La muerte del padre es la primera entrega de un proyecto de seis volúmenes (en Noruega se publicó originalmente en 2009, con el título de Min kamp). Karl Ove Knausgård (Arendal, 1968) parte de premisas existencialistas para recuperar la sensación repleta de sentido de los días de infancia y juventud. El libro está dividido en dos partes, recorridas por minuciosos recuentos (al recordar su participación en una agrupación de rock no sólo relata anécdotas, cataloga nombres de instrumentos musicales, agrupaciones, discos, etc.; más tarde hará lo propio con las labores administrativas y de limpieza a las que él y su hermano Yngve se enfrentaron con la muerte de su padre) salpicados por reflexiones filosóficas. Sin estas disertaciones el ejercicio de enumerar experiencias y memorias, a ratos tedioso, sería fallido. Dos ideas cimientan este edificio de la memoria: una versa sobre el conocimiento del mundo adquirido con la experiencia y la otra sobre el último horizonte de sentido que puede encontrar un humano, la muerte.
A propósito de la primera, leemos: «Entender el mundo equivale a colocarse a cierta distancia de él. Lo que es demasiado pequeño para verlo a simple vista, como las moléculas, lo ampliamos; lo que es demasiado grande, como el sistema de las nubes, los deltas de los ríos, las constelaciones, lo reducimos. Cuando lo tenemos al alcance de nuestros sentidos, lo fijamos. A lo fijado lo llamamos conocimiento. Durante toda nuestra infancia y juventud nos esforzamos por establecer la distancia correcta de cosas y fenómenos. Leemos, aprendemos, experimentamos, corregimos. Y un día llegamos a un mundo en el que se han fijado todas las distancias necesarias, y establecido todos los sistemas. Es entonces cuando el tiempo empieza a correr más deprisa. El tiempo ya no se encuentra con obstáculos, todo está fijado, el tiempo fluye a través de nuestras vidas, los días desaparecen a toda velocidad, antes de suspirar hemos llegado a los cuarenta años, a los cincuenta, a los sesenta». Esta obra autobiográfica se resiste a ese viento del tiempo.
Aunque ocasionalmente uno se topa con frases de cierto lirismo (al describir el modo en que su padre encendió un cigarro: «La llama excava una pequeña cueva de luz en el crepúsculo gris»), la mayor parte de la narración se constituye de oraciones declarativas y acumulativas, una luz clara que se arroja sobre experiencias pasadas, homologándolas. Todo, parece, es banal. Pero una vez que ha pasado esta aplanadora, algunos picos brotan. Cuando se entera de la muerte de su padre: «No tenía ningún sentido. Lo entendí, lo acepté, y no es que fuera algo absurdo, en cuanto a que se trataba de una vida que había sido arrebatada, una vida que igualmente podría no haber sido arrebatada, sino en cuanto a que fuera un hecho entre otros hechos». Knausgård, al final, consigue mostrar algo: la realidad como es, los hechos registrados en la medida que nos importan.
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Esta reseña de La muerte del padre (Anagrama) fue publicada originalmente en La Tempestad 90, mayo-junio 2013.
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