Leo en la página 269, en mi edición de Acantilado, esta curiosa descripción del momento que precede a la furia (en el libro se describe la pelea entre una pareja hasta llegar a un punto en el que un hombre estalla, dice algo, algo que espera sea destructor, y sale de la casa de la familia de la novia, dando un portazo). Curiosa, digo, porque parece más la descripción de un rencor que se guardó durante meses o años y no la de los momentos que preceden a un ataque de ira:
"Guardaba silencio. Pero aquel silencio no era fruto de la confusión de quien se siente incapaz de dar una respuesta, sino del odio y del resentimiento condensados, concentrados hasta el extremo; se debatía consigo mismo por encontrar la expresión más acertada, la que le permitiera dar con mayor seguridad en el corazón de la persona que tenía en frente, es decir, la expresión que más le hiriese. Estaba tensando la cuerda hasta el límite, para que la flecha que iba a lanzar penetrara con toda su fuerza".
Desde hace tiempo siento que estoy tensando una cuerda similar. Y encuentro esto curioso pues ni tengo a quién apuntar y, cosa rara, descubro que de encontrar a la persona, sentiría que estoy malgastando un dardo. Así pues, guardo silencio. Nada bueno sale cuando el motivo es el odio. Esto no es precisamente lo que quería decir. Lo que quería decir es: el odio no puede ser el motor de la literatura. Pero eso no lo digo yo, lo dijo Robert Walser.
A dormir.
Desde hace tiempo siento que estoy tensando una cuerda similar. Y encuentro esto curioso pues ni tengo a quién apuntar y, cosa rara, descubro que de encontrar a la persona, sentiría que estoy malgastando un dardo. Así pues, guardo silencio. Nada bueno sale cuando el motivo es el odio. Esto no es precisamente lo que quería decir. Lo que quería decir es: el odio no puede ser el motor de la literatura. Pero eso no lo digo yo, lo dijo Robert Walser.
A dormir.
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