos de los silogismos.
Ahora: la tentación es interpretar. Por ejemplo, el Jota que se menciona en "Rima", ¿es el mismo que aparece en "Be"? Tal vez no sea importante, pero alcanzamos a reconocer la voz vigoréxica, neurótica, del narrador que se concentra en lo que dice. Que es otra forma de decir: del que tiene tiempo para hacerlo (mientras todo en su rededor parece desgastarse, la voluntad de narrar cuando no pasa nada, o cuando sólo pasan cosas miserables -comidas en marisquerías, conversaciones con peluqueros, visitas a departamentos para alimentar gatos ajenos-, en cambio, se mantiene incólume). Se aprecia, pues, una preocupación por empantanar mientras se aclara. ¿Qué es lo que se aclara? No un concepto sino el acto de pensar: la forma en que procedemos cuando nos fijamos en una idea, es decir, en la manera de enunciarla (pensar, señaló Wittgenstein, nunca es difícil; es fácil o imposible; y nada más sencillo que demorarse, con digresiones y acumulaciones, en la forma en que decimos las cosas). A través de la prosa de Wolfson, atenta tanto al habla cotidiana como a la exigencia de precisión, una pregunta parece perfilarse, una pregunta por la ocupación de los que escriben. ¿Son como los profesores, como los empresarios turbios, como los estudiantes? ¿O son como los carniceros, los contadores, los periodistas o los bibliotecarios que escriben desde lejos? Enlisto ocupaciones (profesiones) a partir de las figuras que se asoman en los relatos. Pero claro, en la pregunta va la respuesta: aunque ocupa tiempo, escribir -hacerlo de cierta forma, con atención al ritmo de las palabras- no es una profesión (a pesar de lo que uno podría imaginar, ante la cantidad de escritores profesionales, los culpables de la prosa correcta).
Así leemos en "Be": «Dedicarme a otra cosa o mejor no dedicarme a nada, es decir, dedicarme a nada, ¿a qué se dedica?, a nada, no tengo tiempo porque, mire, me dedico a nada, no a la nada, eso sería dedicarse a algo, ¿a qué se dedica usted?, preguntaría alguien, ¿en qué la gira, joven? habría preguntado alguien de haber hecho la pregunta hace cuarenta años, a nada, a lo que vaya surgiendo, o más bien a nada que vaya surgiendo, me dedico a eso que no surge ni gira ni se crea ni se transforma, dedicarme a limpiar, limpiador de iglesias o de manteles, limpiador de iglesias o albercas o todo lo que lleve azulejo», etcétera. Así pues, la sospecha: que en estos relatos, donde la anécdota no preocupa, es el «disparatado milagro de supervivencia» lo que se encuentra en su centro. Se limpia algo, sí, una frase, una poética, pero no tanto como para ensuciarla con una prosa prístina o fácil de consumir; con una prosa jineteada por un tema. Da gusto leer cómo Wolfson se suma a una tradición poco visible (poco publicitada) pero vigorosa.
Esta reseña se publicó originalmente en la edición 107 de La Tempestad.
Así leemos en "Rima": «Atrás de la puerta, y no atrás del clóset o del baño, es el rincón más apartado de la casa: frase ideal para un examen, piensa Jota: arguméntese a favor de la aseveración anterior. Eso tendría que decir el examen, desarrolle un argumento que sostenga la aseveración anterior. El problema es que Jota ya no tiene alumnos y ha de resolverlo él: atrás de la puerta es el rincón más apartado de la casa porque la puerta es un límite de la casa, una función de la casa y no un conjunto que, aun si al interior de la casa, constituyera un ente distinto a la casa. Esto es un tanto como decir: atrás de la puerta del clóset es el rincón más apartado del clóset. Pero no hay problema: no podemos plantear una solución si no hay un problema que resolver». ¿Fin de la discusión? Hay una frase ¿pero es la ideal? Para un examen tal vez, ¿pero para un relato? ¿Es esto un problema? Porque se ha planteado uno ¿pero es suficiente plantearlo para solucionarlo? Estas vacilaciones de ecos analíticos (en el sentido de las proposiciones de Wittgenstein) y de avances a fuerza de adición (a ratos leemos catálogos de objetos) constituyen la estrategia narrativa que recorre a los relatos recientes de Wolfson. Aunque ocasionalmente se asoma el fragmento (se trabaja con frases, después de todo), como ocurre en "Ve" (sobre una serie de misivas enviadas desde Alemania, aparentemente) o en "Parte" (un título adecuado), debe decirse que no es uno que busque representar una realidad caótica y móvil, como acostumbran los imitadores de, digamos, David Foster Wallace. Al contrario, el fragmento se pone en estos relatos al servicio de la inmovilidad (en "Parte", especialmente, donde una joven se apoltrona sobre un sillón para pensar). O bien, al servicio de los movimientos de los silogismos.
Ahora: la tentación es interpretar. Por ejemplo, el Jota que se menciona en "Rima", ¿es el mismo que aparece en "Be"? Tal vez no sea importante, pero alcanzamos a reconocer la voz vigoréxica, neurótica, del narrador que se concentra en lo que dice. Que es otra forma de decir: del que tiene tiempo para hacerlo (mientras todo en su rededor parece desgastarse, la voluntad de narrar cuando no pasa nada, o cuando sólo pasan cosas miserables -comidas en marisquerías, conversaciones con peluqueros, visitas a departamentos para alimentar gatos ajenos-, en cambio, se mantiene incólume). Se aprecia, pues, una preocupación por empantanar mientras se aclara. ¿Qué es lo que se aclara? No un concepto sino el acto de pensar: la forma en que procedemos cuando nos fijamos en una idea, es decir, en la manera de enunciarla (pensar, señaló Wittgenstein, nunca es difícil; es fácil o imposible; y nada más sencillo que demorarse, con digresiones y acumulaciones, en la forma en que decimos las cosas). A través de la prosa de Wolfson, atenta tanto al habla cotidiana como a la exigencia de precisión, una pregunta parece perfilarse, una pregunta por la ocupación de los que escriben. ¿Son como los profesores, como los empresarios turbios, como los estudiantes? ¿O son como los carniceros, los contadores, los periodistas o los bibliotecarios que escriben desde lejos? Enlisto ocupaciones (profesiones) a partir de las figuras que se asoman en los relatos. Pero claro, en la pregunta va la respuesta: aunque ocupa tiempo, escribir -hacerlo de cierta forma, con atención al ritmo de las palabras- no es una profesión (a pesar de lo que uno podría imaginar, ante la cantidad de escritores profesionales, los culpables de la prosa correcta).
Así leemos en "Be": «Dedicarme a otra cosa o mejor no dedicarme a nada, es decir, dedicarme a nada, ¿a qué se dedica?, a nada, no tengo tiempo porque, mire, me dedico a nada, no a la nada, eso sería dedicarse a algo, ¿a qué se dedica usted?, preguntaría alguien, ¿en qué la gira, joven? habría preguntado alguien de haber hecho la pregunta hace cuarenta años, a nada, a lo que vaya surgiendo, o más bien a nada que vaya surgiendo, me dedico a eso que no surge ni gira ni se crea ni se transforma, dedicarme a limpiar, limpiador de iglesias o de manteles, limpiador de iglesias o albercas o todo lo que lleve azulejo», etcétera. Así pues, la sospecha: que en estos relatos, donde la anécdota no preocupa, es el «disparatado milagro de supervivencia» lo que se encuentra en su centro. Se limpia algo, sí, una frase, una poética, pero no tanto como para ensuciarla con una prosa prístina o fácil de consumir; con una prosa jineteada por un tema. Da gusto leer cómo Wolfson se suma a una tradición poco visible (poco publicitada) pero vigorosa.
Esta reseña se publicó originalmente en la edición 107 de La Tempestad.
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