Cae la noche y en la camioneta le cuento a mi hermana, todavía a una media hora de que podamos decir que estamos cerca de la casa de campo, que de un tiempo para acá escucho voces de la habitación que antes ocupaba, de vuelta en la ciudad que dejamos atrás hace un par de horas. "Diario", le aseguro, "a las 3:oo a.m., sin falta, escucho que alguien habla en tu cuarto". Mi hermana dejó de vivir con nosotros -conmigo y con mis padres- hace tiempo. "Eso me lo dices para que nunca vaya a visitarlos", me dice, entre molesta y divertida. Estamos en una zona de la carretera donde hay curvas y los faros de la camioneta iluminan los troncos de los árboles, sus copas oscurecidas pueden apreciarse, sin embargo, gracias a la luz que rebota sobre la superficie lunar, cuando no hay nubes que la interrumpan. "No me creas", le digo, al tanto de que no me cree. Avanzamos por la carretera un rato más en silencio, en la radio no puede escucharse más que estática. Después de un rato me ofrece una pregunta: "¿Y qué dicen las voces?".
"La verdad es que no distingo nada, sólo murmullos", le digo con una seriedad que me sorprende. "No siempre las escucho, a decir verdad. Diario me despierto a las tres y no sé por qué, igual y hay un duende o algo, pero generalmente escucho las voces sólo cuando estoy solo en casa".
"Sólo me quieres asustar".
"No, no, es en serio. Más bien me preocupa que me esté volviendo loco".
"Lo que tú necesitas es volver a misa".
"¿Crees que sea el diablo?"
"Sólo te digo".
"Tenía entendido que el diablo sólo se le aparecía a gente muy santa".
"Yo sólo te digo que quizá debas rezar más para que luego no te anden pasando esas cosas".
"Quizá sí soy muy santo".
"Sí mijito".
Seguimos así un rato hasta que llegamos a la casa de campo. Allí, cansados, bajamos las cosas de la camioneta, encendemos los calentadores de agua, revisamos que las camas tengan sábanas (hablamos un día antes con Leo, quien se ocupa de estas cosas) y que haya electricidad donde debe haber electricidad. Después de llenar el refrigerador y lavarme los dientes, me recuesto en su cama mientras ella se ocupa de poner toallas en las habitaciones. La escucho caminar de un lado a otro, los tablones crujiendo. Entra y sale de su recámara, la escucho preguntarme algo que no alcanzo a contestarle y cuando regresa descubre que ya no estoy sobre la cama.
"Guillermo, ¿dónde estás?". Nada. Entonces, grita: "¡Guillermo, no quieras asustarme!".
Suena su teléfono celular.
Mientras decide si contestar o dejarlo sonar, pienso en el alemán que se suicidó en la casa de la Laguna Negra, a pocos kilómetros en moto de nuestra casa; pienso en el novio que descuartizó a su novia en las cabañas que solían estar a la entrada de Valle de Bravo (ahora un hotel remodelado), en la adolescente que, cruzando el lago en lancha de noche, bebiendo con sus amigos, se golpeó la cabeza y cayó al agua; su cuerpo no apareció sino hasta un par de días después; en los muchos choques y muertes que han ocurrido en la carretera; en el hombre que cayó muerto de su caballo, durante un juego de polo; en la mujer que quedó prenzada contra un árbol, su pierna atravesada por una rama y que falleció desangrada, colgando aún del parapente, las escaleras de los rescatistas demasiado cortas para alcanzarla.
El celular deja de sonar.
Y entonces, debajo de la cama, mientras suelto la carcajada y dejo de marcar, me pregunto si es posible que haga estas cosas porque, en efecto, me estoy volviendo loco.
"La verdad es que no distingo nada, sólo murmullos", le digo con una seriedad que me sorprende. "No siempre las escucho, a decir verdad. Diario me despierto a las tres y no sé por qué, igual y hay un duende o algo, pero generalmente escucho las voces sólo cuando estoy solo en casa".
"Sólo me quieres asustar".
"No, no, es en serio. Más bien me preocupa que me esté volviendo loco".
"Lo que tú necesitas es volver a misa".
"¿Crees que sea el diablo?"
"Sólo te digo".
"Tenía entendido que el diablo sólo se le aparecía a gente muy santa".
"Yo sólo te digo que quizá debas rezar más para que luego no te anden pasando esas cosas".
"Quizá sí soy muy santo".
"Sí mijito".
Seguimos así un rato hasta que llegamos a la casa de campo. Allí, cansados, bajamos las cosas de la camioneta, encendemos los calentadores de agua, revisamos que las camas tengan sábanas (hablamos un día antes con Leo, quien se ocupa de estas cosas) y que haya electricidad donde debe haber electricidad. Después de llenar el refrigerador y lavarme los dientes, me recuesto en su cama mientras ella se ocupa de poner toallas en las habitaciones. La escucho caminar de un lado a otro, los tablones crujiendo. Entra y sale de su recámara, la escucho preguntarme algo que no alcanzo a contestarle y cuando regresa descubre que ya no estoy sobre la cama.
"Guillermo, ¿dónde estás?". Nada. Entonces, grita: "¡Guillermo, no quieras asustarme!".
Suena su teléfono celular.
Mientras decide si contestar o dejarlo sonar, pienso en el alemán que se suicidó en la casa de la Laguna Negra, a pocos kilómetros en moto de nuestra casa; pienso en el novio que descuartizó a su novia en las cabañas que solían estar a la entrada de Valle de Bravo (ahora un hotel remodelado), en la adolescente que, cruzando el lago en lancha de noche, bebiendo con sus amigos, se golpeó la cabeza y cayó al agua; su cuerpo no apareció sino hasta un par de días después; en los muchos choques y muertes que han ocurrido en la carretera; en el hombre que cayó muerto de su caballo, durante un juego de polo; en la mujer que quedó prenzada contra un árbol, su pierna atravesada por una rama y que falleció desangrada, colgando aún del parapente, las escaleras de los rescatistas demasiado cortas para alcanzarla.
El celular deja de sonar.
Y entonces, debajo de la cama, mientras suelto la carcajada y dejo de marcar, me pregunto si es posible que haga estas cosas porque, en efecto, me estoy volviendo loco.
3 comments:
Aso madre, a lo que llevan los proyectos fallidos de ser escritor grande.
Lindo texto.
Dice Vigalondo (Nacho, el de los Cronocrímenes) que el terror más puro lo encuentra el hombre en el campo, o en la pradera.
O quizá me lo estoy inventando.
una vez debrayé sobre duendes que ponían barricadas, en esa misma carretera, para robarle su ropa a los incautos turistas.
El lugar de tu casa de campo se presta sin duda a ese tipo de planes maquiavelicos.
Y no, no te estás volviendo loco, eso pasa cuando uno tiene tiempo con los hermanos que se fueron de casa, bueno, en realidad quizá te estés volviendo loco, porque yo he hecho cosas similares y no soy un dechado de cordura.
Por cierto, hasta donde sé, el diablo se le aparece a los muy santos por envidia, o a los que lo llaman por gusto.
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