Wednesday, February 08, 2017

Bichos, androides y televidentes



No debería extrañarnos que en la ciencia ficción popular vuelvan a florecer los lugares comunes sobre las invasiones alienígenas, especialmente ahora que el siglo se ha desenmascarado. En este entorno temeroso, racista y xenófobo, debe celebrarse la aparición de un filme taquillero como La llegada, de Denis Villeneuve, que se aleja de la representación del extraterrestre como amenaza clara e inminente para presentarlo, en cambio, como una forma de vida racional pero auténticamente nueva, no sólo en su fisionomía (los heptápodos del filme recordarán, en más de una ocasión, a las pesadillescas tarántulas que aparecen en Enemigos idénticos, de 2013, la siniestra fábula edípica de Villeneuve) sino en su manera de enfrentarse a categorías como el espacio y el tiempo. En ese sentido destacan no sólo algunos elementos temáticos del filme (los saltos temporales que permite el lenguaje cinematográfico no sólo son recursos narrativos sino que, fluidamente, son incorporados a la temporalidad de la trama), sino la ominosa y extraña banda sonora de Jóhann Jóhannsson, quien ya había colaborado con Villeneuve en Intriga (2013) y Tierra de nadie: Sicario (2015).

Con todo, debe subrayarse que la de Villeneuve es una cinta en clave de género, como los neonoirs mencionados, que respeta dócilmente las restricciones de la ciencia ficción popular y contemporánea: aunque su preocupación principal son las relaciones íntimas, no olvida poner en escena un mundo que se detiene cuando extrañas naves –que evocan el diseño del huevo negro que Moebius ideó para El Incal (1980-1988)– llegan a la Tierra; los gobiernos emprenden una carrera militar para descifrar el lenguaje alienígena; los científicos son los héroes, etcétera. A ratos la cinta parece una versión más contemplativa de Encuentros cercanos del tercer tipo. Y así la película se antoja un ejercicio de preparación para el próximo proyecto de Villeneuve: Blade Runner 2049, que se encuentra en producción.



La ciencia ficción, y esto se ha repetido muchas veces, permite que el comentario político y el riesgo imaginativo convivan. Tal vez desde La dimensión desconocida (1959-1964) y Galería nocturna (1970-1973) de Rod Serling, a su vez herederas de los pulps, la televisión ha sido el medio idóneo para ofrecer ciencia ficción con intereses coyunturales (aunque no fue un éxito en su momento, incluso la emisión original de Viaje a las estrellas, de 1966 a 1969, es recordada por haber abordado no sólo el temor a la guerra nuclear sino por mostrarse progresista en temas de sexualidad). Es a esta tradición que Black Mirror, de Charlie Brooker, aspira. Dice algo de nuestra época que con tres temporadas la serie haya sido principalmente un vehículo para panoramas familiares, discretamente futuristas pero siempre siniestros. Como en las entregas anteriores (y su especial de Navidad), la tercera, estrenada por Netflix a finales de octubre de 2016, lanza sus dardos a la industria del entretenimiento, a la sociedad del espectáculo y a la militarización de la tecnología. Tal vez por ello haya resonado tanto en el espectador el cuarto episodio, “San Junipero”, escrito por Brooker. Se encuentra entre los más destacados de la temporada (seguido por “Hated in the Nation”, “Playtest” y “Nosedive”), pero contrasta con el resto al presentarse con una pátina de optimismo, envuelto en la siempre problemática nostalgia. ¿No es perturbador? “San Junipero” hace de la advertencia sobre un conocido deseo transhumanista (que sobrevivamos en la tecnología) una promesa deseable.



Si damos por sentado que la ciencia ficción –al menos la que encuentra el camino al gran público– rinde pleitesía a su bagaje histórico, ya sea volviendo a sus temas predilectos o arando un terreno o un formato tan fértil como el serial episódico, Westworld, de Lisa Joy y Jonathan Nolan, merece, ahora, nuestra atención. Aquí opera un equilibrio entre los tropos conocidos y la compleja forma en que los reimagina (¿o reinventa?). La serie de HBO se inspira en la cinta homónima de Michael Crichton, un trabajo de muy bajo presupuesto (incluso para 1973: 1.25 millones de dólares; el piloto de la serie, en contraste, costó 25 millones). La idea: existe un parque temático con tres atracciones principales, el Mundo Medieval, el Mundo Romano y el Mundo del Viejo Oeste (algunos críticos han señalado que HBO tiene sus contrapartes: Game of Thrones, Rome y Deadwood). Los visitantes pueden experimentar las fantasías que han vivido en las películas, hasta que un desperfecto hace que los robots se vuelvan contra ellos (Yul Brynner de alguna forma reinterpreta aquí a Chris Larabee Adams, su personaje de Los siete magníficos, pero como un asesino mecánico). ¿Cómo volver al tema de los robots asesinos? ¿Qué puede salir mal en un parque de atracciones donde el ello toma una vacación? No se olvide: Westworld se adelantó por una década a Terminator (1984), de James Cameron, y sirvió como antecedente para la novela más popular de Crichton, Parque Jurásico (1990).

La solución de Joy y Nolan es tomar los cimientos del original para cuestionar quién sería el verdadero antagonista en un mundo donde las fantasías espectaculares y violentas pueden liberarse. A la vez, se trata de una pregunta no muy alejada de los intereses de Crichton. De una entrevista con la American Cinematographer para su número de noviembre de 1973: «Había visitado el Centro Espacial Kennedy para ver cómo entrenaban a los astronautas. Me di cuenta de que, en realidad, los entrenaban para ser máquinas. Estaban trabajando muy duro para que sus respuestas, incluso sus latidos, fueran tan predecibles y maquínicas como fuera posible. Por otro lado, uno puede visitar Disneylandia y ver, cada quince minutos, cómo Abraham Lincoln se levanta y da el Discurso de Gettysburg. Es una máquina construida para parecer, hablar y actuar como una persona. Fueron estas nociones las que dieron pie a la película. Era la idea de jugar con una situación en que las distinciones típicas entre una persona y una máquina se vuelven borrosas. ¿Había algo en la situación que nos permitiría ver a lo humano y lo mecánico de formas novedosas?».

A pesar de sus valores de producción, de su irónica banda sonora y de su compleja estructura, la serie Westworld sigue, en este punto, los intereses del filme original. ¿Qué formas de ver al ser humano son novedosas? No sólo nos enfrentamos con espectadores pasivos, aquí, sino con jugadores expertos que pueden ser tan violentos y crueles como imaginamos eran los hombres del Viejo Oeste. Es interesante que estemos dispuestos a ver, con entusiasmo y por enésima vez, una nueva serie de HBO donde abunden las representaciones de asesinatos, violaciones y orgías. Los programadores ficticios de la serie tienen una tesis sobre el errático comportamiento de sus androides: la memoria da pie a la improvisación, la repetición a la variación; las rutinas permiten una segunda naturaleza, de plena conciencia. Cabe preguntar si insistir en estos temas hará de nosotros otro tipo de espectadores.

Este texto se publicó originalmente en La Tempestad 117.

Tuesday, January 31, 2017

Prosa del interior



La narrativa de Selva Almada, a la vez lírica y escueta, es conocida principalmente por sus novelas El viento que arrasa (2012), que fue recibida con entusiasmo por la crítica, y Ladrilleros (2013), ambas publicadas por Mardulce. También se ha dado atención al libro de crónica Chicas muertas (2015), sobre tres feminicidios irresueltos ocurridos en la década de los ochenta, los de Andrea Danne, María Luisa Quevedo y Sarita Mundín, y que resultan sintomáticos. El mismo año en que Random House Mondadori publicó el título, en Argentina se realizó, en el mes de junio, la marcha organizada por el movimiento contra la violencia machista Ni Una Menos, en el que Almada, como otros artistas, estuvo involucrada.

Ahora circula El desapego es una manera de querernos, volumen que recupera las series de relatos "Chicas lindas" y "En familia"; también incluye dos cuentos cercanos a la nouvelle, "Niños" e "Intemec", y algunos textos dispersos, publicados en antologías y revistas. En conjunto, las narraciones aparecieron originalmente entre 2005 y 2014, y fueron revisadas por la autora para esta edición. Es la oportunidad de apreciar cómo se ha afinado el universo de Almada, que no sólo ocurre en la provincia argentina, sino en la periferia de la vida interior, es decir, en el recuerdo, a menudo melancólico, de la infancia y la adolescencia (este aspecto de su obra se ha comparado con el tono de La ciénaga, el filme de Lucrecia Martel; actualmente, por cierto, Almada prepara un libro de crónicas en torno a la adaptación de Zama que Martel estrenará el próximo año).

Otro tema de Almada reconocible en los relatos es la forma en que se naturaliza la violencia contra las mujeres en el campo (la autora vivió en Entre Ríos hasta que se mudó a Buenos Aires, en 2000), un comportamiento que se refleja en el lenguaje. En la edición 99 de La Tempestad, Sofía Castaño, en una visita al estudio de la escritora, enumeró los comportamientos que, chocantemente, se dan por sentado: "Pasar de la autoridad paterna a la autoridad del marido, la crianza de los hijos, el respeto del orgullo masculino, el temor y la obediencia como base del ser femenino".

Dada la intrincada relación de estos textos (no sólo de relatos, sino de sus novelas y crónicas), no debe sorprender que se insista en ciertas imágenes, que sirven como anclas en el espectro narrativo de Almada: el recuerdo de una madre que se defiende clavándole un tenedor en el brazo a su marido (que aparece tanto en Chicas muertas como en el relato que da título a este volumen); una mujer que se asolea en una terraza, más o menos preocupada por hombres fisgones; los niños que juegan a un lado de la carretera, los camiones circulan peligrosamente cerca; los insectos, el calor, el alcohol y los inicios, a veces violentos, en la sexualidad. El caso de Andrea Danne, asesinada una noche de noviembre de 1986, en un pueblo cercano a la ciudad de Almada, reaparece también, como un fantasma vigoroso, ficcionalizado, en "La muerta en su cama" (versión revisada de "La chica muerta", un cuento publicado originalmente en 2007).

Tal es la sensación general que deja el trabajo de Almada: que se trata de una prosa poseída por ciertas ideas. Y aunque ciertamente sus personaje no están dispuestos a hacer los alegres sacrificios de las mujeres que habitan las novelas de Louisa May Alcott, podría decirse que poseen el rico mundo interior de la novela gótica, aunque emerge de otras formas, participando de lo raro (que no de lo fantástico).

En "Niños" se recuerda, por ejemplo, al abuelo que contaba la historia de un basilisco, un ser demoníaco que puede esconderse dentro de los huevos de gallina, "pero no era cuestión de contar el cuento y listo. Antes creaba el clima, preparaba a su auditorio para que no quedase la menor duda de que lo que íbamos a escuchar era la más pura verdad". El clima, la atmósfera, es tal vez el aspecto que más ha trabajado Almada en su narrativa, y en un sentido amplio, que incluye lo psíquico. El mismo abuelo le habla a los niños sobre la Luz Mala, los fuegos fantasmales que pueden verse en los campos, por las noches, y que avisan de un alma en pena (como los que aparecen en la novela de Bram Stoker, Drácula). El abuelo, en este sentido, contrasta con un personaje posterior, el Gringo, el mecánico de El viento que arrasa que enseña a su "changuito" que la Luz Mala no es ningún espectro sino el gas que desprende la materia orgánica en descomposición (se recordará que el Gringo antagoniza con un pastor y su religión).

En Selva Almada la tensión narrativa se encuentra a menudo en desentrañar misterios, desenmascarar comportamientos o supersticiones, oscilando entre lo excéntrico y el relato de crímenes verdaderos. En la serie "En familia" el hilo conductor es el suicidio de Denis (la estructura evoca los relatos de J.D. Salinger sobre su propio suicida, Seymour Glass, y la familia que orbita en torno a él y su cometido).

Tal vez para el lector que ya se ha acostumbrado a los escenarios y temas de Almada la parte con la que cierra este volumen será la que le resulte más atractiva. Aunque también aquí la mayoría de los relatos insiste en el adulterio ("La mujer del capataz"), lo raro ("Alguien llama desde alguna parte", "El dolor fantasma"), las sagas de familia (el acordeón verde de "En familia" revive en "El regalo") o los accidentes en carretera, también hay fugas hacia otros territorios, como el futbol ("La camaradería del deporte", "Off side") o la homosexualidad en provincia ("El incendio", "Un verano"). Se perfilan ahí otros intereses, alejados de los fantasmas y las dudas de la juventud y la infancia.

Esta reseña de El desapego es una manera de querernos se publicó originalmente en La Tempestad 116.