Ahora que leía Los demonios me entraron las ganas tontas de recordarles, queridos lectores, que estaba leyendo Los demonios. Es como si tuviera un alma gorda que come entre comidas, que necesita constantemente de una distracción, un aperitivo espiritual o intelectual. (El otro día Mauricio Salvador, haciendo un pausa en una conversación sobre el régimen al que se someten algunos boxeadores, me arrojó una estadística: cuando estamos conectados a la red tardamos unos veinte minutos en regresar a la tarea original; le dedicamos unos tres minutos, de este modo, a subtareas, digresiones en la conversación que es nuestro trabajo diario).
Hace un tiempo leía el ensayo crítico de García Ponce a propósito de la novela de Heimito von Doderer, un texto escrito antes de que existieran traducciones al castellano de la novela (y que puede encontrarse en la compilación Tres voces; en la imagen, pueden encontrar a Von Doderer, el primero de izquierda a la derecha). En algún momento, Ponce señala el interés de Doderer por el cambio, en pocos años, de los intereses estéticos de la sociedad vienesa del principios del siglo pasado: comienza a tenerse en estima a las muchachas esbeltas aunque muchos aún tienen en gran estima a las gorditas. Así, encontramos pasajes como este, donde Selma Stuermann, colaboradora del cronista de Los demonios, se queja:
"Tengo la sensación de que un día me quedaré completamente fuera, porque se ha vuelto demasiado absurdo. ¿Se da cuenta, señor jefe de sección, de lo que hacen esas mujeres aparte de jugar a las cartas? Una se fija en la otra para ver si, Dios no lo quiera, ha tenido la suerte de adelgazar y ha vuelto a perder otro medio kilo... ¡Es ridículo! ¿Quién de nosotros, me refiero a personas de nuestra edad, puede tener todavía una figura esbelta como la que está de moda ahora?".
O este otro, de un capítulo titulado Tarta de requesón:
"Mientras la doncella abotonaba, la señora Markbreiter pensó que, a pesar de la historia de Grete, hoy era en cierto sentido un buen día, un día agradable, pues, conforme a su distribución semanal, no había ni masaje ni gimnasia, y tampoco baño turco, que le llevaba una cantidad de tiempo terrible, pero sobre todo, hoy, sábado, 8 de enero, no era día de pesarse. Allí, en una esquina del baño, estaba la báscula de precisión con su larga arra lacada en blanco, una figura seca con pinta de institutriz que cada noche, antes de irse a descansar, le lanzaba una mirada metálica y relampagueante a la pobre señora Clarisse, que se clavaba en lo más hondo de su mala conciencia, especialmente cuando sobre ésta pesaba el chocolate con nata montada, la repostería y los dulces".
Hoy me pesé. Lo hice después de correr una media hora. El tercer día de esta semana que termina que hice ejercicio. Pesé 60.8 kilos, menos que la última vez que me pesé. Me pregunto si me peso por vanidad, por interés científico, por observar con asombro que, ¡es verdad!, si uno hace ejercicio baja de peso; por una combinación de estas cosas a la cual le podemos añadir una motivación nutrida por la culpa o la adopción de la cantaleta irónica que reza Fitter, happier, more productive..., pero tomada, en realidad, como un mantra, algo de lo cual, vamos, no necesitamos burlarnos. El cuidado de uno mismo debe tomarse en serio. Pero que tanta gente se lo tome en serio, estoy consciente, puede ser más que sospechoso. Quizá, claro, sólo hago ejercicio porque quiero poder contar que estoy haciendo ejercicio, así como quiero contar que estoy leyendo Los demonios. Hay otro pasaje de esta novela donde se describe a las mujeres que pasan horas en un café y el modo en que se acomodan dentro del café de acuerdo a su peso y fisionomía (las más gordas son las de mayor rango social). Hay, además de estas gordas que platican, muchachitas esbeltas que leen. ¿Qué leen?
"Todos los periódicos que hubiera. Todas las revistas que hubiera. Torres de papel, líneas impresas, imágenes. Estuve observando a una -una criatura bondadosa, inocente, de peso medio- que, tras cuatro o cinco líneas de lectura, siempre se interrumpía, miraba alrededor, seguía leyendo, ¡cinco horas alternando los mismos pasos! No era que esperase a alguien. Hacía aquello cada tarde, pues mientras leía, quería enterarse además de lo que estaba ocurriendo a su alrededor, por ejemplo, si la señora Thea Rosen llevaba puesto algo nuevo, o si aquel día había vuelto a venir por allí aquél joven tan curioso que siempre echaba miradas a la señora Rosen. Esto o cualquier otra cosa... no importaba lo que fuera. Y, si no ocurría nada, volvía a leer. Entre tanto, tal vez hubiera sucedido algo. Esta mujer parecía el tormento ideal para un escritor condenado en los infiernos, que tuviera que observar por toda la eternidad cómo lee su libro más difícil complicado... Sin poder matarla, se entiende".
Hace un tiempo leía el ensayo crítico de García Ponce a propósito de la novela de Heimito von Doderer, un texto escrito antes de que existieran traducciones al castellano de la novela (y que puede encontrarse en la compilación Tres voces; en la imagen, pueden encontrar a Von Doderer, el primero de izquierda a la derecha). En algún momento, Ponce señala el interés de Doderer por el cambio, en pocos años, de los intereses estéticos de la sociedad vienesa del principios del siglo pasado: comienza a tenerse en estima a las muchachas esbeltas aunque muchos aún tienen en gran estima a las gorditas. Así, encontramos pasajes como este, donde Selma Stuermann, colaboradora del cronista de Los demonios, se queja:
"Tengo la sensación de que un día me quedaré completamente fuera, porque se ha vuelto demasiado absurdo. ¿Se da cuenta, señor jefe de sección, de lo que hacen esas mujeres aparte de jugar a las cartas? Una se fija en la otra para ver si, Dios no lo quiera, ha tenido la suerte de adelgazar y ha vuelto a perder otro medio kilo... ¡Es ridículo! ¿Quién de nosotros, me refiero a personas de nuestra edad, puede tener todavía una figura esbelta como la que está de moda ahora?".
O este otro, de un capítulo titulado Tarta de requesón:
"Mientras la doncella abotonaba, la señora Markbreiter pensó que, a pesar de la historia de Grete, hoy era en cierto sentido un buen día, un día agradable, pues, conforme a su distribución semanal, no había ni masaje ni gimnasia, y tampoco baño turco, que le llevaba una cantidad de tiempo terrible, pero sobre todo, hoy, sábado, 8 de enero, no era día de pesarse. Allí, en una esquina del baño, estaba la báscula de precisión con su larga arra lacada en blanco, una figura seca con pinta de institutriz que cada noche, antes de irse a descansar, le lanzaba una mirada metálica y relampagueante a la pobre señora Clarisse, que se clavaba en lo más hondo de su mala conciencia, especialmente cuando sobre ésta pesaba el chocolate con nata montada, la repostería y los dulces".
Hoy me pesé. Lo hice después de correr una media hora. El tercer día de esta semana que termina que hice ejercicio. Pesé 60.8 kilos, menos que la última vez que me pesé. Me pregunto si me peso por vanidad, por interés científico, por observar con asombro que, ¡es verdad!, si uno hace ejercicio baja de peso; por una combinación de estas cosas a la cual le podemos añadir una motivación nutrida por la culpa o la adopción de la cantaleta irónica que reza Fitter, happier, more productive..., pero tomada, en realidad, como un mantra, algo de lo cual, vamos, no necesitamos burlarnos. El cuidado de uno mismo debe tomarse en serio. Pero que tanta gente se lo tome en serio, estoy consciente, puede ser más que sospechoso. Quizá, claro, sólo hago ejercicio porque quiero poder contar que estoy haciendo ejercicio, así como quiero contar que estoy leyendo Los demonios. Hay otro pasaje de esta novela donde se describe a las mujeres que pasan horas en un café y el modo en que se acomodan dentro del café de acuerdo a su peso y fisionomía (las más gordas son las de mayor rango social). Hay, además de estas gordas que platican, muchachitas esbeltas que leen. ¿Qué leen?
"Todos los periódicos que hubiera. Todas las revistas que hubiera. Torres de papel, líneas impresas, imágenes. Estuve observando a una -una criatura bondadosa, inocente, de peso medio- que, tras cuatro o cinco líneas de lectura, siempre se interrumpía, miraba alrededor, seguía leyendo, ¡cinco horas alternando los mismos pasos! No era que esperase a alguien. Hacía aquello cada tarde, pues mientras leía, quería enterarse además de lo que estaba ocurriendo a su alrededor, por ejemplo, si la señora Thea Rosen llevaba puesto algo nuevo, o si aquel día había vuelto a venir por allí aquél joven tan curioso que siempre echaba miradas a la señora Rosen. Esto o cualquier otra cosa... no importaba lo que fuera. Y, si no ocurría nada, volvía a leer. Entre tanto, tal vez hubiera sucedido algo. Esta mujer parecía el tormento ideal para un escritor condenado en los infiernos, que tuviera que observar por toda la eternidad cómo lee su libro más difícil complicado... Sin poder matarla, se entiende".
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