Pensar que tu vida en ocasiones se asemeja a una película y que merece una banda sonora y que probablemente tendría un buen fin de semana en taquilla es algo propio del siglo XXI, ya no conocemos las contradicciones de los pensadores de la modernidad, del siglo XIX, hemos perdido esa visión de conjunto y poco a poco nuestras ironías y agudezas se refieren a lo estrictamente inmediato. Por esa razón cuando abro los ojos en un Mercedes que va a ciento sesenta kilómetros por hora sobre distintos asentamientos de una carretera donde reptan esporádicamente iguanas, me siento vivo y parte de algo que es a la vez melodramático y emocionante; la sensación de que el momento en que abro los ojos y confundo el reflejo de los controles del panel sobre las ventanas con las estrellas (porque es de noche) es demasiado cinematográfica para no evitar sonreír satisfecho.
La vida de los veinteañeros en realidad es mucho menos emocionante de lo que creen, decía Dave Eggers.
Esas visiones enormes y desérticas donde corremos a través de espacios abiertos y desolados sólo son paliativos. Correr cuesta abajo o pedalear cuesta abajo o sumergirse en el mar entrada la noche o esperar un atardecer naranja y morado es algo que podría aburrir a cualquiera, a la larga.
Me duele el pecho.
Y la espalda también. El dolor de la espalda es un ardor constante (por no haber usado protección solar), el del pecho es muscular y espero que se pase pronto. El de la espalda se explica fácilmente: todas esas horas que permanecimos dentro del agua con la espalda al sol y la vista en dirección al horizonte, la alberca estaba construída de manera que brindara esa ilusión donde, desde un punto específico, el mar no es sino la extensión de la piscina. El borde estaba alineado al horizonte y era ahí donde permanecí recargado, en la baba, durante horas, platicando sobre lo mismo una y otra vez.
Temas para discutir en la alberca: 1. Niñas. 2. Comida. 3. Escatología. 4. El tiempo pasado. 5. Esperanzas. 6. El Dasein Heideggeriano. 7. Más niñas.
Beber en Acapulco, desear en Acapulco, idear el fin del mundo en la playa, reír tirados al sol, durante un fin de semana.
Y también: ver pájaros negros bajar y levantar con sus picos pequeñas conchas de playa y beber del borde de la piscina. Parecen cuervos pero no son cuervos. Quizá hayan sido urracas. En el cielo un par de águilas revolotean una detrás de otra. "¿Son zopilotes?", pregunto. "No, aquí no hay zopilotes", me contesta. Y más tarde escuchar a un padre decirle a su hijo: "Hace rato, antes de nos viéramos, vi una cosa muy curiosa; un águila correteando a una paloma, ya le estaba dando alcance, volaban en círculos", aquí el padre hace pantomimia y representa el revoloteo en pánico de la paloma, "me fui antes de que la alcanzara". El hijo se ríe y yo escucho y pienso en mi amiga.
Antes de salir rumbo a Acapulco, hace cuatro días, la visité y le pedí un video que me iba a prestar. Platicamos unos minutos en la puerta. Le dije, al despedirme: "Te quiero", y ella sonrió sorprendida y pensé que se iba a quedar callada asi que di unos pasos atrás hacia mi coche cuando me contestó: "Yo también", y volvió a sonreír, como yo, una sonrisa ilusa a la que se añadió: "Te cuidas", y "Te portas mal", y "Fumas mariguana" y otras cosas que sabía que no iba a ser. No está en mi carácter.
Una semana antes le juré que en el fraccionamiento donde vivo hay águilas. Me creyó pero cuando subimos al tejado con unos binoculares y estuvimos mucho tiempo revisando árbol tras árbo, pareció decepcionada. Mis vecinos tenían una fiesta y podíamos escuchar gritos y risas. Creo que estaban viendo el fútbol. Espíamos la cocina un momeno, con los binoculares, y luego espíamos los niños que jugaban en el fraccionamiento y luego me preguntó si con esos binoculares espiaba a mi vecina, cosa que ella ya sabía, y también hablamos sobre cómo los hombres prefieren suicidarse con un balazo o tirándose de tejados, mientras que las mujeres, estadísticamente al menos, prefieren cortarse las venas o tomar alguna sustancia. Ninguno de los dos tenía ganas de hacer algo así. Ni siquiera escuchamos el chillido de los aguiluchos, no sé qué pasó, pero hablamos en cambio sobre las ventajas de tener unos binoculares con visión nocturna, en el que se incrementa la poca luz que se refleje de la luz o las estrellas, esa luz muerta resucitada en colores verdes y poderosos y oscilantes blancos, rodeado todo de una estática fosforecente y un poco fantasmagórica.
"Me gustan los tejados de las casas", me dijo, antes de bajar. La luz de noviembre, naranja y pesada, se estaba poniendo. Nos queremos. Somos amigos y somos parte de la vida del otro y nos queremos y vamos a morir y algunas estrellas ya no existen y la sociedad es una mierda y a veces me siento dentro de una película y veo películas, pornográficas, muchas, y pienso en águilas y visión nocturna y todas las herramientas biológicas que carecemos y necesitamos y nos queremos.
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