Seré sincero: le temo a los poetas. A la carne de cañón que son los poetas. A esas criaturas desesperadas y valientes que son los poetas. Dispuestos a quemar un poco más que su parte maldita, dispuestos a quemarse, de hecho, por su parte maldita. A esos son los poetas a los que les temo, a los que les da igual si son leídos o no son leídos por los mismos poetas desesperados. Les temo como a las serpientes que se tragan a sí mismas, a Moebius, a la sensación de infinito que uno tiene cuando se para entre dos espejos.
Una de esas poetas nos estaba hablando, a nosotros, que no somos tan desesperados, cuando se fue la luz en el lugar donde platicábamos y escuchábamos su voz desesperada. Siguió hablando, en la oscuridad durante un rato y la escuchamos sin verle la cara, y después escuchamos la voz masculina, la voz de bigotes de un compañero suyo (y los imaginé a ambos acostándose más tarde, en la buhardilla de alguno de los dos, o en la banca de un parque) y después la de otro de los poetas que fueron a presentarnos su revista.
Eso de andar con los ojos abiertos en el abismo es una cosa, que qué cosa.
Un poco como el pequeño opúsculo de Nietzsche, su Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, escrito que no publicó en vida porque entonces aún creía, más o menos, en Wagner y en Schopenhauer y en el romanticismo alemán (pero diablos, lo escribió).
Cuando volvó la luz los poetas siguieron hablando y sentí que iba a morir.
Realmente sentí que iba a morir, no estoy haciendo un trobo o una metáfora o una analogía en cualquiera de sus variantes; sentí un dolor físico e intenso que subía de mi brazo izquierdo a mi pecho; deseé que fuera mi pectoral y no mi corazón y comencé a sobarme el pecho (no sin ignorar el placer que esto producía, también, a la vez que el dolor se esparcía, sobre mi moreno pezón). Y entonces imaginé cómo sería caer sobre el entarimado del salón donde los poetas hablaban, ignorantes de mi imaginación, cómo sería el primer grito de sorpresa, o en su defecto, mi primer grito de auxilio. La verdad es que con estas personas, estos escritores o aspirantes a escritores o a aspirantes a la vida de escritores o de bigotudos o de hombres y mujeres (y señoras, sobretodo señoras) temerosos, no me llevo demasiado bien. Por un lado es la timidez, y por otro, veamos, ¿qué es precisamente? Oh, no lo sé; digamos que es la timidez y sólo la timidez. Entonces: generalmente no les hablo, eso está claro, y estoy sintiendo ese dolor intenso en el pecho, bien, y temo que de un momento a otro, sobretodo si no pasa el dolor, tendré que pedirle ayuda a alguien. Y no me atrevo. El temor animal es fuerte, sí, pero era más grande ese temor a pedirle a una de esas personas, de esas almas bellas, que me ayudaran.
Llamarían a una ambulancia mientras yo lucharía por no tragarme la lengua.
A alguien se le ocurriría ponerme su cinturón en la boca o su billetera, porque lo vieron en una película o simplemente por sentido común.
Y sería el centro del universo.
La poeta y sus amigos desesperados verían todo desde fuera, ajenos y pensando en cómo lo relatarían más tarde.
El dolor era casi insoportable, pero poco a poco me fui dando cuenta de que era muscular. Me sobé y sobé y fue menguando. Pero antes de que desapareciera me pregunté: ¿Quieres morir, joven? Y sentí miedo. Iba a morir, posiblemente, en ese precismo momento. Y luego: bueno, es normal tener miedo, pensé. Y luego: No vas a dejar a nadie llorando, es decir, a nadie realmente importante. Y también: es una lástima que nunca hayas tenido novia. Y también: ¿realmente? No, no realmente. No es tan grave. Nada es grave. Sólo es un temor animal, de separación, de moléculas que se disgregan, de carne.
Pero: la muerte debería ser algo frío, ¿no es cierto? Y esto es caliente, pletórico, lleno de sangre vive, de músculos que vibran. Quizá haya distintos tipos de muerte. Tibias, frías, heladas, ardientes. Un machetazo en la cabeza debe ser una de las muertes más candentes que hay.
El otro día soñé que la tierra se sumergía y que las aguas de los mares cubrían todo. El resto de la humanidad, los pocos, eran mexicanos todos y vivían en una cueva submarina donde aún había una enorme bolsa de aire. Y era una cantina. De vez en cuando se abrían unas compuertas para dejar entrar algo de agua (no sé precisamente para qué), pero no por mucho tiempo, pues además del agua se temía que entraran unos tiburones. El sueño estaba fragmentado o lo recuerdo fragmentado. El caso es que en otra parte del sueño (en otra escena) yo nadaba con un delfín al que de vez en cuando cacheteaba, como hago cuando estoy borracho. El delfín se enojaba y me mostraba sus dientes y entonces me daba cuenta de que no era un delfín, era otra cosa.
Creo que debo hacer más ejercicio y salir más de mi casa. Aún me duele el pecho.
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