Hubo una época en la que meterme a Internet era emocionante. Era apropiado usar, entonces, esa terminología que destinamos - como si fuéramos espectadores siempre emocionales - a los medios de comunicación (uno lee libros interesantes, películas chidas, escucha programas de radio entretenidos; en fin, cosas bellas, estimulantes). Pero encima, en el Internet, uno se metía, se conectaba, se hablaba de esa red como un espacio o una sustancia en el que uno se podía sumergir. Se exploraba un territorio virgen, salvaje. Era como volver a las grutas de Cacahuamilpa, si en ellas se almacenaran tesoros.
Ahora el Internet es aburrido. Y no en un sentido benéfico, como puede serlo un desierto o un museo, sino como una ciudad hostil, o un edificio lleno de habitaciones que ya han sido recorridas demasiadas veces. Caemos de nuevo en las garras de Instagram, en el ruido de Twitter, la estupidez extendida de Facebook y el chiste fácil del meme. Es un universo tan tedioso como la revista de espectáculos; se le consume irónicamente. También se parece a las conversaciones planas de amigos que se conocen demasiado bien pero que ya no se animan a decir en voz alta lo que piensan realmente.
La mayor parte del tiempo, a lo que más se parece el Internet actual es a un centro comercial que solía ser atractivo pero que ahora presenta los mismos circuitos, los escaparates y las galerías de siempre. Puede ser, aún, estimulante, especialmente para los nuevos consumidores, los pequeñines, pero no si uno se percata de cómo funciona. Hay nuevos productos, y a diario se presentan más (y con diario quiero decir a cada micro-segundo), pero no hay, en realidad, nada auténticamente nuevo. Esa es, al menos, la sensación. Bien visto, cuando uno se obliga a concentrarse para descubrir los nuevos caminos que se abren en Internet, que se recorren, son interesantes pero no como es interesante (o como puede serlo) una cartelera de cine; es interesante como un problema.
Entiendo, pero no comparto del todo, el sentimiento de nostalgia por la industria editorial de antes, o por el cine de cierta década. Pero creo que el Internet no funciona igual, su volumen absolutamente asimétrico lo transforma en un hiper-problema. En una sociedad como la nuestra, que lucra con y celebra la nostalgia, tiene algo de irresponsable entregarse a esa operación de extirpación anímica que es desear los viejos tiempos que supuestamente fueron mejores. Aún más cuando el Internet genera, anualmente, toneladas de emisiones de dióxido de carbono comparables a los de un país (sólo las producidas por YouTube equivalen a las de España; las de Netflix y Prime Video, a las de Chile). Y eso sólo pensando en los objetos materiales que constituyen Internet. También está el otro problemita, que es nuestra felicidad.
A finales del siglo pasado, en el Internet, ¿solíamos entablar conversaciones sin demasiado encono entre extraños? ¿Descubríamos que podíamos publicar en blogs sin necesidad de un editor? ¿Se democratizaban los medios de comunicación? ¿Descubríamos que habían objetos culturales que podíamos descargar gratuitamente? La verdad es que sólo dábamos los primeros pasos a lo que hoy es Internet: la comunicación abaratada se transformó en discusiones donde uno está a favor de lo bueno y en contra de lo malo; en cámaras de eco sin matices; la publicación sin edición implica exceso y la carencia absoluta de criterios (ni siquiera el de verdad, ya no se diga el de calidad); y los medios, al final, no se democratizan, sino que se mercantiliza lo que se comunica. La cultura de la gratuidad sólo hizo más cara la vida para los creadores, permitiendo que sus administradores cobren más fácil. Sentir nostalgia por el Internet de finales del siglo XX es extrañar cómo fue que caímos en la trampa de la que no hemos podido salir.
Internet no nos ha hecho más felices. Y aquí, aclaro, sólo me refiero a gente como nosotros, que buscaron en esa red un nuevo territorio cultural. Estoy seguro que la vida de otras personas, como la de los militares de países con grandes presupuestos de defensa; la de los tecnócratas del valle de Silicón y un puñado de empresarios; ahora, al menos, es más interesante. No sé si sean mejores vidas, pero sospecho que ahora tienen más sentido: a través de Internet y otras nuevas tecnologías de comunicación, realizan acciones que tienen un impacto real en el mundo. Pero, claro, no es lo mismo tener y administrar poder, que ser feliz. Y respecto a nosotros, es obvio que consumir de manera más fácil y más rápida productos culturales, por más placer y estímulos que nos den, no se identifica con la felicidad. Y si la cuestión de la felicidad suena demasiada vaga, también puede consultarse, en Internet, números sobre adicciones y horas perdidas en línea. ¿No nos hemos convertido en eso? ¿En gente que pierde su tiempo en Internet? No es tiempo que destinemos a investigar ni a estudiar. Internet ni siquiera nos ha transformado en gente ociosa. Sólo nos extraviamos en ese edificio sin fin.
Redacto este texto en mi viejo blog. ¿Qué tan viejo es mi blog? Lo abrí hace más de una década, en 2004. No es tan viejo pero ya se sabe, hoy vivimos en una intensificación del presente. Con todo, sí parece viejo en algunas cosas: para empezar, allí escribía como se escribe en un diario íntimo. Y sobre cosas que me importaban a mí, y no de acuerdo al tema coyuntural. Es decir: sobre el amor, sobre dudas filosóficas, sobre cómo me sentía. Con el tiempo, conforme me di cuenta de que era público y que era un foro para intercambiar opiniones, primero empecé a escribir sobre cosas más públicas, incluso profesionales, y después terminé por cribar los comentarios. Y luego, finalmente, dejé de usarlo con la misma frecuencia. Los textos que eran más apropiados para un diario, los escribí a mano en un diario, que sigo escribiendo; y en un sentido público, me mudé hacia el artículo de crítica literaria que se publica en otros medios y con otros criterios, algunos de ellos editoriales; pero también a Twitter, donde suelto chistoretes y ocurrencias. La última vez que usé este blog fue el año pasado, para redactar la memoria de un sueño que tuve en septiembre. Dice así.
Así pues, si puedo decir algo sobre la relación que he tenido con el Internet, es que me ha ayudado a reflexionar sobre la importancia de los cuadernos y de escribir a mano y a solas. Para un escritor, pues soy un escritor, no es poca cosa: Internet me ha hecho preguntarme cómo escribo.
Ahora, la cuestión, sentado aquí entre ustedes, leyendo este borrador, es si debo publicarlo para que alguien se lo encuentre en el Internet; o no, si debo borrarlo. Me pregunto si haría alguna diferencia. Creo que no. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Votamos? ¿Lo borro? ¿Lo copio a mano? Y si lo publico, ¿qué? ¿Se lo cobro a alguien? Son estas horribles preguntas las que se desprenden de la escritura digital. Pero la sospecha, lo peor, es que creo que podría seguir agregándole cosas, sin parar, hasta mi muerte, añadiendo mi granito de arena a ese cáncer que se extiende por el planeta, la cháchara humana.
Ahora el Internet es aburrido. Y no en un sentido benéfico, como puede serlo un desierto o un museo, sino como una ciudad hostil, o un edificio lleno de habitaciones que ya han sido recorridas demasiadas veces. Caemos de nuevo en las garras de Instagram, en el ruido de Twitter, la estupidez extendida de Facebook y el chiste fácil del meme. Es un universo tan tedioso como la revista de espectáculos; se le consume irónicamente. También se parece a las conversaciones planas de amigos que se conocen demasiado bien pero que ya no se animan a decir en voz alta lo que piensan realmente.
La mayor parte del tiempo, a lo que más se parece el Internet actual es a un centro comercial que solía ser atractivo pero que ahora presenta los mismos circuitos, los escaparates y las galerías de siempre. Puede ser, aún, estimulante, especialmente para los nuevos consumidores, los pequeñines, pero no si uno se percata de cómo funciona. Hay nuevos productos, y a diario se presentan más (y con diario quiero decir a cada micro-segundo), pero no hay, en realidad, nada auténticamente nuevo. Esa es, al menos, la sensación. Bien visto, cuando uno se obliga a concentrarse para descubrir los nuevos caminos que se abren en Internet, que se recorren, son interesantes pero no como es interesante (o como puede serlo) una cartelera de cine; es interesante como un problema.
Entiendo, pero no comparto del todo, el sentimiento de nostalgia por la industria editorial de antes, o por el cine de cierta década. Pero creo que el Internet no funciona igual, su volumen absolutamente asimétrico lo transforma en un hiper-problema. En una sociedad como la nuestra, que lucra con y celebra la nostalgia, tiene algo de irresponsable entregarse a esa operación de extirpación anímica que es desear los viejos tiempos que supuestamente fueron mejores. Aún más cuando el Internet genera, anualmente, toneladas de emisiones de dióxido de carbono comparables a los de un país (sólo las producidas por YouTube equivalen a las de España; las de Netflix y Prime Video, a las de Chile). Y eso sólo pensando en los objetos materiales que constituyen Internet. También está el otro problemita, que es nuestra felicidad.
A finales del siglo pasado, en el Internet, ¿solíamos entablar conversaciones sin demasiado encono entre extraños? ¿Descubríamos que podíamos publicar en blogs sin necesidad de un editor? ¿Se democratizaban los medios de comunicación? ¿Descubríamos que habían objetos culturales que podíamos descargar gratuitamente? La verdad es que sólo dábamos los primeros pasos a lo que hoy es Internet: la comunicación abaratada se transformó en discusiones donde uno está a favor de lo bueno y en contra de lo malo; en cámaras de eco sin matices; la publicación sin edición implica exceso y la carencia absoluta de criterios (ni siquiera el de verdad, ya no se diga el de calidad); y los medios, al final, no se democratizan, sino que se mercantiliza lo que se comunica. La cultura de la gratuidad sólo hizo más cara la vida para los creadores, permitiendo que sus administradores cobren más fácil. Sentir nostalgia por el Internet de finales del siglo XX es extrañar cómo fue que caímos en la trampa de la que no hemos podido salir.
Internet no nos ha hecho más felices. Y aquí, aclaro, sólo me refiero a gente como nosotros, que buscaron en esa red un nuevo territorio cultural. Estoy seguro que la vida de otras personas, como la de los militares de países con grandes presupuestos de defensa; la de los tecnócratas del valle de Silicón y un puñado de empresarios; ahora, al menos, es más interesante. No sé si sean mejores vidas, pero sospecho que ahora tienen más sentido: a través de Internet y otras nuevas tecnologías de comunicación, realizan acciones que tienen un impacto real en el mundo. Pero, claro, no es lo mismo tener y administrar poder, que ser feliz. Y respecto a nosotros, es obvio que consumir de manera más fácil y más rápida productos culturales, por más placer y estímulos que nos den, no se identifica con la felicidad. Y si la cuestión de la felicidad suena demasiada vaga, también puede consultarse, en Internet, números sobre adicciones y horas perdidas en línea. ¿No nos hemos convertido en eso? ¿En gente que pierde su tiempo en Internet? No es tiempo que destinemos a investigar ni a estudiar. Internet ni siquiera nos ha transformado en gente ociosa. Sólo nos extraviamos en ese edificio sin fin.
Redacto este texto en mi viejo blog. ¿Qué tan viejo es mi blog? Lo abrí hace más de una década, en 2004. No es tan viejo pero ya se sabe, hoy vivimos en una intensificación del presente. Con todo, sí parece viejo en algunas cosas: para empezar, allí escribía como se escribe en un diario íntimo. Y sobre cosas que me importaban a mí, y no de acuerdo al tema coyuntural. Es decir: sobre el amor, sobre dudas filosóficas, sobre cómo me sentía. Con el tiempo, conforme me di cuenta de que era público y que era un foro para intercambiar opiniones, primero empecé a escribir sobre cosas más públicas, incluso profesionales, y después terminé por cribar los comentarios. Y luego, finalmente, dejé de usarlo con la misma frecuencia. Los textos que eran más apropiados para un diario, los escribí a mano en un diario, que sigo escribiendo; y en un sentido público, me mudé hacia el artículo de crítica literaria que se publica en otros medios y con otros criterios, algunos de ellos editoriales; pero también a Twitter, donde suelto chistoretes y ocurrencias. La última vez que usé este blog fue el año pasado, para redactar la memoria de un sueño que tuve en septiembre. Dice así.
Así pues, si puedo decir algo sobre la relación que he tenido con el Internet, es que me ha ayudado a reflexionar sobre la importancia de los cuadernos y de escribir a mano y a solas. Para un escritor, pues soy un escritor, no es poca cosa: Internet me ha hecho preguntarme cómo escribo.
Ahora, la cuestión, sentado aquí entre ustedes, leyendo este borrador, es si debo publicarlo para que alguien se lo encuentre en el Internet; o no, si debo borrarlo. Me pregunto si haría alguna diferencia. Creo que no. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Votamos? ¿Lo borro? ¿Lo copio a mano? Y si lo publico, ¿qué? ¿Se lo cobro a alguien? Son estas horribles preguntas las que se desprenden de la escritura digital. Pero la sospecha, lo peor, es que creo que podría seguir agregándole cosas, sin parar, hasta mi muerte, añadiendo mi granito de arena a ese cáncer que se extiende por el planeta, la cháchara humana.
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