Vivo. Donde vivo viven otras personas y otros animales. Sobre la copa de uno de los árboles donde vivo, el más alto, vive una familia de águilas. Y las escucho. De vez en cuando las puedo ver, pero el follaje del árbol es demasiado espeso y la distancia hace que las águilas, desde mi casa, se vean demasiado pequeñas o que, simplemente, no se vean.
Mi hermana le teme a estas águilas, teme que un día bajen volando para arrancarle los ojos.
Miento. En realidad no teme que le arranquen los ojos, pero me gusta pensar que eso es lo que teme; la verdad es que no sé precisamente por qué le teme a estas águilas.
Tengo dos hermanas. Ambas son mayores que yo. La más grande no le teme a las águilas y se llama Rayo. María del Rayo, para ser más precisos, pero siempre ha preferido que se le llame Rayo. Supongo que la hace sentir especial. Y lo es. Quiero mucho a mi hermana Rayo, y a la otra, a Mónica, también. Quizá tanto como a mis padres, o quizá de un modo distinto. Es un amor fraternal, el que le tengo a mis hermanas, y un amor filial, el que le tengo a mis padres. Esto es claro.
En una ocasión una persona me dijo que, en su opinión, el amor era semejante a los árboles. Era una muy mala analogía, pero la expondré: el amor, decía, crecía en distintas ramificaciones con todo tipo de hojas, pero que, finalmente, eran parte de un mismo tronco. Temo que lo que realmente quería decir esta persona, que era mayor que yo y del mismo sexo, era que le daba igual con qué tipo de amor amaba, pues el amor era igual siempre entre las personas. Que, en otras palabras, a él le venía dando lo mismo comer almejas que comer ostras, porque, a fin de cuentas, ambos era moluscos.
Esto ya no es tan claro.
Homofobia a parte: en el lugar donde vivo, decía, viven unas águilas y estas águilas tienen a sus aguiluchos. De vez en cuando, las águilas toman a sus aguiluchos con sus picos o con sus garras, los sacan del nido y los arrojan al suelo. Si los aguiluchos no emprenden el vuelo antes de caer, las águilas las rescatan en el último momento. Es un gran espectáculo. Y temo que siempre que lo vemos, mis hermanas y yo, en el fondo estamos esperando no precisamente que los aguiluchos consigan volar, sino que se estampen contra el adoquinado del fraccionamiento donde vivo.
Ay, la crueldad humana.
Por supuesto, esto nunca ha sucedido. Pero tampoco han volado, así que aún hay esperanzas.
En Nocturno de Chile Roberto Bolaño relata, entre otras cosas, cómo es que su personaje, un sacerdote del Opus Dei, se pasea por distintas parroquias de Chile donde los párrocos ejercitan el arte o la disciplina de la cetrería. Como estas parroquías están infestadas de palomas, que cagan sobre la arquitectura, deteriorándola irremediablemente, a los párrocos de cada una de ellas les parece una buena idea conseguir un águila y entrenarla para que vuele sobre las torres y entre las campanas, sobre las estatuas de santos y cruces, derribando y cazando a todas las palomas que encuentre en su camino.
El título original de Nocturno de Chile, como todo mundo sabe, era Tormenta de mierda; y es un gran libro.
Pero no dejemos que Bolaño nos haga daño. Hablemos de otras cosas. De otras personas y otros animales que viven cerca de donde lo hago yo.
Alguna vez tuve un perro Yorkshire miniatura. Ahora está gozando de unas vacaciones indefinidas. Se fue mucho antes de que las águilas llegaran, lo cual, pensando en que yo aprecio mucho a ese perro, fue para bien. No consigo imaginar qué haría, además de gritar como un desaforado, cuando las águilas bajaran de su nido de águilas para tomar con sus garras de águilas a mi perro, que se llama Idéfix. Lo despezarían en el aire, como Idéfix despedazaba a las lagartijas que reptan en mi patio.
Algunas veces, cuando regresaba de la universidad a mi casa, me encontraba con uno de mis vecinos paseando en el fraccionamiento. Siempre iba acompañado de un empleado que lo tomaba del brazo, en una manera poco homoerótica, y lo llevaba de un extremo del fraccionamiento al otro. Cuando caminaba a su lado, le decía: "Buenas tardes" y siempre tardaba en contestarme. Este señor es un psiquiatra y atiende a sus pacientes en su casa. Es amable y, me gusta pensar, bondadoso. Cuando vivía en Celaya, muchos años atrás, uno de sus pacientes le arrancó los ojos. Yo iba a terapia, antes. Pero con otro psiquiatra que también era amable. Michel Houellebecq decía que todas las personas que se analizaban terminaban siendo egoístas y dejaban de servir para cualquier tipo de relación basada en el amor o en el cariño. Creo que tiene razón.
No comments:
Post a Comment