Parece que preguntarse por la novela en el siglo XXI implica comentar la batalla contra las fuerzas del mercado o, para ser más precisos, la banalización de la literatura. Quien critica novelas -al menos en publicaciones periódicas o en foros públicos- parece estar obligado a colocarse en una posición defensiva (pues existe una premisa anterior: culturalmente, la partida está perdida). ¿Novela literaria o bestseller? ¿Son realmente el bestseller y lo popular idénticos a obras de baja calidad? El éxito ¿se mide en ventas, en número de lectores o en logros artísticos? ¿Debe pensar el escritor en "la comunidad" de lectores? ¿Debemos crear públicos? ¿Cómo hacerlo, ante la realidad de la generación postalfabética? La necesidad crítica de colocar obras en contextos históricos implica también el riesgo de someterse a estos términos de discusión, a no quitar el dedo del renglón: vivimos en una curiosa era en donde se celebra la nostalgia cultural pues, perversamente, supone también una alianza con la amnesia histórica (como ha señalado Fredric Jameson). Así, en este siglo, cualquier aparente innovación literaria embauca al lector astuto o calculadamente desmemoriado, o bien se crean situaciones cómicas en las que se juzga al XXI, casi exclusivamente, desde el XIX.
Lo cierto es que en la literatura, como en cualquier disciplina artística, lo nuevo supone también la continuación de una tradición. Es decir: en el siglo XXI se escriben novelas tan innovadoramente como se hizo en otros siglos. La historia más cacareada de la novela la alinea con el surgimiento de la burguesía, a menudo condenándola a una forma de escribir (el realismo, en una palabra), pero existe también una historia más o menos oculta que revisa otras formas y estilos con antecedentes (o novelas en sí) tan importantes como Las mil y una noches, El Zohar, las sagas islandesas, el Decamerón y un milenario etcétera (vale la pena, en este sentido, atender el proyecto investigativo iniciado por Steven Moore: The Novel: An Alternative History, que ya va en su segundo volumen).
La novela, como género, no siempre le ha dado al hecho la palabra, ni lo siguen haciendo todos los novelistas. Algunos, como Juan José Saer, Elfriede Jelinek, John Banville, Diamela Eltit o Cormac McCarthy podrán permitirle hablar pero nunca en sus propios términos (con las típicas y ya cansadas frases declarativas, propias del periodismo) sino con estilos (una palabra que sigue siendo útil) inventivos que arriesgan nuevas prosas y formas de narrar. Como señala Massimo Rizzante, la "posibilidad documental" también sigue abierta en este siglo, con una salud sorprendente, como se aprecia en autores como W.G. Sebald, cierto, pero también en novelistas de otras latitudes como Pierre Michon, Jean Echenoz, Emmanuele Carrère y, en la veta autobiográfica, Karl Ove Knausgaard, o en las obras de Enrique Vila-Matas, Gonçalo M. Tavares y David Markson quienes, con menor y mayor suerte e inventiva, a través de esta posibilidad campean al texto parasitario al mismo tiempo que comentan sobre la forma en que puede escribirse hoy (la sombra del francés Antoine Volodine, quien escribe apocalípticamente desde el anonimato y los heterónimos, también alumbra un futuro).
Pero ¿es cierto lo que afirma Rizzante sobre la "posibilidad cosmogónica" y su clausura o falta de herederos? Felizmente, Y Seiobo descendió a la Tierra de László Krasznahorkai, problematiza la tesis.
Tal vez gran parte de la novela inventiva de este siglo aún está siendo escrita ante o de espaldas a un enemigo, un jurado incompetente (como lo pondría Volodine). Desde distintas trincheras y posibilidades, el novelista del siglo XXI se enfrente al lector que, si llega a consumir una novela (casi no hay tiempo), lo hace para pasar un buen rato, leer chatos estilos internacionales o para terminar comparándola con una serie de televisión. Pero ciertamente se sigue escribiendo novela, y mejor.
Esta columna apareció en La Tempestad 104
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